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La democracia no habla ruso

Las relaciones entre Estados Unidos y Rusia, siempre complejas y difíciles, se han vuelto a tensar ante la posibilidad de una nueva invasión rusa de Ucrania. Las noticias sobre la concentración de tropas rusas en la frontera entre ambos países no auguran nada bueno y recuerdan mucho a lo ocurrido en 2014. Con ese telón de fondo se acaba de celebrar la primera Cumbre de la Democracia, un evento convocado por Joe Biden en el que han participado virtualmente un centenar de países. Entre los invitados no han estado Rusia, China, Hungría o Turquía, pero sí Taiwan, Brasil o Polonia. La lista de invitados y excluidos choca de frente con algunos de los mensajes lanzados por el propio Biden en la primera jornada de la Cumbre: "La democracia necesita defensores", dijo el presidente estadounidense ante mandatarios en cuyos países la democracia está como mínimo en cuarentena cuando no en derribo. Como era de esperar, rusos y chinos se lo han tomado a mal y, no faltos de algo de razón, han acusado a Estados Unidos de repartir certificados de democracia según sus intereses geoestratégicos. 

EFE

Una cumbre para hacer amigos

Los observadores de la actualidad internacional se han preguntado por el sentido y la utilidad de esta cumbre, sin más objetivos conocidos que el de celebrar otra el año que viene para estudiar los "informes" elaborados a raíz de la primera. Que más de un centenar de líderes mundiales dediquen tiempo y esfuerzo a hablar por hablar de por qué la democracia no pasa por sus mejores días, no parece de una gran ayuda para que vaya mejor. Sobre todo cuando, como en el caso del presidente español, se aprovecha la ocasión para presumir de lo que se carece. Según aseveró Sánchez en la cumbre, hay que promover la "participación política" de la ciudadanía y "la transparencia y la rendición de cuentas por parte de los responsables públicos", justo lo contrario de lo que es práctica habitual suya y de su gobierno.

Al margen de las inconsecuencias a las que ya nos tiene acostumbrados el presidente español, la convocatoria parece responder sobre todo a la necesidad de Biden de ir conformando un bloque de aliados ante la hipótesis de un conflicto con Rusia y China, algo que los analistas no creen improbable en un futuro tal vez no lejano. Una nueva invasión rusa de Ucrania supondría otro desafío para la OTAN, que es como decir para Estados Unidos, y para la Unión Europea, a la que Putin no le profesa precisamente mucha simpatía y a la que le interesa desestabilizar por todos los medios. Y todo esto con el gigante chino al acecho para tomar posiciones que favorezcan sus planes de expansión mundial a costa de Occidente. Dicho de otro modo, pareciera como si estuviéramos volviendo a los tiempos de la guerra fría de bloques mundiales bien definidos, antagónicos e irreconciliables. 

"En otro contexto internacional esta cumbre nunca se habría celebrado"

Dudo mucho que en un contexto internacional que no estuviera marcado por las tensiones con Rusia y China, Biden hubiera convocado una cumbre en la que probablemente haya sido la salud de la democracia global la menor de sus preocupaciones. De hecho, los índices de confianza en la democracia de su propio país y en muchas otras democracias occidentales no han dejado de descender en los últimos años; a su vez han ido en aumento los ciudadanos que viven en países democráticos pero ven con simpatía algunos regímenes autoritarios. Más allá de los tópicos que ha dado de sí la cumbre, no resulta muy creíble esta súbita preocupación de Biden y de los líderes mundiales participantes por la democracia ni por las causas por las que está fallando y los ciudadanos se están alejando cada vez más de la política. Entre otras cosas porque, en no pocos casos, esos mismos líderes puede que sean precisamente parte del problema en vez de la solución.

La autocracia rusa

Mientras China no se ha molestado nunca en ocultar su condición de dictadura comunista combinada con un feroz capitalismo de estado, Putin intenta en vano hacer creer que no es un autócrata que elimina o encarcela opositores, controla en su beneficio los procesos electorales y maneja a placer los medios de comunicación. Sin embargo, eso no le impidió a Pablo Iglesias, seguramente traicionado por el subconsciente, darle en su día la razón al gobierno ruso cuando se permitió comparar el encarcelamiento del líder opositor Alexéi Navaltny con el irreprochable proceso judicial seguido contra los independentistas catalanes. Perdería el tiempo quien intentara encontrar en el pensamiento político de Putin una brizna de respeto por la democracia representativa, de la que su país a duras penas mantiene las apariencias. Su ideólogo de cabecera es el oscuro pensador fascista ruso Iván Illyín (1883 - 1954), admirador de Hitler y de Mussolini, que abogaba por anteponer la voluntad y la fuerza al imperio de la razón y de la ley. No cabe imaginar nada más alejado de la democracia que esa forma de pensar.  

Putin traduce ese pensamiento ultraderechista en un liderazgo populista de comunión mística con el pueblo, la manipulación de la opinión pública y una actitud amenazante ante sus opositores y ante quienes discutan el derecho de Rusia a recuperar y a unir de nuevo bajo su égida los restos dispersos de la extinta Unión Soviética. En todo régimen autocrático o dictadura que se precie es obligatorio echar mano de un enemigo exterior al que responsabilizar de los problemas del país, que sirva además de coartada para justificar determinadas decisiones. Los enemigos exteriores preferidos de Putin para esos menesteres son los Estados Unidos, la OTAN o la Unión Europea y contra ellos dirige su arsenal mediático y, sobre todo, sus ataques cibernéticos y la propalación de bulos. No  resulta exagerado considerar al régimen ruso como el inventor de los bulos y las noticias falsas destinadas a desestabilizar a sus adversarios. En la mente de todos está, por ejemplo, lo ocurrido en las elecciones estadounidenses que dieron el triunfo a Trump, con el que no por casualidad Putin hacia tan buenas migas. 

"No es exagerado considerar al régimen ruso como el inventor de las noticias falsas"

La caída del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética despertaron en su día grandes dosis de esperanza en el avance de la democracia, pero la desilusión no tardó en llegar. El ascenso mundial del capitalismo de estado chino sin libertades y el régimen autocrático que se ha implantado en Rusia son hoy dos de las principales amenazas para un mundo más libre, democrático, justo y en paz. La posible invasión de Ucrania sería otro paso hacia un conflicto global que nos alejaría más de lo que ya estamos de ese objetivo. Reforzar la democracia mejorando y respetando el funcionamiento de las instituciones es crucial para responder al avance del autoritarismo y los populismos en todo el mundo. 

Pero no parece que la mejor forma de lograrlo sea convocando cumbres a la defensiva como ha hecho Biden, agobiado por los desafíos internacionales a los que se enfrenta su país. La clave está en identificar qué falla y aplicar remedios democráticos, alejados del populismo en boga, que contribuyan a recuperar la confianza en la democracia y la participación en la vida política de una ciudadanía informada de la que, en último extremo, dependerá que este sistema de gobierno sobreviva o se convierta en otra cosa. Timothy Snyder, catedrático de Historia en Yale, escribe en su libro "El camino hacia la no libertad", (Galaxia Gutenberg, 2018), en el que analiza a fondo el régimen de Putin,  que "a la hora de la verdad, la libertad depende de los ciudadanos capaces de distinguir entre lo que es verdad y lo que quieren oír. El autoritarismo no llega porque la gente lo quiere, sino porque pierde la capacidad de distinguir entre los hechos y los deseos". 

Democracia en retirada

La petición de vetar a periodistas incómodos que han hecho el PSOE y los partidos que apoyan al Gobierno es un preocupante síntoma más de los numerosos y graves problemas que aquejan a la democracia. Si entre los principios esenciales de este sistema de gobierno figuran en lo más alto el derecho a la información y la libertad de prensa, que esos partidos pretenden ahora poner a su servicio, no son menos cruciales el respeto a la Constitución, la obligación de rendir cuentas ante el parlamento, la transparencia en la gestión, evitar la polarización y buscar el acuerdo y no convertir las instituciones democráticas en campos de batalla política y agencias de colocación clientelar. Por desgracia, estos males son el pan de cada día de la democracia española y, aunque no sirve en absoluto de consuelo, aquejan también a otras democracias occidentales en mayor o menor medida. Ante ese estado de cosas, el pueblo soberano, al que los líderes cortejan en tiempo de elecciones para olvidarlo después hasta la siguiente cita electoral, cae en la apatía y en la desilusión y le da la espalda a la política, cada día más convencido de que le va quedando poco de soberano. Se abren así las puertas para que los populismos se apoderen de la democracia.

La democracia no ocurre por casualidad

Tendemos a pensar que vivir en democracia es lo natural y nos cuesta imaginar que las cosas también podrían ser de otra manera. Si  ahora que tanto se recurre a la "memoria histórica" con fines más bien espurios volviéramos la vista atrás, puede que nos sorprendiera descubrir que la democracia moderna es el sistema político más joven de cuantos ha conocido la humanidad. Entre la democracia de los antiguos griegos, que aparte del concepto y del nombre guarda poca relación con la actual, y el momento histórico en el que se vuelve a emplear la palabra, transcurrieron más de 2.000 años durante los cuales incluso el término desapareció del vocabulario de pensadores y gobernantes. 

En los poco más de dos siglos que tiene de edad el sistema político al que hoy llamamos democracia ha habido flujos y reflujos, avances y retrocesos y, en no pocas ocasiones, se ha terminado imponiendo el autoritarismo cuando no el totalitarismo puro y duro como ocurrió en el siglo XX con el nazismo, el fascismo y el comunismo con sus dramáticas consecuencias. Esta forma de gobierno nunca ha transitado por caminos de rosas, sino de peligros y acechanzas por su izquierda extrema y por su extrema derecha. Su propia naturaleza la hace inestable y vulnerable frente a sus enemigos, que los tiene y muchos, aunque prácticamente no haya hoy ningún país que no mencione la democracia en su constitución y ningún partido o movimiento político se atrevería a proclamar abiertamente que su objetivo es implantar una dictadura. 

"La democracia es un delicado y complejo mecanismo político que no estamos cuidando como es debido"

Convencidos de que a pesar de sus deficiencias y fallos vivimos no solo en el mejor de los sistemas políticos sino en el único posible, también somos proclives a olvidar que la democracia es un proceso histórico que como tal tuvo un principio y seguramente tendrá un final, como ocurrió con la monarquía absoluta de origen divino a la que desplazó. Aquel fue un sistema mucho más duradero, cuya desaparición nadie se habría atrevido a augurar en su día, hasta que las revoluciones norteamericana y francesa cambiaron las cosas para siempre. Sin embargo, la democracia tuvo que dar sus primeros pasos en la edad contemporánea entre el recelo e incluso el rechazo de los revolucionarios franceses y los padres constituyentes norteamericanos, que preferían utilizar el término "república". 

Nunca ha habido ni habrá una democracia perfecta

La democracia ha vivido y vivirá siempre sujeta a las contradicciones insalvables entre cómo nos gustaría que fuera y cómo es en la realidad. Si bien es cierto que una democracia perfecta no ha existido ni existirá nunca en ninguna parte, los pueblos y sus líderes que han sabido aprovechar la tensión permanente entre lo ideal y lo real para mejorarla han conseguido mayores cotas de libertad y bienestar; pero, cuando las contradicciones se vuelven insalvables y se desprecian los fundamentos que le dan sentido, la democracia enferma gravemente y aumenta el riesgo de quiebra política. Tenemos en nuestras manos un complejo y delicado mecanismo político que no estamos cuidando con el mimo que merece para que dure y mejore su funcionamiento, siempre perfectible aunque nunca perfecto. 

El declive que sufre la soberanía popular es uno de los aspectos más preocupantes de las democracias actuales. ¿Si el pueblo soberano es cada vez menos tenido en cuenta en la toma de decisiones que le afectan, a quién representan los que dicen ser sus representantes? El historiador Emilio Gentile asegura en uno de sus libros que la democracia representativa está siendo sustituida por "una democracia recitativa en la que los gobernantes expropian al pueblo de  su soberanía en el momento mismo en el que proclaman ser sus más genuinos y devotos representantes". Por su parte, el pueblo se aleja cada vez más de la política, a la que ve con indiferencia cuando no con desprecio. ¿Vamos camino de una democracia sin demosLos ciudadanos han sido reducidos a la condición de meros electores mientras los poderes no electos, que no están obligados a rendir cuentas, han ampliado sus márgenes de actuación. Por su  parte, los procesos electorales son cada vez más grandes espectáculos mediáticos que fomentan el personalismo y  se degrada la comunicación política con los ciudadanos. 

Malos tiempos para la democracia

La democracia atraviesa un periodo de retroceso envuelta en el pesimismo y la desafección ciudadana, unos síntomas que la crisis financiera y la pandemia de la COVID - 19 han agravado. El semanario británico The Economist publica anualmente un prestigioso índice sobre la calidad de la democracia en el mundo y la tendencia es preocupante. El estudio analiza los procesos electorales, el pluralismo político, el funcionamiento del gobierno, la participación política, la cultura política democrática y las libertades civiles en 167 países. Su conclusión principal para 2020 indica que en el primer año de la pandemia se produjo un retroceso sin precedentes de las libertades democráticas en todo el mundoLa puntuación global de 5,37 sobre diez es la más baja registrada desde que se inició el Índice en 2006. España no es ajena a esa evolución: aunque aún es considerada como una democracia plena en el Índice, nuestro país ha caído del puesto 16 al 22 en menos de dos años, los que lleva el gobierno actual en el poder. (En este enlace se puede consultar el Democracy Index)

Falta un análisis en profundidad que determine hasta qué punto no había otras maneras de combatir la pandemia que no consistieran únicamente en restringir derechos y libertades democráticas; o si luchar contra el virus obligaba necesariamente a escabullirse de la rendición de cuentas, del control parlamentario, de eludir el cumplimiento de la constitución o de reforzar la transparencia en la toma de decisiones. Las conclusiones de The Economist confirman una tendencia de degradación continuada del sistema democrático que debería llamarnos a todos a la reflexión e incluso a la acción, en lugar de suponer que nuestras democracias podrán con todo y con todos, con las zancadillas que le pone a diario el poder y con la indiferencia del pueblo soberano. Gentile lo resume muy bien en esta reflexión: "Cuando una democracia es deficiente no basta con cambiar la constitución y las instituciones parlamentarias para hacerla eficiente. La salud de la democracia depende de la calidad de las personas que eligen a los gobernantes, y, sobre todo, de las personas que gobiernan"

Adiós a la democracia de partidos

Los partidos políticos siempre han estado en entredicho, aunque pocas veces tanto como en la actualidad: han cambiado de tal forma en las últimas décadas que ya es muy difícil reconocer en ellos a las organizaciones de masas que fueron en otros tiempos, especialmente tras la II Guerra Mundial, cuando su legitimación social alcanzó las máximas cotas. Hace poco comenté en el blog el libro de P. Ignazi "Partido y democracia", (Alianza, 2021)(Ver aquí) y vuelvo sobre el tema con otro trabajo clave para entender este proceso. Se trata de "Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental", de Peter Mair, publicado unos años antes pero de plena vigencia. Mair es contundente: "la era de la democracia de partidos ha pasado", afirma. En su opinión, aunque los partidos permanecen, se han desconectado hasta tal punto de la sociedad y están tan empeñados en una clase de competición que es tan carente de sentido, que no son capaces de ser soportes de la democracia. Mair incide especialmente en la creciente devaluación del demos ante una idea de la democracia en la que el componente popular se ha vuelto irrelevante.


Participación y afiliación a la baja

La reacción de los ciudadanos ante los partidos es la desafección, la indiferencia e incluso la hostilidad. Pruebas evidentes son el descenso de la participación en las elecciones y del número de afiliados. Y es a través de esa brecha - dice Mair - por la que se cuelan los populismos de diverso signo. Síntoma también de la distancia que separa al demos de los partidos es la volatilidad del voto, lo que además hace cada vez más inciertas las predicciones electorales. Esto significa que, como consecuencia de los cambios sociales de las últimas décadas (secularización, mejores condiciones de vida, globalización), cada vez es más frecuente que los electores cambien el sentido de su voto de unas elecciones a otras. Esa actitud se traduce en una caída de la lealtad partidaria y del número de electores que se identifican solo con unas siglas concretas. 

En opinión de Mair, "cuando la política se convierte en un entretenimiento para los espectadores es difícil mantener partidos fuertes. Cuando la competencia entre partidos apenas tiene consecuencias para la toma de decisiones, solo cabe esperar que derive hacia el teatro y el espectáculo". Según Mair, la política actual es cada vez menos partidista, aunque las apariencias puedan hacer creer lo contrario. Se extiende la indiferenciación entre los partidos, al menos por lo que se refiere a las decisiones de gran alcance para los ciudadanos. Se trata de un proceso muy vinculado a la globalización en el que los gobiernos y, consecuentemente, los partidos políticos han visto drásticamente recortada su autonomía política. 
"La única función de los partidos es el clientelismo y la organización del parlamento y el gobierno"
Esto conduce a que "los partidos políticos cada vez tienen más dificultades para mantener identidades diferenciadas". Lo cual, unido al retroceso del llamado voto de clase, ha dado paso a partidos "atrapalotodo" que buscan votos en todos los caladeros. De ahí - dice Mair - que la actual competición política se distinga por la "pugna por eslóganes socialmente inclusivos a fin de obtener el apoyo de electorados socialmente amorfos". Con líderes políticos de los que se valora ante todo su capacidad mediática para conectar con electorados de base social lo más amplia posible y una decreciente competencia entre izquierda y derecha, retrocede también el modelo de gobierno de partidos responsables.

Adiós a los partidos de masas

Con la implantación de los partidos "atrapalotodo" también se alteran las funciones tradicionales de las fuerzas políticas. Una de ellas era trasladar las demandas sociales a los núcleos del poder, un papel que interpretan ahora organizaciones y movimientos sociales de todo tipo que son los que han terminado estableciendo la agenda política. Para Mair, a la vista de este panorama la única función que mantienen aún los partidos es la del clientelismo y la organización del parlamento y el gobierno. El resultado de todo lo anterior es que "los ciudadanos dejan de se participantes para ser espectadores mientras las élites ocupan un espacio cada vez mayor en el que perseguir sus intereses particulares". 

La UE es para Mair el paradigma de las transformaciones que han sufrido los partidos políticos. En el club comunitario ve el autor el espacio para el refugio de unos partidos y unos dirigentes alérgicos a rendir cuentas. Es en ese ámbito en el que se aprecia con más claridad la escasa competencia entre partidos. El ciudadano, mientras, observa que las decisiones relevantes se adoptan en lejanas instituciones no elegidas democráticamente y liberadas de rendir cuentasPara nuestro autor, la UE es una suerte de "estado regulador" o sistema político al que apenas se puede acceder por las vías y con los medios habituales en una democracia convencional. A su juicio, esta UE se ha construido de esta y no de otra manera porque la democracia convencional ya no es operativa ya que, si lo fuera, no sería necesaria la UE. 

Conclusiones

Es evidente que los partidos, piezas clave de esa democracia, han mutado en organizaciones divorciadas de unos ciudadanos que les pagan con la misma moneda. La cuestión es cómo revertir la situación y acortar la brecha y para eso el populismo no es la mejor de las alternativas. ¿Seguiría habiendo democracia si los partidos terminan convertidos en meros gestores de la agenda institucional, sin apenas contacto con la calle salvo en periodos electorales y a través de medios de comunicación y redes sociales? ¿se podría seguir hablando de democracia si continúa bajando la participación electoral y la afiliación? ¿en una democracia así a quiénes representarían los partidos? ¿Es concebible una democracia sin demos? Pocas respuestas hay de momento para estas y otras muchas preguntas que suscita la lectura del libro de Mair, aunque al menos una sí parece evidente: la democracia de partidos está evolucionando hacia un sistema aún borroso pero cada vez más inquietante. 

Rubalcaba y el arte de enterrar bien

En España tenemos una rara habilidad para enterrar en vida a nuestros mejores personajes públicos y exhumarlos una vez muertos para que los colmen de elogios los mismos que les dieron la espalda cuando aún podían ser útiles al país. Para este arte tan español tuvo Alfredo Pérez Rubalcaba una frase genial que se aplicó a sí mismo: "En España enterramos muy bien". Me estoy acordando también de Adolfo Suárez, otro político al que se condenó en vida al ostracismo para rehabilitarlo nada más morir y convertirlo en el artífice providencial de la Transición de la dictadura a la democracia. A Rubalcaba su partido de toda la vida le acaba de rendir homenaje con ocasión del 40º Congreso celebrado en Valencia. Incluso se descubrió un busto que presuntamente representa al desaparecido político pero que, a decir verdad, se le parece tanto como el partido que él lideró al que lidera hoy su sucesor.  

Ignacio Gil

En España enterramos muy bien

Escuchando los ditirambos que se le dedicaron en Valencia me vino a la memoria el libro del periodista Antonio Caño, titulado "Rubalcaba. Un político de verdad" (Plaza y Janés, 2020). No soy un entusiasta de las biografías de políticos escritas por periodistas, ya que cuando no son meras hagiografías del biografiado son juicios sumarísimos sin derecho a defensa. El libro de Caño tiene, no obstante, un tono comedido que permite acercarse a la figura del que tal vez haya sido uno de los mejores y más leales políticos de este país en los últimos tiempos. Una figura que se ha ido agrandando no solo por méritos propios sino también por el contraste negativo cada día más intenso con quienes, tras su retirada, han tomado las riendas de su partido y del país.

Uno se imagina a Rubalcaba sonriendo socarrón mientras escucha los halagos de Pedro Sánchez y tal vez respondiéndole aquello de que "en España enterramos muy bien". Las suyas son figuras políticas antitéticas por más que ahora Sánchez y los suyos reivindiquen la de Rubalcaba. Por solo citar un par de ejemplos, compárese el rechazo casi instintivo de Rubalcaba a aceptar cargos orgánicos en el PSOE con la adicción al liderazgo cesarista que caracteriza a Sánchez; Rubalcaba fue crucial para desactivar el Plan Ibarretxe, ante lo cual uno se pregunta cuál habría sido la respuesta de Sánchez ante aquel desafío a la vista de su posición sobre Cataluña

"Uno se imagina a Rubalcaba sonriendo socarrón mientras escucha los halagos de Pedro Sánchez"

El político cántabro antepuso el sentido de estado a sus intereses partidistas, se ciñó escrupulosamente a la Constitución y fue clave en asuntos de tanta trascendencia como la desactivación de ETA o la abdicación de Juan Carlos I, coincidiendo esto último con un PSOE contaminado ya por el lenguaje antimonárquico de Podemos. En cambio, para Sánchez no parece haber lealtad más importante que la que se debe a sí mismo, bordea e incluso rebasa los límites constitucionales y pacta con los albaceas del terrorismo etarra y el independentismo catalán para conservar el poder. Rubalcaba, en cambio, se tuvo que enfundar el traje de bombero para apagar los incendios que iba provocando a su paso Rodríguez Zapatero, ahora convertido por el PSOE en oráculo diario de la inanidad, bien fuera sobre el nuevo estatuto catalán o sobre los avances de las conversaciones con ETA.  

Rubalcaba se define más por sus principios que por su ideología

Cuenta Caño que Rubalcaba, un político que se define mucho mejor por sus principios que por su ideología, quedó en fuera de juego ante el arribismo de personajes como Sánchez, surgidos de la nada y abducidos por el lenguaje del populismo que no tardó en impregnar también las bases del partidoCon la llegada de Sánchez a la secretaría del PSOE, en donde arrasó con el equipo de su antecesor, y la vuelta  de Rubalcaba a sus clases de Química Orgánica en la Complutense, su ausencia de la vida pública no tardó en notarse: el Gobierno y el principal partido de la oposición dejaron de hablarse al suspenderse los encuentros discretos entre Rajoy y Rubalcaba, seguramente por orden de Sánchez, y la polarización política ganó enteros a pasos agigantados. 

Sería largo y prolijo recordar ahora el tormentoso proceso que llevó a Pedro Sánchez a la secretaría general del PSOE y la retirada de Rubalcaba de la vida pública con una dignidad cada vez más rara en la clase política. Sí cabe señalar que, a pesar de la debacle socialista en 2015, siguió asesorando a Sánchez las pocas veces que éste se lo pedía, aunque más por lealtad al partido que por confianza en el nuevo líder. Es oportuno recordar aquí el testimonio de Miquel Iceta, recogido en el libro de Caño, según el cual Rubalcaba pensaba que Sánchez "no era un socialista" ni un "socialdemócrata", sino que "lo tenía por un radical de izquierdas". El propio Iceta le reprochaba a Sánchez que no aprovechara más la experiencia de Rubalcaba, pero "no hubo manera". 

Denostado en vida, llorado tras su muerte

Aún así, el veterano político no se escondió para rechazar los pactos con Podemos y ERC - "gobierno Frankenstein" -  y le reprochó a Sánchez el "no es no" a la investidura de Rayoy. Y fue ahí en donde se acabaron las amistades para siempre, según Caño. Rubalcaba, ahora reivindicado por quien lo arrinconó en lugar de aprender de su dilatada experiencia política, fue el chivo expiatorio de una larga serie de errores colectivos que han hecho irreconocible al PSOE por el que se desvivió durante gran parte de su vida. No son inocentes tampoco los ciudadanos que lo masacraron en las urnas y lo lloraron tras su desaparición, por no hablar de una clase política que pretendió lavar su mala conciencia con unos funerales sobrecargados de emoción un tanto forzada.  

Más allá de bustos y homenajes oportunistas, los españoles deberíamos recordar a Rubalcaba como un político honesto y leal, que en los tiempos que corren es oro molido. Si bien cometió errores, como el resto de políticos y como todo humano, también tuvo grandes aciertos que los españoles, tan dados a llorar sobre la leche derramada, no supieron o quisieron reconocer. Es indiferente que el busto se parezca poco o nada a él, lo que debería importar es que el PSOE recobre sus rasgos históricos, hoy irreconocibles, y que la clase política haga de Rubalcaba un modelo a seguir en el servicio a los ciudadanos. En el famoso discurso fúnebre de Pericles recogido por Tucídides se afirma que "la tumba de los hombres ilustres es la tierra entera". En el caso de Rubalcaba esa tumba es una España a la que pudo seguir prestando buenos servicios, si quienes hoy se arropan con él para ocultar sus propias vergüenzas, hubieran tenido solo la mitad de su altura de miras y de su sentido de estado. 

¿Democracia sin partidos?

La pregunta que da título a esta reseña es una de las muchas que se hace Piero Ignazi en este interesante libro titulado “Partido y democracia. El desigual camino a la legitimación de los partidos”. (Alianza Editorial, 2021). Ignazi, catedrático de política comparada en la Universidad de Bolonia, parte de la constatación de que “los partidos han perdido el aura que adquirieron inmediatamente después de la II Guerra Mundial como instrumentos esenciales para la democracia y la libertad y para el bienestar general de sus electores”. A partir de esa premisa, que ilustra con un amplio aparato estadístico, el autor subraya que “la recuperación de su legitimidad es una necesidad imperiosa para contrarrestar la cada vez mayor ola populista y plebiscitaria”. Y añade que “la democracia sería inconcebible sin partidos en la medida en la que reconocemos la legitimidad del conflicto político regulado”.


La vieja mala imagen de los partidos

Ignazi se remonta a la Antigüedad clásica para escudriñar en Grecia y en Roma en busca del germen de los partidos y llegar desde ahí a las repúblicas italianas y al nacimiento del Estado moderno. Pero el concepto moderno de partido político surge realmente en Inglaterra, en donde el terreno estaba más abonado, y llega mucho más tarde a Francia, Estados Unidos, Alemania o Italia. El libro recuerda que los partidos no han gozado de buena prensa en ninguna momento de su historia. Siempre se les ha visto como la semilla de la discordia y la desunión, e incluso como un peligro para la democracia, en tanto se les tiene por agentes al servicio de intereses particulares o sectoriales y no del bien general.

El caso francés es paradigmático: el triunfo de la Revolución no supuso la legitimación automática de los partidos sino su práctica proscripción de la vida política: los revolucionarios veían en los partidos unos intermediarios indeseables en la relación directa que debía existir entre los ciudadanos y la nación. No fue hasta finales del XIX y principios del XX cuando consiguieron ganarse la legitimidad, si bien las dudas y los recelos persisten hasta la fecha. Paradójicamente fue esa desconfianza la que dio pie a organizaciones totalitarias en Italia, Alemania y la Unión Soviética, e incluso España: el partido, divisivo por naturaleza, se convirtió así en el uniformador de una sociedad en la que no tenía cabida alguna la disidencia política.

"Los partidos no fueron capaces de adaptarse a los cambios de la sociedad posindustrial"

Llegado a este punto Ignazi se pregunta qué ha sobrevivido de los partidos totalitarios en los partidos actuales. La pregunta es provocadora a la vez que sugerente: en su opinión hay una tentación totalitaria en los actuales partidos con la que pretenden contrarrestar la deslegitimación social que sufren. Un síntoma sería, según el autor, el creciente drenaje de recursos del Estado para el funcionamiento de unos partidos que se han convertido en agencias de colocación de sus afiliados y simpatizantes y que cada vez interactúan menos con la sociedad y más con el Estado del que se nutren. Es lo que los politólogos Katz y Mair definieron hace tiempo como "partidos cártel", a los que definieron como "partidos escasamente ideológicos, dependientes en exceso de la financiación pública, y que tratan de impedir el acceso de otros partidos competidores a determinados recursos para maximizar sus beneficios"

 Inmovilismo y cesarismo

La cuestión es cómo han llegado los partidos a esta situación. Después de la II Guerra Mundial, la de mayor legitimación pública por su lucha contra el nazismo y el fascismo, los partidos no fueron capaces de acomodarse a la realidad de una sociedad posindustrial que ya no cuadraba con las viejas organizaciones de masas: “Han seguido un camino extraño de adaptación y han terminado en una situación de estancamiento, o incluso peor, han tomado una dirección equivocada provocando el descontento del electorado. La secularización, los cambios en la estratificación social y la mejora de las condiciones de vida diluyeron los viejos discursos y dieron paso al partido “atrapalotodo” que busca votos en sectores y clases sociales a los que nunca se había aproximado. La otra cara de esa moneda son las políticas de “consenso” como la Grosse Koalitionen alemana que, paradójicamente, también les valió la crítica social por no ofrecer alternativas reales y “no dividir lo suficiente”, como irónicamente señala Ignazi.

Mientras, las viejas estructuras internas permanecieron prácticamente inalterables a pesar de la caída de la militancia y, con ella, de una parte importante de los ingresos económicos. En paralelo surge el perfil de un nuevo votante, mucho menos interesado e implicado en la política y, sobre todo, menos leal a unas siglas concretas. Todas estas circunstancias condujeron a los partidos a un punto muerto del que intentan escapar por dos vías: tímidas reformas internas y parasitación de los recursos públicos. 

La celebración de primarias para elegir dirigentes y candidatos o la convocatoria de consultas sobre asuntos diversos, no han aumentado el número de afiliados ni la confianza pública en los partidos. Antes al contrario, los líderes ejercen ahora un mayor control con tendencia al cesarismo populista y al respaldo plebiscitario una vez que los mandos intermedios han sido puenteados. El modelo de relación líder – masa sin intermediarios que aplican los partidos políticos reduce el espacio para la discusión y empobrece el debate”, apostilla Ignazi. En algunos países incluso se ha legislado sobre el funcionamiento interno de los partidos sin resultados positivos apreciables. 

¿Están agonizando los partidos?

A pesar de la caída en picado de la afiliación, los partidos políticos europeos son hoy más ricos que nunca gracias a la "generosidad" del Estado. Según muestra Ignazi, la tendencia general indica un aumento de la financiación pública con respecto a la privada, lo que alimenta la corrupción y el clientelismo. Los partidos españoles e italianos son los más dependientes del Estado, del que reciben entre el 70% y el 80% de sus recursos, frente al 30% en Alemania. La consecuencia directa ante la sociedad es una mayor deslegitimación y un rechazo del 83% de los ciudadanos, en el caso español, a que se financien con dinero público. Según el Eurobarometro, cuatro de cada diez españoles no tienen confianza alguna en los partidos políticos, lo que afecta también a la confianza en una democracia que muchos ciudadanos interpretan como partitocracia. 

"Los partidos políticos son hay más ricos que nunca gracias a la generosidad del Estado"

En resumen, la fuerza de los partidos – su capacidad para drenar recursos públicos – es también su mayor debilidad. Como señala Ignazi, su papel como actores centrales del sistema político sigue siendo indiscutible a pesar de su descrédito social y de que su poder para reclutar afiliados está en franco declive. "Los partidos han firmado una suerte de pacto fáustico: han entregado su alma a cambio de una vida más larga (...). Se han involucrado en el Estado para beneficiarse abiertamente de sus recursos, abandonando así todo vínculo con la sociedad e incluso con sus militantes”. 

A pesar de experimentos muy poco convincentes y cargados de riesgos como el de los referendos, la revocación, el jurado ciudadano o la llamada “democracia deliberativa”, Ignazi no ve por ahora ninguna alternativa válida para sustituir a los partidos políticos y subraya que si caen estas organizaciones caerá también la democracia y se impondrá el populismo. De manera que queda respondida la pregunta del título: los partidos políticos siguen siendo “males necesarios” de la democracia. Lo que deberían hacer para recuperar la legitimidad que han perdido por sus errores está explicitado con claridad en las páginas de este provechoso libro. 

Populismo, una palabra de goma

Los términos "populismo" y "populista" ya forman parte del vocabulario político habitual, aunque el abuso con el que se emplean en situaciones políticas diversas no ayuda a diferenciar entre lo que es y lo que no es "populismo". Se escucha que el "populismo" puede ser de izquierdas o de derechas pero, si nos preguntaran, tendríamos dificultades para definir con precisión los puntos comunes y las divergencias. Su iliberalismo lo convierte además en un riesgo para la democracia, aunque no abundan las propuestas democráticas que permitan neutralizarlo, tal vez porque ha terminado contaminando a otras opciones políticas tradicionales. De todos estos aspectos relacionados con el populismo, así como de sus características, de su historia y de su crítica trata "El siglo del populismo", (Galaxia Gutenberg, 2020), un libro imprescindible para entender una opción política más complejo de lo que parece. Su autor es Pierre Rosanvallon, catedrático del Collège de France y politólogo de larga y reconocida trayectoria en el estudio de los sistemas democráticos. 


Rosanvallon califica el populismo de "palabra de goma" que alude a una "forma límite del proyecto democrático". La definición es tan amplia como insuficiente para entender un fenómeno político que se remonta al siglo XIX y a lugares tan distintos y distantes como la Rusia zarista o los Estados Unidos posterior a la expansión del ferrocarril. Después de una influencia intermitente en el XIX y en el XX, en el XXI ha irrumpido con renovada fuerza en las desencantadas democracias liberales azotadas por crisis sucesivas, contaminando incluso a otros proyectos políticos de izquierdas y de derechas. Según Rosanvallon "en el mundo reina una atmósfera de populismo", que él llama "populismo difuso". Así, "surgen de la nada personalidades vírgenes políticamente" mucho más atractivas que los distantes programas políticos desacreditados después de tantas mentiras y traiciones. A todos seguro que se nos vienen a la mente varios nombres de personalidades como las descritas por el autor, sin ir más  lejos el recién elegido presidente de Perú Pedro Castillo.

Democracia directa, polarización  y emociones: un cóctel explosivo

El sujeto político del populismo es el "pueblo", un concepto también vago y difuso que ocupa el puesto reservado en el marxismo a la clase obrera. La visión de la sociedad se vuelve transversal y las clases sociales que la estructuraban se sustituyen por "identidades". Se conforma así el "pueblo doliente", el "pueblo-sufriente", el "pueblo-relegado" o el "pueblo-virtuoso", siempre unánime e infalible y enfrentado a "la casta", al "neoliberalismo" o a la "oligarquía". El populismo aboga por la democracia directa y por el referéndum como la expresión más perfecta de la voluntad del "pueblo", supuestamente sojuzgada por la democracia representativa. No puede haber movimiento populista sin "hombre-pueblo" que lo encarne y guíe desde la cúspide de un poder de estructura jerárquica. Las semejanzas con el fascismo saltan a la vista en movimientos como el peronismo, cuyo líder Juan Domingo Perón gustaba decir que "vivía entre el pueblo"; más próximos a nosotros Pablo Iglesias o Santiago Abascal en España, Melenchon y Le Pen en Francia, Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, Putin en Rusia o Trump en Estados Unidos serían solo algunos ejemplos del hombre-pueblo populista en diferente grado y de diferente signo.

"La visión de la sociedad ya no es vertical sino transversal y las clases sociales se sustituyen por identidades"

La polarización social es otra nota característica del populismo. Aquí desempeñan un papel crucial las redes, empleadas para estigmatizar a los rivales y a los medios de comunicación o deslegitimar a los organismos intermedios y a otros poderes del estado como el judicial o los tribunales constitucionales, la imparcialidad de cuyos miembros se cuestiona por no haber sido elegidos en las urnas. Los ataques de Podemos al Constitucional español tras la reciente decisión sobre el estado de alarma es un ejemplo claro de esa polarización. Exacerbar las pasiones y las emociones está en el ADN populista, expresando resentimiento y desconfianza ante la democracia y sus instituciones, recreándose en visiones conspiratorias de los hechos y cultivando lo que el autor llama "la moral del asco", que prescinde de la argumentación y achica al máximo los espacios para el diálogo y el acuerdo. 

El riesgo de la "democradura"

Rosanvallon distingue entre movimiento y regímenes populistas. En Latinoamérica abundan más los gobiernos populistas de izquierdas (Argentina, Bolivia, Ecuador, Venezuela, México) que los de derechas (Fujimori, Bolsonaro); mientras, en Europa y en Estados Unidos predominan los de derechas (Hungría, Polonia, Trump, etc.). Los puntos de contacto son la misma apelación al "pueblo", el mismo iliberalismo y la misma desconfianza hacia la democracia, sus instituciones o los medios de comunicación. Las grandes diferencias estriban de momento en asuntos como la respuesta a la inmigración y a los refugiados, si bien Rosanvallon advierte de que esa brecha podría empezar a debilitarse si el discurso xenófobo de la derecha terminara calando socialmente. Para el autor, una democracia polarizada como la que impulsa el populismo corre el riesgo de derivar en "democradura", un término acuñado en Francia que define un "régimen político que combina las apariencias democráticas con un ejercicio autoritario del poder"

"No se trata de exaltar a un pueblo imaginario, sino de construir una sociedad democrática"

Rosanvallon realiza una profunda crítica del referéndum y sus implicaciones y riesgos democráticos, aludiendo a casos como el brexit. En su opinión, "lo que se necesita para superar el desencanto democrático contemporáneo es una democracia más permanente. Una democracia interactiva en la que poder ser realmente responsable, que rinda cuentas más a menudo, que permita evaluar su acción a instituciones independientes". El autor define el pueblo como "una realidad cambiante y problemática, como un sujeto a construir y no como un hecho social dotado ya de plena consistencia". Y añade que "no se trata de exaltar a un pueblo imaginario, sino de construir una sociedad democrática fundada en principios aceptados de justicia distributiva y redistributiva, una visión común de lo que significa forjar una sociedad de iguales". 

El libro concluye ofreciendo una alternativa superadora tanto del populismo como del innegable desencanto democrático: "Así como la crítica populista del mundo tal como es, refleja el desasosiego, la ira y las impaciencias de un número creciente de habitantes del planeta, los proyectos y propuesta que tal crítica conlleva parecen simultáneamente reductores, problemáticos y hasta temibles". Sin embargo, para Rosanvallon "la alternativa no puede consistir en limitarse a defender el orden de cosas existente" sino en "ampliar la democracia para darle cuerpo, multiplicar sus modos de expresión, procedimientos e instituciones" más allá del simple ejercicio del voto. Dicho en otros términos, la mejor manera de abordar el desencanto ante la democracia no es erosionándola aún más y deslegitimando sus instituciones, sino mejorándola con más y mejor democracia. Como sentencia Rosanvallon, "la democracia es, por naturaleza, experimental".  

Cuando todo nos da igual

Tengo la sensación de que hemos bajado los brazos, de que ya no nos importa gran cosa que la democracia se deteriore ante nuestros ojos: nos estamos limitando a encogernos de hombros y a culpar del problema a los políticos y sus insufribles peleas de patio de colegio, como si nuestra pasividad no tuviera nada que ver con lo que ocurre. Cuando asumimos sin pestañear que una ministra desprecie la presunción de inocencia sin inmutarse o que un ministro del Interior cese a un subordinado porque se ha negado a incumplir la ley; o cuando damos por bueno que ese mismo ministro, magistrado por más señas y mayor agravante, justifique que la policía recurra al viejo y dictatorial método de la patada en la puerta para entrar en un domicilio privado sin orden judicial, es que acabamos de dejar atrás una nueva línea roja de lo que no debe ocurrir jamás en un país democrático. 

Si por añadidura nos deja fríos que el responsable político de esas barbaridades no solo no dimita sino que no sea cesado por quien tiene la responsabilidad política de su nombramiento, solo habremos certificado que se abra la puerta a más patadas en la ídem, a más injerencias políticas en terrenos que tiene vedados como la investigación policial y, en definitiva, a la vulneración sistemática de derechos fundamentales consagrados en la Constitución. 

EFE

La patada en la puerta como síntoma

La patada en la puerta es solo un síntoma más del grave deterioro que sufre la democracia ante nuestros ojos, cada vez más acostumbrados a que el Gobierno haga de las leyes y las normas de obligado cumplimiento un cuestión de pura y simple conveniencia política.  Ocurre, por ejemplo, con la rendición de cuentas que todo poder ejecutivo debe al parlamento, pero que en España ha pasado a depender de la voluntad de una mayoría parlamentaria y de un presidente del Gobierno, mucho más proclive a las comparecencias sin preguntas de los periodistas y de los lemas propagantísticos, que de vérselas cara a cara con la oposición en el Congreso. El interminable estado de alarma es desde hace más de un año la coartada perfecta para gobernar por decreto y recortar sin mayores miramientos derechos y libertades que, si en algunos casos pueden tener una justificación temporal, en otros muchos carecen de ella. 

Por estrafalario y ridículo merece capítulo aparte el disparatado decreto obligando a usar la mascarilla en descampado o playas aunque estemos completamente solos y no corramos riesgo alguno de contagiar o de que nos contagien. Que el mismo día en que el BOE publica tamaña estupidez la ministra de Sanidad hable de revisar la norma "con criterios técnicos" y que las autonomías empiecen a hacer sus propias interpretaciones "con sentido común", solo ha venido a corroborar que, no solo no gobiernan filósofos, sino verdaderos ignorantes. Los casos de mal gobierno y de vulneración de principios elementales no escritos en un sistema democrático, como el respeto debido a la oposición por poco que gusten sus críticas al ejecutivo de turno, se acumulan sin que parezca preocuparnos la deriva. 

Cuando se pierden hasta las formas y el respeto 

El Congreso es la corrala en la que los políticos - del Gobierno y de la oposición - ventilan su mala educación y montan espectáculos mediáticos sin importarles gran cosa la realidad del país. Un diputado de la oposición manda al médico a uno de un partido rival que se preocupa por la salud mental y no pasa nada. O una ministra de Educación -¡qué sarcasmo! - falta desabridamente al respeto a un diputado de la oposición que expone su legítima posición sobre la educación especial y, en lugar de indignarse, no faltan palmeros que aplaudan sus malos modos y le pidan más: si el de la crítica era de la oposición se merece eso y mucho más y puede dar gracias de que no haya sido tildado de "fascista".


Puede que sea precisamente la prepotencia y la soberbia la que nos lleve a este derrotismo y a considerar que no vale la pena perder el apetito pidiendo imposibles. Ahí tenemos a Ábalos, el inefable ministro de las mil versiones, envuelto en el turbio asunto del rescate de una compañía aérea de inconfundible aroma chavista a la que se hizo pasar por "estratégica" para regalarle 53 millones de euros de todos los españoles. Las informaciones sobre la discrecionalidad que ha rodeado la decisión se acumulan, pero a nadie parece importarle gran cosa que detrás de la oscura operación pueda haber intereses que nada tienen que ver con apoyar a una empresa vital para el país. Con la misma abulia estamos contemplando las maniobras del Gobierno para evitar el control del reparto de los fondos europeos de reconstrucción. Para ello no dudó en ocultar el informe del Consejo de Estado que recomendaba reforzar los controles  para evitar precisamente la discrecionalidad. 

75.000 muertos y ni una disculpa ni una autocrítica

Los españoles asistimos a este carrusel de ejemplos de mal gobierno y falta de transparencia en todos los ámbitos con la misma apatía que contemplamos la serie interminable de decisiones contradictorias, improvisaciones y descontrol en la gestión de la pandemia. Ya me he referido al lamentable sainete de las mascarillas obligatorias en descampado, pero en la mente de todos está el baile de la yenka con su uso al comienzo de la crisis, la falta de prudencia científica y el exceso de previsiones de barra de bar, casi siempre incumplidas, del doctor Simón, la huida a Cataluña sin rendir cuentas de Salvador Illa, el incumplimiento de la prometida auditoría externa de la gestión o el voluntarismo con las vacunas y la fórmula facilona de culpar de todo a las malvadas farmacéuticas. 

EFE

Y sin embargo, más de un año después del inicio de esta interminable pandemia, nadie del Gobierno ni de sus aliados ni de sus palmeros han pedido nunca una sola disculpa por los más de 75.000 muertos que ha producido la enfermedad ni ha reconocido un solo error - "no se podía saber" - ni se ha comprometido a intentar hacer las cosas mejor. En cambio han menudeado las declaraciones irresponsables y triunfalistas, el "hemos vencido al virus" y las decisiones equivocadas que nos tienen hoy a las puertas de la cuarta ola. Ahora bien: ¿se lo hemos exigido los ciudadanos? Me  temo que no. 

La fatiga social y el todo da igual

Mucho se habla estos días de la fatiga provocada por la pandemia, tanto en el ámbito individual como en el social: restricciones de la movilidad, recorte de libertades, pérdidas personales irreparables, secuelas mentales y físicas, incertidumbre económica, sensación de orfandad y abandono por parte de una clase política, en general insensible ante una dura realidad compleja y amorfa, pueden ser algunos de los elementos integradores de ese cansancio que, quien más y quien menos, sentimos ya sobre nosotros. Y seguramente será también la causa de que ya no nos queden fuerzas para rehacernos y afrontar el destrozo democrático que tenemos ante nosotros. 

Estamos abdicando nuestras responsabilidades como ciudadanos o, como mucho, alistándonos en las filas de los palmeros del Gobierno o en las de la oposición, tan responsable como los partidos del Ejecutivo de la polarización de la vida política cuando más se requería de todos anteponer el bien común al partidista. Nos equivocamos gravemente pensando que todo da igual y olvidando que esos políticos de los que nos quejamos o ni siquiera eso, los hemos elegido entre todos y de todos es por tanto la responsabilidad de exigirles decencia, trabajo y transparencia. Que es difícil ya se sabe pero hablamos de democracia: para encogernos de hombros o asentir ante todo lo que hace el poder ya tenemos las dictaduras y los regímenes autoritarios y estoy seguro que no es eso lo que queremos la inmensa mayoría de los españoles.

Madrid: doble o nada

La reacción mayoritaria en las redes tras conocerse que Pablo Iglesias había renunciado a la vicepresidencia del Gobierno de España para ser candidato en las elecciones madrileñas del 4 de mayo, ha sido de alivio. Alguien que se ha dedicado a tiempo completo durante su estancia en el Gobierno de todos los españoles a malmeter, dividir, polarizar, desprestigiar, enredar y, en sus ratos libres, ver series mientras el país vive una dantesca crisis sanitaria, económica y social, no merecía seguir en un Ejecutivo en el que nunca debería haber entrado de no haber sido por la querencia populista del socialista Pedro Sánchez. En la memoria de los españoles no quedará una sola medida o decisión del paso de Iglesias por el Gobierno que haya contribuido a mejorar sus vidas. 

Pero tras el alivio inicial, del que confieso ser copartícipe, vienen las preguntas sobre las razones que han llevado a Iglesias a dar un paso que parece incluso haber pillado por sorpresa a su valedor en La Moncloa y a su propio partido. Sin duda, la primera de ellas tiene que ver con las feas expectativas electorales de la izquierda ante los comicios adelantados por la popular Ayuso. Esa cita con las urnas ha sido refrendada ya por la Justicia, a pesar de los intentos de esa misma izquierda para evitar unas elecciones que ahora - ¡viva la democracia! - no le venían bien, aunque intenten hacernos creer que el problema es que son inoportunas, no como las de hace unas semanas en Cataluña, que eran absolutamente oportunas. 

(EP)

Polariza que algo queda

Dicho de otro modo, Iglesias asume la candidatura madrileña con el objetivo de allanar la unidad con su viejo rival de Vistalegre Íñigo Errejón - lo de viejo es un decir -, que viendo ya que va a quedar relegado en la candidatura se ha puesto la venda antes de la pedrada y ha pedido "respeto". A partir de esa unidad con Errejón, el líder podemita montará su plataforma para la polarización con Ayuso, encantada de que la presencia de Iglesias en la pugna electoral movilice a su favor a los votantes de la derecha y la ultraderecha, y seguramente a los de Ciudadanos, partido en clara descomposición después del chasco de la moción murciana, origen del pifostio político en el que nos encontramos inmersos. 

A modo de delgada loncha de jamón entre dos gruesas rebanadas de pan duro quedará el manso Gabilondo, el candidato que más a mano tenía el PSOE ante la falta de tiempo y de ganas para buscar otro más solvente e ilusionante para los madrileños. El espacio que le quedará entre dos populismos desatados como los de Ayuso e Iglesias para lanzar un mensaje diferenciado, será insignificante y seguramente se perderá en medio del ruido y la furia con el que ambos polos políticos se disputarán la cotizada plaza madrileña. 

Consejos vendo, que para mí no tengo

Pero la maniobra de Iglesias deja otras interesantes y reveladores conclusiones colaterales. No es la menor el hecho de que el líder de Podemos esté a punto de desplazar de la candidatura de Madrid a una mujer, lo cual se da de bruces con el discurso feminista de los podemitas del que es la primera abanderada la ministra de Igualdad y compañera sentimental de Iglesias, a la que de momento no se le ha escuchado queja alguna. Tampoco es un detalle menor preguntarse en dónde quedan las ampulosas proclamas que lanzó Iglesias desde la vicepresidencia social del Gobierno y en qué va a parar la tan famosa como misteriosa y etérea Agenda 2030, cuya necesidad y utilidad aún desconocemos los españoles. El líder de Podemos demuestra de nuevo que la suya no es la política institucional y de gestión, sino el activismo, la proclama, el cartel, la agitación y la división para pescar en río revuelto, fiel siempre al manual del buen populista. 

(EP)

Respecto a su liderazgo de la formación morada, que nadie imagine que no seguirá ejerciéndolo en la sombra por más que pretenda hacernos creer que ha abddicado su corona de príncipe del populismo en Yolanda Díaz. De hecho, ni se ha molestado en organizar el teatrillo de los círculos y las elecciones internas sino a designar con su divino dedo morado a su sucesora por la gracia de Iglesias. El hombre que vino a regenerar la política y acabar con la casta actúa como los viejos partidos sin molestarse siquiera en disimular. Así las cosas, ahora ha decidido por su cuenta y riesgo quemar las naves para evitar el naufragio de la izquierda en Madrid, la plaza que puede ser su tabla de salvación o su tumba política, en función de lo que los madrileños decidan el 4 de mayo y los pactos que se alcancen tras los resultados de las urnas. 

Solo falta que Sánchez se una a la fiesta

Entretanto hay que permanecer atentos a las pantallas para seguir los movimientos de Sánchez, quien por ahora acepta el trágala de Iglesias y nombra vicepresidenta a Yolanda Díaz. También conviene que nos fijemos bien en la cara del presidente para comprobar si a partir de la marcha de Iglesias y de las elecciones en Madrid duerme mejor o, si por el contrario, presenta síntomas de haberle pedido a su gurú Redondo que vaya pensando en una fecha para un posible adelanto de las elecciones generales. Con el centro derecha desarbolado y en expectativa de destino y Podemos con la atención centrada en Madrid, no debería sorprendernos a estas alturas que Sánchez se una a la fiesta con otro golpe de efecto cuando menos lo esperemos. 

(EP)

Acostumbrados como estamos ya los españoles a que los políticos brujulen en función de sus intereses y no del interés general, seguro que nos limitaríamos a enarcar una ceja y a continuar con nuestras vidas restringidas y recortadas como Dios no viene dando a entender desde hace ya un año. La pandemia, la crisis económica y social o el prosaico reparto de miles de millones de euros procedentes de la UE pueden esperar: lo primero es lo primero y lo que toca ahora y de nuevo es que los políticos encuentren sus acomodo y bienestar, lo demás es secundario.    

Mala y buena política

Es frecuente estos días leer en las redes sociales expresiones como "los peores políticos en el peor momento", en alusión a la clase política actual y a la pandemia del coronavirus. Posiblemente hay buenas dosis de razón en una frase aparentemente simple, superficial y generalizadora. Ignoro de dónde procede esa noción un tanto idílica de que la política y los políticos deben ser prístinos y puros como el agua de manantial; erróneamente damos por sentado que lo único que debería moverles es el bien común de los ciudadanos que representan y de cuyos impuestos perciben sus sueldos, habitualmente generosos. Se nos hace casi imposible creer que los políticos sean seres humanos que actúan como tales: enredando, mintiendo y mirando mucho más, e incluso exclusivamente, por su interés particular o de partido que por el de los ciudadanos como usted o como yo. 

No quiero parecer cínico ni justificar que la política deba ser irremediablemente cosa de tahúres y embaucadores, todo lo contrario: estoy convencido de que es posible servir al bien común honradamente a pesar de esas debilidades humanas. Solo quiero dejar claro que no deberíamos idealizar la política pensando que debe ser pura e inmaculada y, por consiguiente, tendríamos que ser mucho más exigentes con aquellos en los que hemos depositado nuestra confianza para que se ocupen de los asuntos públicos. Cuando eso no ocurre, cuando abdicamos nuestra responsabilidad y dejamos hacer, termina imponiéndose la pillería y el interés personal sobre la vocación del servicio público que todos los políticos dicen poseer. 

(ACN)

La peor política en el peor momento

Eso precisamente es lo que me temo está pasando en esta coyuntura histórica, en la que todos deseamos que los gestores de nuestros intereses colectivos sean capaces de mirar un poco más allá de las próximas elecciones y actuar con algo más de eso que se suele conocer como sentido de estado. Para un ciudadanos de a pie resulta incomprensible que, cuando llevamos un año de pandemia en el que ni un solo día han dejado de morir personas por esta causa, el enfrentamiento político a cara de perro no solo no se ha suavizado sino que se ha intensificado. No se trata de que no deba criticarse lo que se considere erróneo, porque la critica razonada y constructiva es esencial en una democracia. 

Lo que no es de recibo es utilizar la situación con fines partidistas, del mismo modo que quienes tienen la responsabilidad de la gestión no pueden ampararse en algún tipo de patente de corso o ley del embudo por la que las críticas se interpretan como un ataque a su legitimidad o un intento de desestabilización política. En una democracia, más o menos plena o imperfecta, debería imperar siempre el diálogo con la misma naturalidad con la que se aceptan las críticas del adversario cuando se hacen desde la buena fe y el deseo de contribuir al bien común. 

(EP)

Esta falta de diálogo y hasta de escrúpulos políticos en la peor de las crisis que ha vivido el mundo y nuestro país en muchas décadas, alcanza su cénit cuando políticos con altas responsabilidades públicas no dudan en cuestionar la calidad de la democracia española - entre las primeras del mundo, aunque como todo mejorable - o martillean a todas horas con la necesidad de una república que sustituya a la monarquía parlamentaria, una urgencia que solo a ellos preocupa en medio de esta situación. Son los mismos y del mismo partido que no solo eluden condenar la violencia callejera sino que incluso la alientan, en una peligrosa deriva a cambio de un puñado de votos o para demostrar a su socio de gobierno de qué pueden ser capaces si no acepta todas sus exigencias al pie de la letra. 

Populismo, demagogia y debates de campanario

Ante ese escenario un ciudadano corriente no puede sino conceptuar estas posiciones como política de la peor especie en el peor momento posible, porque ignoran o relegan a un muy segundo plano los asuntos prioritarios y ponen el foco en otros que pueden esperar perfectamente su turno sin que se les eche en falta. No tengo dudas de que a los ciudadanos que, después de este año durísimo, no saben aún cuándo ni cómo podrán continuar con sus proyectos de vida, estos debates interesados de campanario, trufados de populismo y grandes dosis de demagogia, son casi una ofensa a su inteligencia; o como si les dijeran que lo suyo debe esperar porque ahora hay que sacar a pasear a la república o hay que defender a un rapero que va a la cárcel por reincidente en sus agresiones y por sus letras de incitación al odio y a la violencia. 

(EFE)

Cierto es que la clase política de las últimas décadas no se ha caracterizado por una altitud de miras mucho mayor que la actual ni ha gozado de un mínimo de visión de estado para discernir entre los prioritario y lo accesorio ya que, en realidad, para ella lo principal siempre es todo lo que la ayude a mantener o conseguir el poder. No obstante, con la llegada al Congreso de los populismos de izquierda y de derecha el problema no ha hecho sino agravarse. Tal y como ocurrió en las protestas que dieron lugar al 15-M y de las que nació una de esas fuerzas populistas, muchos ciudadanos españoles tampoco se sienten hoy representados por la clases política actual. Se preguntan incluso qué pecado han cometido para merecer tanta mediocridad, demagogia y oportunismo en la peor de las situaciones sanitarias, económicas y sociales. 

Sé que las generalizaciones suelen ser injustas y que la inmensa mayoría de la infantería política de diputados, consejeros y concejales es gente honrada y trabajadora, que se gana el sueldo que les pagamos los contribuyentes. El problema principal radica en sus jefes de filas, a quienes deben obediencia si quieren repetir en las listas electorales. Es en los escalones más altos y visibles de la jerarquía política en donde campan por sus respetos líderes que no saben, pueden o quieren estar a la altura de lo que se espera de ellos en esta situación.

La política es algo muy serio para dejarla en manos de los políticos

Urge revertir, o cuando menos detener, el progresivo deterioro de la vida pública, la polarización política con las redes sociales y los medios como colaboradores necesarios, y apelar una vez más al entendimiento y la colaboración para hacer frente a la reconstrucción del país. No quiero ser alarmista pero temo por el sistema de convivencia pacífica que los españoles adoptamos por amplia mayoría en 1978 y que populistas e independentistas insisten en erosionar a toda hora, fieles a su lógica perversa de que cuanto peor le vaya a España mejor les irá a ellos. 

Nadie tiene en su mano la varita mágica para hacer, si no buena política, al menos la mejor política posible en estos momentos. Lo que sabemos todos, o al menos intuimos con creciente claridad, es que esta clase política está fallando cuando más necesidad tenemos de que aparque sus luchas de poder y piense en el futuro de España más allá de las próximas elecciones. Puede que no haya más remedio que esperar el relevo generacional, aunque tampoco me hago ilusiones a la vista de la experiencia que la democracia española ha ido atesorando en los últimos cuarenta años, en los que se ha producido un progresivo empobrecimiento intelectual y hasta moral y ético de nuestros políticos, con honrosas excepciones.

(EFE)

Creo que la clave la tenemos los ciudadanos, pieza central en toda democracia representativa, poseedores de la única fuerza capaz de que haya un cambio de rumbo o de que al menos no continuemos avanzando por el peligroso camino en el que nos encontramos. Admito que siempre que planteo esta idea enseguida me llamo iluso y admito que casi nadie saldrá a exigir en las calles una política mejor. Reconozco que cuando dentro de un par de años, o tal vez antes, los españoles seamos llamados de nuevo a las urnas, acudiremos a votar por quienes ya nos han fallado una vez y seguramente no dudarán en hacerlo de nuevo si volvemos a confiar en ellos y les dejamos hacer sin fiscalizar su labor. 

No tengo ninguna esperanza de que un buen día los políticos se levanten, se den cuenta de sus errores y empiecen a hacer las cosas de otra manera. Por eso es vital para el futuro de la democracia una ciudadanía más exigente y crítica, menos acomodaticia y adocenada en las redes y ante la televisión, consciente de su fuerza y dispuesta a hacerla valer. Ahora ya me pueden llamar iluso y con razón, pero la esperanza en una clase política digna de los ciudadanos que la eligen es lo último que quiero perder para seguir confiando en el futuro de la democracia en España.