Los jetas de la tarjeta

Si el asombro por la tercermundista gestión política de la crisis del ébola no tiene límites, el relacionado con el selecto club de los jetas de las tarjetas pata negra de Caja Madrid no le va a la zaga. Todo un ex ministro de Economía y ex gerente del Fondo Monetario Internacional – Rodrigo Rato – tirando de tarjeta para pagarse joyas, comidas en restaurantes de cuatro y cinco tenedores y hasta arte sacro; todo un inspector de Hacienda y banquero por la gracia de Aznar – Miguel Blesa – usando la tarjeta para pagar 9.000 euros por un safari y 10.000 en vino que supongo no era precisamente peleón; todo un ex secretario general de la UGT de Madrid – José Ricardo Martínez – puliéndose 12.750 euros en un mes en El Corte Inglés; todo un rojo de IU como José Antonio Moral Santín, que se bebió y comió en restaurantes preferiblemente especializados en arroz la friolera de casi 65.000 euros, lo que ni un chino en toda su vida; y por citar uno más, todo un ex jefe de la Casa Real y asesor privado de Felipe VI – Rafael Spottorno – que también se puso morado en restaurantes y tiendas caras y gastó la banda magnética de su tarjeta de tanto meterla y sacarla de los cajeros automáticos de los que extrajo casi 52.000 euros en fajos de 500 y 600 cada vez, probablemente para propinas en los selectos lugares que frecuentaba. 

Y así hasta 86 ex directivos y ex consejeros de Caja Madrid de todos los partidos, de los sindicatos y de la patronal. Rectifico: no todos hicieron uso de esa tarjeta con la alegría de la mayoría: cuatro almas cándidas, de las que posiblemente se esté partiendo de risa el resto de compadres, no gastaron un solo euro y uno sólo se gastó 100 euros, seguramente para gasolina. Los cinco merecen un monumento frente a las Torres Kío de Madrid que ahora sabemos que no están inclinadas porque las proyectara así un arquitecto en un momento de alucinación, sino porque los pata negra de la tarjeta fantasma les estaban corroyendo los cimientos como las termitas. 

Diez de ellos han dimitido de sus cargos y algunos hasta han tenido la mínima decencia de devolver el dinero que habían trincado a Caja Madrid. Entre ellos está Rato, del que se sospecha que recibió un conveniente soplo de su amigo Luis de Guindos para que devolviera la pasta gansa gastada con la tarjeta antes de que la Justicia se le echara encima. A de Guindos le preguntaron el otro día por eso y aunque me dio la sensación de que se ponía un poco colorado salió al paso espetándole a los periodistas que no estaba dispuesto a entrar en “asuntos privados”. ¿Asuntos privados? ¿De quién? 

Sin embargo, la inmensa mayoría de los tarjeteros continúa atrincherada esperando a que escampe y otros, como el inefable presidente de la patronal madrileña, Arturo Fernández, se hace el inocente y dice que a él nadie le explicó nunca que el dinero de la tarjeta no caía del cielo como el maná. Lo mismo debió pensar Miguel Blesa, a pesar de haber compartido pupitre con Aznar cuando ambos estudiaban para inspectores de Hacienda. Por no citar a todo un ex Secretario de Estado de Hacienda como Estanislao Rodríguez - Ponga, que de estas cosas seguramente tampoco tiene ni idea a pesar de ser también Inspector de la Agencia Tributaria como Blesa. Una Agencia Tributaria que ahora se pone digna e investigadora pero que cuando en 2007 supo del desmadre de las tarjetas no hizo absolutamente nada para ponerle fin. 

Blesa, su mano derecha Ildefonso Sánchez Barcoj – que tampoco se quedó atrás en el deporte del robo a cara descubierta - y Rato tendrán que declarar el jueves como imputados ante el juez Andreu, que acaba de abrir una pieza separada del “caso Bankia”. Lo que no me explico es porque sólo han sido imputados estos tres mosqueteros del sablazo y no el ejército entero de roedores como no sea porque el juez vea en ellos a los ideólogos y urdidores del montaje de las tarjetas con el fin de ganarse el favor del resto de los directivos y consejeros untados con tan apetitoso e irresisible regalo. Sí espero que Andreu sea prudente y no se le ocurra mandar a la trena a estos tres próceres nacionales del dinero de plástico con cargo a los clientes de Caja Madrid. 

Supongo que el magistrado habrá entendido el mensaje que esta misma semana acaba de enviar el Tribunal Superior de Justicia de Madrid al condenar al juez Elpidio José Silva a 17 años de inhabilitación. Silva, que ha cumplido ya los 55 años, puede dar por terminada su carrera judicial y todo por atreverse a meter dos veces entre rejas al pobre Miguel Blesa. 

Mientras, seguimos esperando a ver si con un poco de suerte el juicio contra Luis Bárcenas o la depuración de responsabilidades por el otro robo de Blesa y los suyos, el de las preferentes, tiene lugar en alguna fecha próxima a las calendas griegas. Aunque quien diga que la justicia española es lenta no sabe de lo que habla: para jubilar a Silva de la magistratura sólo han hecho falta unos pocos meses y en una sentencia express se le ha enseñado el camino de casa con el fin de que tenga tiempo suficiente para escribir toda una saga literaria sobre el desahucio de la justicia en España. Y es que si hablamos de Justicia en este país, la velocidad pasa a ser sólo un concepto muy relativo: a unos los atropella sin frenar y a otros les cede el paso con educación, máxime si van cargando a hombros con la caja fuerte. 

Ébola: a peor la mejoría

Estamos muy alarmados en España por el contagio de Teresa Romero, la auxiliar de enfermería infectada por ébola y cuyo estado de salud ha empeorado en las últimas horas. Pero no sólo estamos alarmados, estamos también cada vez más estupefactos e indignados ante la desastrosa gestión política de esta crisis sanitaria y ante la cadena de despropósitos y fallos de un protocolo que más que de seguridad ha sido de absoluta inseguridad. Si a eso le unimos las incalificables declaraciones del consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid acusando a la auxiliar de enfermería de mentir o diciendo que para colocarse uno de los trajes de seguridad no hace falta realizar un máster, la indignación casi no tiene límites. 

La alarma, el asombro y la indignación son reacciones naturales en una ciudadanía que se siente absolutamente huérfana de información por parte de quienes, en lugar de esconderse detrás de los expertos, tienen que dar la cara y afrontar sus responsabilidades. Se supone que esa es una obligación de la ministra Mato, pero desde el lunes por la tarde – y han pasado ya tres días – nada más ha vuelto a decir que merezca la pena comentar sobre una de las peores situaciones de sanidad pública que ha vivido nuestro país en muchos años. Blindada a cal y canto por el presidente Rajoy, Mato continúa al frente de un ministerio estratégico para cualquier país que a todas luces le queda demasiado grande ante su más que demostrada incapacidad para gestionar los intereses públicos, aunque tal vez no para los privados. 

Ni están de más los mensajes de prudencia pero las informaciones sobre los errores del protocolo y las negligencias de quienes estaban obligados a hacerlo cumplir solo abonan el terreno para la especulación y la pérdida de confianza – si es que quedaba alguna – en los responsables de gestionar esta crisis y, lo que es peor, en el sistema sanitario de este país. Mato no debe permanecer ni un minuto más al frente de Sanidad: la gestión de esta crisis debe asumirla directamente el presidente. Rajoy tiene ya que dejar de decir estupideces como que “todos los líderes europeos han alabado lo bien que lo está haciendo España” o que Mato es ministra porque cuenta con su apoyo. 

Lo que tiene que hacer es remangarse, quitarse su permanente traje de seguridad ante los medios y ante la sociedad y ponerse la ropa de faena, dar la cara ante los españoles y explicar qué está pasando y por qué ha pasado lo que ha pasado, sin medias tintas, sin plasmas, a tumba abierta y caiga quien caiga. Con ser lo más importante en estos momentos, no solo está en juego la vida de una auxiliar de enfermería, está en juego la salud de las personas con las que se le permitió mantener contacto a pesar de presentar síntomas de la enfermedad, está en juego la credibilidad y la confianza en la sanidad pública de este país y está en juego algo tan valioso como la salud pública de la población. No son cuestiones menores para despachar con absurdas declaraciones como las que acostumbra a hacer el presidente cuando pintan bastos, sino un asunto de una indudable gravedad que puede traspasar incluso nuestras fronteras. 

Volviendo al principio, es lógico que la sociedad española esté alarmada e indignada por lo que ocurre con este caso de ébola. Tal vez las cosas serían distintas si como sociedad nos hubiéramos interesado de verdad por la situación en los países africanos como Liberia, Sierra Leona o Guinea Conakry en los que cada hora se producen tres nuevos contagios, en donde son cerca de 4.000 las víctimas mortales del ébola y más de 8.000 los infectados. Tendríamos que haber exigido al Gobierno que colaborara con estos países en lugar de repatriar misioneros enfermos para atenderlos en un país en donde ha quedado demostrado que los protocolos de seguridad son una filfa y el personal sanitario apenas ha recibido entrenamiento. 

Ahora y siguiendo los pasos de Estados Unidos o el Reino Unido se anuncia que en breve se enviará una unidad militar con base en Canarias a Guinea Conakry cuyo objetivo será el transporte de material sanitario. No son soldados lo que necesitan estos países, sino sanitarios experimentados como los de la organización Médicos Sin Fronteras, cuyo ofrecimiento para colaborar rechazó con displicencia el Gobierno español. Mientras el sordo mundo occidental siga mirándose su ombligo y pensando que los problemas de los africanos no son también sus problemas, no habremos avanzado absolutamente nada. 

Como no cambiemos radical y urgentemente el rumbo, gastaremos miles de millones de euros en atajar en casa un problema que debió haberse combatido desde el principio en los países en los que surgió y se extendió hasta alcanzar niveles epidémicos. El coste en vidas humanas habría sido infinitamente menor y en recursos económicos también. En definitiva, lo que nos está pasando ahora no es otra cosa que la penitencia por nuestro desinterés y el de nuestros gobiernos ante una realidad que no vemos porque nos resulta incómoda o simplemente porque creemos que nada tiene que ver con nosotros. A la vista está que tiene mucho que ver.

Ébola, un desastre sin paliativos

Pasan los minutos, las horas y los días y no se aprecia vida inteligente en el Gobierno español tras el caso de contagio de ébola en nuestro país. El presidente Rajoy y su incombustible ministra Ana Mato han pedido esta mañana al unísono que se deje trabajar a los “expertos” y se aparque cualquier veleidad de pedir dimisiones. Rápidamente han olvidado que el propio Rajoy, Mato, Cospedal y otros dirigentes y cargos públicos del PP pidieron la cabeza de Carme Chacón, entonces ministra de Defensa, tras la detección de un brote de gripe A en un cuartel militar. Ahora nos piden que dejemos a los “expertos” para que hagan su trabajo pero no nos aclaran ni quiénes son los expertos ni en qué consiste exactamente el trabajo. Y mientras Rajoy se va a Milán a participar en una enésima e inútil cumbre europea sobre empleo, Mato se queda escondida en Madrid a resguardo de preguntas incómodas. 

De manera que, ante la falta de información oficial, no nos queda a los ciudadanos otra solución que intentar mantener la calma y seguir la evolución de los acontecimientos a través de los medios de comunicación intentando separar las informaciones veraces del amarillismo sensacionalista y de las redes sociales plagadas de disparates. En declaraciones a EL PAÍS, la auxiliar de enfermería contagiada del ébola admite que tal vez pudo haberse tocado la cara con los guantes del traje de protección tras atender al sacerdote García Viejo. Es una posibilidad plausible de la fuente del contagio pero no aclara ni de lejos la cadena de fallos que parecen afectar al ya famoso protocolo de seguridad que, a la vista de los hechos, no era tan seguro como Ana Mato nos quiere aún hacer creer. 

Pero que no esperen ni Mato ni la Comunidad de Madrid que estas palabras de la auxiliar de enfermería serán la puerta por la que podrán escapar a sus responsabilidades y achacar todo el problema a un error humano para pasar página como si aquí no hubiera pasado nada. Lo que en realidad demuestran esas declaraciones es que el protocolo en cuestión falló y no solo una vez. Por ejemplo, cuando la auxiliar de enfermería se quitó el traje de protección otro sanitario debía haber estado presente para evitar precisamente que se tocara la piel. ¿Lo estuvo? No lo sabemos. También seguimos sin saber las razones por las que no se le hizo un seguimiento estricto a la auxiliar de enfermería desde que concluyó su trabajo con el sacerdote fallecido y por qué no se le practicaron las pruebas del ébola desde el momento mismo en el que manifestó tener décimas de fiebre. 

¿No sabían acaso los responsables sanitarios que la profesional había atendido a un enfermo de ébola y que tenían obligación de vigilarla estrechamente por si presentaba algún síntoma sospechoso? En total se dejó pasar entre una semana y diez días – tampoco esto está claro – en los que esta mujer entró en contacto con su marido, sus vecinos ahora alarmados ante la falta de información, sus compañeros de trabajo y hasta miles de personas con las que concurrió a unas oposiciones cuando ya se sentía mal. Si eso no se llama absoluta negligencia incluso criminal por parte de los responsables de controlar de cerca al equipo sanitario que había atendido al misionero García Viejo no se me ocurre otra manera de calificarla. 

Y por sí aún faltaba algo para convertir la gestión de este asunto en un desastre sin paliativos, también se ha sabido hoy que la propia auxiliar de enfermería se enteró por los medios de comunicación de que había contraído el ébola. Todos estos extremos, así como las carencias de información y formación para atender casos de ébola de las que se quejan los profesionales sanitarios, son los que siguen sin aclarar Ana Mato y la Comunidad de Madrid, que ahora parecen a punto de caer en la tentación de pasarse mutuamente la responsabilidad de lo ocurrido y como se suele decir vulgarmente echarle la culpa al muerto, es decir, al misionero con ébola repatriado desde Sierra Leona. Más allá de que se pueda debatir sobre si deben o no repatriarse a enfermos de ébola – Noruega acaba de repatriar a una cooperante infectada por el virus - cada vez parece más evidente que no fue el traslado a España de este paciente lo que ha creado esta situación. Otros países como Francia o Alemania han repatriado a compatriotas infectados y no ha pasado lo que en España. 

Las causas hay que buscarlas en una gestión sanitaria y política desastrosa en un país cuyo gobierno desprecia lo público – incluida la sanidad - y hace todo lo posible y lo imposible por desmantelarlo. Las causas – como diría Aznar – no hay que buscarlas en desiertos lejanos ni en selvas africanas sino mucho más cerca de casa, en responsables políticos como Ana Mato o como Mariano Rajoy que ante la peor crisis sanitaria de la historia reciente de este país ni informan a los ciudadanos con transparencia ni aceptan las críticas y la necesidad de depurar responsabilidades. Sólo se les ocurre a Rajoy y a Mato pedirnos que dejemos trabajar a los expertos, con lo cual lo único que cabe preguntarse es para qué demonios necesitamos al Gobierno.