Involución educativa

El Consejo de Ministros acaba de enviar a las Cortes la séptima reforma educativa de la democracia. Sólo cuenta con el apoyo del PP y, por supuesto, de la Conferencia Episcopal y los sectores más conservadores del partido que sustenta al Gobierno. Ni la inmensa mayoría de la comunidad educativa ni muchas comunidades autónomas ni la oposición respaldan una reforma que entienden ideologizada, conservadora y segregadora.

Las protestas y las llamadas al consenso para aprobar una reforma educativa con vocación de perdurabilidad y garantías de que no se volverá a cambiar en cuanto cambie también el color del gobierno, han sido ignoradas por quien se ampara en la mayoría parlamentaria y difunde la falaz consigna de que quien no está de acuerdo con los cambios es que no quiere que haya cambios de ningún tipo, lo cual es sencillamente mentira.

Que la España democrática esté a punto de aprobar sin apenas respaldo social su séptima reforma educativa en poco más de 30 años, habla con elocuencia del uso de la educación como arma política y no como herramienta estable y útil para la mejora continua de los ciudadanos, particularmente de las nuevas generaciones, en todos los ámbitos: humano, social, cultural y económico. Con esta reforma, el ministro Wert emula a su compañero de gabinete Ruiz-Gallardón en sus intenciones sobre el aborto y nos retrotrae no menos de tres décadas en materia educativa.


Desaparece Educación para la Ciudadanía y en su lugar se implanta una nebulosa asignatura de “valores sociales”; se vuelve a las clases de religión católica con nota computable para la beca; en contra de la jurisprudencia del Tribunal Supremo se subvenciona con dinero público a los centros religiosos concertados que segregan a sus alumnos por sexo; se imponen reválidas al final de cada ciclo que expulsará del sistema a quienes no las superen; se abre de par en par la puerta a que los alumnos con menos recursos económicos se queden por el camino; se vacían de poder las comunidades educativas de los centros (profesores y padres); se tensa la cuerda con las comunidades con lengua cooficial y se recorta su autonomía en el establecimiento de los contenidos educativos.

No hay que ser demasiado perspicaz para comprender que detrás de estas medidas está la mal disimulada voluntad del Gobierno de devolverle a la Iglesia católica parte de la influencia social que ha ido perdiendo en una sociedad cada vez más secularizada y satisfacer a los sectores de la derecha más ortodoxa que añoran la España “una, grande y libre”. Salvo que se retire para su negociación o al menos se modifique sustancialmente en el trámite parlamentario para que cuente con el máximo consenso político y social posible – algo muy poco probable por no decir ilusorio – la reforma Wert nacerá con fecha de caducidad y no pasará seguramente mucho tiempo – tal vez en la próxima legislatura o en la otra - antes de que este país esté de nuevo dándole vueltas a la octava reforma educativa de la democracia.

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