Estamos muy alarmados en España por el contagio de Teresa Romero, la auxiliar de enfermería infectada por ébola y cuyo estado de salud ha empeorado en las últimas horas. Pero no sólo estamos alarmados, estamos también cada vez más estupefactos e indignados ante la desastrosa gestión política de esta crisis sanitaria y ante la cadena de despropósitos y fallos de un protocolo que más que de seguridad ha sido de absoluta inseguridad. Si a eso le unimos las incalificables declaraciones del consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid acusando a la auxiliar de enfermería de mentir o diciendo que para colocarse uno de los trajes de seguridad no hace falta realizar un máster, la indignación casi no tiene límites.
La alarma, el asombro y la indignación son reacciones naturales en una ciudadanía que se siente absolutamente huérfana de información por parte de quienes, en lugar de esconderse detrás de los expertos, tienen que dar la cara y afrontar sus responsabilidades. Se supone que esa es una obligación de la ministra Mato, pero desde el lunes por la tarde – y han pasado ya tres días – nada más ha vuelto a decir que merezca la pena comentar sobre una de las peores situaciones de sanidad pública que ha vivido nuestro país en muchos años. Blindada a cal y canto por el presidente Rajoy, Mato continúa al frente de un ministerio estratégico para cualquier país que a todas luces le queda demasiado grande ante su más que demostrada incapacidad para gestionar los intereses públicos, aunque tal vez no para los privados.
Ni están de más los mensajes de prudencia pero las informaciones sobre los errores del protocolo y las negligencias de quienes estaban obligados a hacerlo cumplir solo abonan el terreno para la especulación y la pérdida de confianza – si es que quedaba alguna – en los responsables de gestionar esta crisis y, lo que es peor, en el sistema sanitario de este país. Mato no debe permanecer ni un minuto más al frente de Sanidad: la gestión de esta crisis debe asumirla directamente el presidente. Rajoy tiene ya que dejar de decir estupideces como que “todos los líderes europeos han alabado lo bien que lo está haciendo España” o que Mato es ministra porque cuenta con su apoyo.
Lo que tiene que hacer es remangarse, quitarse su permanente traje de seguridad ante los medios y ante la sociedad y ponerse la ropa de faena, dar la cara ante los españoles y explicar qué está pasando y por qué ha pasado lo que ha pasado, sin medias tintas, sin plasmas, a tumba abierta y caiga quien caiga. Con ser lo más importante en estos momentos, no solo está en juego la vida de una auxiliar de enfermería, está en juego la salud de las personas con las que se le permitió mantener contacto a pesar de presentar síntomas de la enfermedad, está en juego la credibilidad y la confianza en la sanidad pública de este país y está en juego algo tan valioso como la salud pública de la población. No son cuestiones menores para despachar con absurdas declaraciones como las que acostumbra a hacer el presidente cuando pintan bastos, sino un asunto de una indudable gravedad que puede traspasar incluso nuestras fronteras.
Volviendo al principio, es lógico que la sociedad española esté alarmada e indignada por lo que ocurre con este caso de ébola. Tal vez las cosas serían distintas si como sociedad nos hubiéramos interesado de verdad por la situación en los países africanos como Liberia, Sierra Leona o Guinea Conakry en los que cada hora se producen tres nuevos contagios, en donde son cerca de 4.000 las víctimas mortales del ébola y más de 8.000 los infectados. Tendríamos que haber exigido al Gobierno que colaborara con estos países en lugar de repatriar misioneros enfermos para atenderlos en un país en donde ha quedado demostrado que los protocolos de seguridad son una filfa y el personal sanitario apenas ha recibido entrenamiento.
Ahora y siguiendo los pasos de Estados Unidos o el Reino Unido se anuncia que en breve se enviará una unidad militar con base en Canarias a Guinea Conakry cuyo objetivo será el transporte de material sanitario. No son soldados lo que necesitan estos países, sino sanitarios experimentados como los de la organización Médicos Sin Fronteras, cuyo ofrecimiento para colaborar rechazó con displicencia el Gobierno español. Mientras el sordo mundo occidental siga mirándose su ombligo y pensando que los problemas de los africanos no son también sus problemas, no habremos avanzado absolutamente nada.
Como no cambiemos radical y urgentemente el rumbo, gastaremos miles de millones de euros en atajar en casa un problema que debió haberse combatido desde el principio en los países en los que surgió y se extendió hasta alcanzar niveles epidémicos. El coste en vidas humanas habría sido infinitamente menor y en recursos económicos también. En definitiva, lo que nos está pasando ahora no es otra cosa que la penitencia por nuestro desinterés y el de nuestros gobiernos ante una realidad que no vemos porque nos resulta incómoda o simplemente porque creemos que nada tiene que ver con nosotros. A la vista está que tiene mucho que ver.
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