Dice el CIS – sí, el de Tezanos – que los españoles estamos hasta la coronilla de la crispación política: ocho de cada diez nos declaramos hondamente preocupados, 9 de cada diez queremos que los partidos se pongan de acuerdo en algo que no sea repartirse los cargos públicos y seis de cada diez creemos que son precisamente ellos, los políticos, los que se pirran por una buena bronca en la plaza pública. Aunque unos más que otros, porque también dice la encuesta de marras que son el PSOE y Vox los que más hacen por la causa crispadora, a mucha distancia del PP y Podemos. Si Tezanos lo dice, quién soy yo para contrariar a un sondeador de su probada independencia y nivel de aciertos. Sin embargo, a mí todo esto me escama mucho habida cuenta de que los políticos españoles tienen una larga tradición en la práctica de la filosofía Zen y el buen rollito, evitan a toda costa poner como chupa de dómine a sus adversarios y son unos rendidos admiradores de las somnolientas democracias escandinavas. Lo que parece claro es que, si los políticos crispan tanto como dice el CIS que dicen los ciudadanos, estos, por el contrario, están más aletargados que nunca. ¿Y el Gobierno? ¿No crispa también el Gobierno? Algo no cuadra aquí.
Alberto di Lolli |
El arte de tocar las narices siempre y por todo
Primero deberíamos ponernos de acuerdo sobre el significado de “crispación”, porque aquí cada cual usa el término para asar su sardina. Si tiramos de Academia, “crispar” es, según el DRAE, “irritar o exasperar a alguien”. Hay quien define “crispación” como el desacuerdo permanente y sistemático sobre las iniciativas, propuestas, gestos, actuaciones o decisiones del otro, presentados desde la otra parte como un cambio espurio de las reglas del juego, incompetencia, electoralismo, carencia de proyecto, corrupción, etc., etc. Hablando en plata y por lo llano, crispar viene a ser tocarle las narices por cualquier motivo y en todo momento al contrario político, todo ello con el único fin de que no decaiga la tensión social y que los respectivos hooligans tengan carnaza de la que alimentarse. Vista así, crispación y polarización son términos intercambiables y equivalentes.
Este problema no es nuevo en las democracias ni exclusivo de nuestro país. En esto España no es diferente de Italia, Francia o el Reino Unido, aunque, a ojos de la ciudadanía, aquí la dolencia parece que se ha agravado más rápido según las encuestas. Entre los analistas hay coincidencia en que el punto de inflexión fue la aparición de Podemos y poco después de Vox como su contraparte. En un ambiente crispado o polarizado, alimentado desde las redes y los medios, el diálogo y el compromiso se cotizan cada vez más caros por miedo a perder votos, la democracia se bloquea, las instituciones se desprestigian y la desafección ciudadana crece.
"La aparición de Podemos y Vox marcan un antes y un después en la crispación en España"
Del mismo modo se exaltan las emociones, se avientan las teorías de la conspiración y se cultiva la llamada “moral del asco”, que prescinde de la argumentación y reduce al máximo el espacio para el diálogo y el acuerdo. El partido, la ideología, el territorio, el feminismo, la corrupción, la inmigración, la pandemia, la economía, la monarquía, la Guerra Civil, el franquismo y hasta el Festival de Eurovisión: todo vale para polarizar o crispar, a veces también para desviar la atención, haciendo que los votantes fieles se sientan cada vez más aislados e incluso enfrentados a quienes no comparten sus puntos de vista: o conmigo o contra mí, no hay término medio ni espacio para la discrepancia. El viejo Torquemada habría disfrutado de lo lindo en la España de hoy.
El comodín de la crispación para silenciar al adversario
Pero deplorar la crispación como un mal para la democracia no debe impedirnos ver el uso torticero que se hace del término para intentar acallar las críticas legítimas de los adversarios, con el mal disimulado objetivo de imponer el discurso oficial. En esto son maestros el presidente del Gobierno y su nutrida legión de cortesanos, a los que se les llena la boca de diálogo y sentido de Estado al tiempo que acusan de antidemócratas y fachas a los que se atreven a ponerle peros a las decisiones gubernamentales. Puestos a crispar que tire la primera piedra quien esté libre de culpa: la oposición no suele pecar por defecto sino todo lo contrario, pero el Gobierno, sus socios y sus voceros más manporreros tampoco son mancos, aunque ante la opinión pública aparezcan como inocentes corderos que no han roto un plato.
"No hay democracia sin crispación, el problema surge cuando se cruzan todas las líneas rojas"
Sin que esto suponga justificar la polarización de la vida pública, la democracia es un sistema político basado en la competencia por el poder de acuerdo con un marco normativo aceptado por la mayoría. Lo lógico y consustancial a un sistema de esas características es que se produzca un cierto grado de tensión entre los actores políticos que inevitablemente trasciende a la ciudadanía. La ausencia de enfrentamientos y controversias en defensa de los respectivos planteamientos y puntos de vista no sería precisamente síntoma de buena salud democrática, sino de todo lo contrario. En España todos conocemos desde hace mucho el significado de la expresión “la paz de los cementerios” y no creo que la mayoría la prefiriera a un poco de ruido político.
El problema surge cuando ese ruido se vuelve escandalera y se traspasan todas las líneas rojas del respeto a la verdad, al adversario y a las instituciones en las que se sustenta la democracia. Por desgracia, en España esa situación se produce con una frecuencia cada vez mayor, tanto en el Parlamento como fuera de él en las redes o en los medios. La crispación se ha convertido en un modus operandi muy poco democrático de hacer política y de que eso ocurra son responsables todos o casi todos los partidos y todos o casi todos los políticos en mayor o menor medida. Es mayor si cabe la responsabilidad del Gobierno, sobre el cual recae el deber de separar sus obligaciones institucionales del discurso de los partidos que lo sustentan, en lugar de esconderse tras la crispación para anatemizar las críticas y actuar como aquel que iba con la cruz en el pecho y el diablo en los hechos.
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