Parafraseo en el título un poema de
Blas de Otero que he recordado cuando pensaba en cómo iniciar este
artículo: "Si he perdido la vida, el tiempo / todo lo tiré como un anillo al agua./Si he perdido la voz en la maleza,/ me queda la palabra.
La palabra nos humaniza porque nos diferencia del resto de los animales al tiempo que nos dota de una herramienta con un poder inigualable. Aunque perdamos todo lo demás, mientras nos quede la palabra conservaremos la condición humana. En la Grecia clásica, de cuya cultura seguimos siendo deudores, aunque la mayoría de nuestra sociedad lo ignore o lo desprecie, la palabra integra un concepto mucho más amplio que incluye también el pensamiento y la razón: el logos.
La palabra nos humaniza porque nos diferencia del resto de los animales al tiempo que nos dota de una herramienta con un poder inigualable. Aunque perdamos todo lo demás, mientras nos quede la palabra conservaremos la condición humana. En la Grecia clásica, de cuya cultura seguimos siendo deudores, aunque la mayoría de nuestra sociedad lo ignore o lo desprecie, la palabra integra un concepto mucho más amplio que incluye también el pensamiento y la razón: el logos.
En realidad estamos ante diferentes
manifestaciones de una misma idea, la capacidad humana para el
pensamiento racional y su comunicación mediante la palabra escrita o
hablada. Si la palabra fuera solo una herramienta para satisfacer
nuestras necesidades primarias – aunque también sirva a ese fin –
su función no se diferenciaría demasiado del lenguaje de otros
animales. La diferencia radical es la capacidad de transmitir con
palabras ideas y conceptos abstractos con los que buscamos convencer,
disuadir, entusiasmar o emocionar a quienes nos escuchan. En las
palabras viajan miedos y esperanzas, tristezas y alegrías,
proyectos e intereses; en definitiva nuestra percepción de una
realidad de la que queremos que nuestros oyentes sean en alguna
medida copartícipes.
Al transmitir así nuestra cosmovisión
nos abrimos también a recibir la de los demás, generando un
complejo proceso de comunicación de ida y vuelta característico de
las relaciones humanas. En ese proceso la palabra puede ser tanto una
poderosa herramienta de libertad como de esclavitud en el sentido
moral y ético de este término. “Somos esclavos de nuestras
palabras y dueños de nuestros silencios”, dice un antiguo
proverbio. Porque de la palabra nacen las más nobles y elevadas
aspiraciones del ser humano pero también las más viles y ruines; la
palabra sirvió a la causa de la Revolución Francesa pero también a
la del nazismo; ha peleado por la razón y la justicia contra la
sinrazón de la esclavitud y ha justificado las atrocidades de los
campos de exterminio. Con sus dos caras según el uso con el que se
emplee, la palabra es con diferencia el arma más poderosa de los
seres humanos para bien y para mal, para el avance hacia un mundo
mejor o para la regresión.
Todo cambia, también la palabra
Tengo la inquietante sensación de que
avanzamos rumbo a una sociedad cada día más ágrafa e incapaz de
ponderar el peso, el valor y el poder de la palabra. En la era de las
tecnologías de la información, la palabra padece una profunda
transformación de consecuencias aún imprevisibles para la
comunicación humana. Los mensajes sincopados en las redes sociales
están empobreciendo el proceso de la comunicación que ya se
desarrolla en buena medida en ese tipo de ámbitos en detrimento de
otros canales. Pareciera como si ya solo fuéramos capaces de
transmitir gran parte de nuestros pensamientos o estados de ánimo a
través de mensajes breves y emoticonos, convencidos de que al
hacerlo en redes encontraremos un eco mayor cuando en realidad solo
contribuimos a generar más ruido y a aislarnos más de nuestros
semejantes.
Los usuarios de las redes somos
invitados a intentar transmitir en unos pocos caracteres ideas
complejas y apoyarlas en todo caso con algunos emoticonos
estandarizados que a duras penas pueden reflejar los matices del
pensamiento y las emociones: no hay espacio para la reflexión, el
matiz o la duda que solo la palabra hablada o escrita sin
limitaciones artificiales puede reflejar. En resumen, se nos empuja a
ser usuarios compulsivos de redes en las que es imposible la
reflexión o el debate, las grandes virtudes de la palabra tal y como
la concebían los griegos.
Soy periodista radiofónico, por lo que
la palabra ha sido necesariamente mi principal herramienta de
trabajo. Bastantes años después de haber dado los primeros pasos en
este medio, mi respeto por la palabra no ha dejado de crecer. Estoy
convencido de que una vida entera no es suficiente para desentrañar
todos los secretos y posibilidades de la palabra escrita o hablada,
como es mi caso. No me refiero solo a los aspectos formales
(gramática, sintaxis), conjunto de reglas que es imprescindible
respetar y manejar con una cierta solvencia para conseguir una
comunicación eficaz. Hablo sobre todo de una serie de aspectos mucho
más sutiles que tienen que ver con el sentido y la intencionalidad
consciente o inconsciente en el empleo de las palabras.
La palabra, medio y fin
Me sorprendo cada día descubriendo
nuevos matices en la entonación o en el ritmo de las frases; percibo
posibilidades nuevas en una inflexión de la voz, en una parada
enfática o en un sesgo irónico. Soy consciente de transmitir de una
manera más o menos explícita mi visión de la realidad o mi estado
de ánimo. No creo en el lenguaje neutro e impersonal y veo imposible
que el uso de determinadas palabras en lugar de otras o la fuerza y
el acento con la que se pronuncian no denoten de algún modo el
pensamiento de quien las emplea. Si se me permite el símil, creo que
la palabra es como el cincel del escultor que se expresa a través de
la obra que esculpe: los humanos damos forma a nuestro mundo y le
conferimos orden y sentido con palabras al igual que el escultor
organiza y modela el suyo a golpe de cincel.
Sería una locura por mi parte
atreverme a predecir el futuro de la palabra pero lo que percibo me
intranquiliza. Doy por hecho que la necesidad de comunicación de la
especie humana a través de esa herramienta única no podrá
desaparecer porque sería como si la propia especie perdiera su
característica más definitoria. Cuestión diferente es la calidad y
la profundidad de esa comunicación, si es algo más que una serie de
espasmódicos mensajes en medio de un océano inabarcable de mensajes
similares o es un intercambio razonablemente fluido de pensamientos,
experiencias y estados de ánimo.
No es mi intención restarle ni un
gramo de importancia al avance que han supuesto las redes para la
transmisión de noticias casi en tiempo real; no es imposible, aunque
no frecuente, encontrar reflexiones breves pero con enjundia o
análisis certeros de la realidad, capaces de decir más en unos
pocos caracteres que en unos cuantos folios. Las redes nos acercan de
forma instantánea las reacciones y valoraciones de la gente
corriente ante todo tipo de acontecimientos públicos de
trascendencia social, aunque también suelen ser el vehículo de la
banalidad o la trivialidad más absolutas. Es precisamente la
tentación de reaccionar a toda prisa y hacerlo con las entrañas
antes que con la razón la que genera climas por momentos
irrespirables y cargados de una inusitada violencia verbal. Al mismo
tiempo, los bulos y las noticias falsas que circulan en las redes se
han convertido en una seria preocupación política por la capacidad
desestabilizadora que tienen para el sistema democrático.
El panorama de la palabra
Lo que tenemos ante nosotros es una
comunicación cada vez más atomizada, plana y atenta sobre todo a
provocar el efecto inmediato sobre el receptor: que esos mensajes
sean ignorados por la red o que nadie o muy pocos nos respalden con
comentarios o “me gusta” decepciona y hasta genera problemas de
ansiedad y aislamiento entre los jóvenes nativos digitales, a
quienes parece como si les costara imaginar formas distintas de
comunicación.
Reducir cada vez más la comunicación
al estrecho marco que nos impone el imperio de las redes, es
renunciar al universo infinito de posibilidades que nos ofrece la
palabra como vehículo insustituible para interactuar socialmente,
con toda la flexibilidad y la riqueza de matices que un mensaje de
unos cuantos caracteres nunca podrá lograr por muchos emoticonos que
lo acompañen. No permitamos que nos roben la palabra viva y rica que
nos define como seres racionales, aprendamos a amarla, a respetarla y
no nos rindamos nunca ante la engañosa facilidad de comunicación
que nos ofrecen las redes, lo cual no implica actuar como si no
existieran o no constituyeran un fenómeno social con el que hay que
contar. Pero ante todo, no perdamos la palabra y nuestro contacto
cotidiano vivo y profundo con ella porque entonces estaremos en
trance de haberlo perdido todo.
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