Un galdosiano menos

Si fuera o me considerara galdosiano tendría que ponerme ya a escribir mi correspondiente artículo antes de que termine el centenario del fallecimiento del insigne literato canario. No debería ser yo menos que tantos como estos días echan su cuarto a espadas en defensa o detrimento de Galdós, aunque en su placentera vida literaria anterior no se les conozca una sola línea sobre si el homenajeado novelista era un pelmazo insufrible o el segundo Cervantes patrio. Por tanto, aclaro antes de continuar que no soy galdosiano aunque sí lector de Galdós. Lo digo porque, aunque parezca que lo segundo debe ser la condición para lo primero, no siempre ocurre así. De hecho empiezo a sospechar que el número de galdosianos sobrevenidos con motivo del centenario ya gana por goleada a los simples mortales que leen o han leído a Galdós en algún momento de sus simples vidas.

Yo soy uno de esos simples mortales y ni tan siquiera puedo decir en mi descargo que empecé a leer a Galdós antes de decir ta-tá o desde que llevaba pantalón corto. Mi acercamiento a la obra galdosiana fue mucho más tardío, esporádico y asilvestrado, así que no tengo nada de lo que presumir por ese lado: ahora una obra de teatro, dentro de un año una novela y alguna vez que otra un episodio nacional. Y pare usted de contar, salvo que añada que de chico escuché en Radio Nacional lo que entonces me pareció una magnífica dramatización de los Episodios Nacionales y aprendí a solidarizarme con las penas y aventuras de Gabriel de Araceli.

La forma y el fondo

Si me preguntan si me gusta el estilo galdosiano no diría ni sí ni no sin dudarlo un segundo, aunque ese criterio lo suelo aplicar a cualquier escritor cuya obra caiga en mis manos: siempre hay aspectos con los que disfruto y otros con los que más bien me aburro, me fatigo o me irrito y en Galdós encuentro de todo esto en abundantes cantidades. Advierto de que si no quiero pasar por galdosiano menos quisiera parecer crítico literario, hablo solo desde el punto de vista de un lector que lee mucho y que, como cualquier otro en su lugar, tiene sus gustos y sus fobias. De Galdós valoro ante todo su portentosa capacidad para definir caracteres humanos y dotarlos de vida propia, tanto por la descripción física como por la moral, coronada siempre con el lenguaje adecuado para cada personaje real o ficticio.


Los chispeantes diálogos galdosianos - mero costumbrismo para los más puristas -  denotan un profundo conocimiento de las expresiones lingüísticas de los grupos sociales de la época, así como una suerte de ternura que Galdós no niega ni siquiera a algunos de sus personajes más abyectos: en todos encuentra siempre un resquicio, por pequeño que sea, que impide la condena total e inapelable. Pero tengo para mí que Galdós se dejaba llevar por los gustos de su tiempo y era un sentimental incorregible al que le apasionaban las largas escenas folletinescas, capaces de poner a prueba la paciencia del lector más curtido.

Con todo, no es tanto el estilo galdosiano lo que más me interesa de su obra: cuando leo a Galdós busco sobre todo el espíritu ético y moral que anima toda su creación literaria, me intereso por su visión de la España de su tiempo, sus atrasos y problemas seculares. Ese es el Galdós que más me atrae con permiso de Javier Cercas, para quien un escritor debería refugiarse en una suerte de torre de marfil y abstenerse de cualquier compromiso con la realidad de su tiempo. El autor canario no hace nada de eso, al contrario, se remanga y se mete en el barro: arremete contra una España plagada de frailes, monjas, curas, nobles decadentes, traidores, afrancesados, reyes felones y espadones. Deplora el atraso del país, el uso de las instituciones para el lucro personal y la prebenda de por vida, la conspiración constante, la traición, la falta de ética y de moral entre quienes deberían dar ejemplo.

Galdós puso una mirada mordaz y ética sobre una España que perdió el tren del siglo XIX en mil y una batallas estériles, atrapada entre un pasado de grandeza marchita y un presente de miseria moral y material.  En ese ambiente surgen con inusitado vigor moral los personajes más nobles de Galdós que generalmente son sencillos ciudadanos de a pie, como el que protagoniza la primera serie de sus Episodios Nacionales. Ellos son para Galdós los llamados a regenerar un país casi analfabeto, sumido en el oscurantismo de las sacristías, las covachuelas de los intrigantes y los salones de palacio a los que se acudía a pedir prebendas y canonjías a la monarquía.

Galdós tampoco ha sido profeta en su tierra

Dicho todo lo anterior, solo me queda añadir que la llegada del centenario de la muerte de Galdós no ha producido en mí unas ansias locas de ponerme a leer su obra como si no hubiera un mañana u otras cosas que leer. Lo que sí  he hecho es imponerme como objetivo seguir leyendo a Galdós sin pausa pero sin prisa, más allá de modas literarias y polémicas más relacionadas con la búsqueda de notoriedad pública que con un interés sincero por la obra galdosiana. A mí, esto de los centenarios de escritores muertos, los nombramientos de hijos predilectos o adoptivos y los homenajes de políticos por lo general iletrados, siempre me han olido a sahumerio rancio y a destiempo. Siempre he creído que a quienes por su obra merezcan reconocimiento público y social se les debe brindar en vida y no un siglo después de su muerte.

Lo dice todo y demuestra que nadie es profeta en su tierra, que el ayuntamiento de la ciudad que lo vio nacer y el cabildo de la isla en la que Galdós dio los primeros pasos lo nombren ahora hijo adoptivo, buscando más el efecto propagandístico del centenario que un verdadero interés por difundir y divulgar la obra del homenajeado tan a destiempo. Desde 1920 a 2020 lo más que ha hecho el ayuntamiento por su hijo predilecto ha sido rotular una calle con su nombre y bautizar con personajes galdosianos las calles de un barrio periférico. Algo más activo ha sido el cabildo con la apertura del museo y biblioteca en la casa natal de Galdós y la puesta en marcha en 1995 de una cátedra galdosiana en colaboración con la ULPGC dirigida - esta vez sí - por una verdadera galdosiana,  la investigadora que seguramente más sabe de la vida y obra de Galdós, la profesora Yolanda Arencibia.

Mi modesta recomendación es que ignoremos olímpicamente polémicas de campanario y leamos a Galdós sin elevarlo a lo más alto de los altares ni despeñarlo al fondo de los abismos literarios. Fue hijo de un tiempo del que nos ha dejado un retrato de España que en no pocos aspectos sigue vigente cien años después de su muerte, por más que a algunos parezca pesarle aún.

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