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Hacienda somos siempre los mismos

A Benjamin Franklin se le atribuye haber dicho que "en este mundo solo hay dos cosas seguras, la muerte y pagar impuestos". De manera que, para empezar, desengañémonos del cuento demagógico por el que, con el Gobierno actual, solo pagarán más impuestos los que más tienen: si me permiten el trabalenguas, aquí pagaremos todos más pero sufrirán más los que menos tienen. En medio de la ya habitual confusión y de las no pocas contradicciones que caracterizan la política gubernamental, en los últimos días hemos ido conociendo los planes del señor Sánchez para allegar recursos a una caja pública de deudas hasta el cuello. 

El impuestazo que se avecina figura en el archífamoso Plan de Recuperación etc., etc. remitido a Bruselas a cambio de los 140.000 millones de euros para paliar los daños de la COVID-19. Aunque el envío se hizo a finales de abril, no fue hasta pasadas las elecciones madrileñas del 4 de mayo cuando el Gobierno tuvo a bien revelar sus intenciones fiscales a los españoles que, después de conocer que también quiere acabar con la reducción fiscal en la declaración conjunta de la renta, ya se empezaban a temer más sorpresas.  El cálculo electoralista con el que actuó el Ejecutivo, que tampoco ha contado con la oposición, no le evitó el desastre electoral al PSOE y dejó una vez más al descubierto su desprecio para con la transparencia inherente a todo buen gobierno.

Las claves de la subida

Sin ánimo de ser exhaustivo, el plan prevé un mínimo del 15%  por el Impuesto de Sociedades, uniformización autonómica de los impuestos sobre patrimonio e impuestos sobre la economía digital; previsiblemente y escudándose en que lo reclama Bruselas, también se modificará el IVA reducido, que afecta entre otros a productos de primera necesidad; hay también un capítulo para los llamados "impuestos verdes" sobre la fiscalidad del gasóleo, al plástico o la matriculación de vehículos, sin olvidarnos de que también se quieren imponer peajes en las autovías y grabar los billetes de avión, justo cuando el país vive la peor crisis turística de su historia. En realidad no estamos ante una verdadera reforma fiscal, sino ante una serie de parches pensados exclusivamente para recaudar y no para conseguir una redistribución más justa de la riqueza. 

Con esta panoplia de impuestos el Gobierno quiere reducir los siete puntos de diferencia que, según dice, separan la recaudación fiscal en España de la media de la Unión Europea. Más allá de que hay elementos que inciden en esa diferencia como el nivel salarial  o la mejorable eficacia recaudatoria de la Agencia Tributaria, lo cierto es que el sablazo se traduciría en unos 80.000 millones de euros que Hacienda drenaría de los bolsillos de unos ciudadanos acogotados por la profunda crisis económica y social. No hay que ser experto para darse cuenta de que subiendo los impuestos solo a los que más tienen, como reza la propaganda gubernamental, sería imposible alcanzar esa recaudación. De modo que serán una vez más las ya muy esquilmadas clases medias y las muy empobrecidas clases bajas las que correrán con el grueso de la factura fiscal que viene.

Injustos, inoportunos y contraproducentes

Rechazar aquí y ahora estos planes no es ser un malvado ultraliberal que repudia la necesidad de financiar con impuestos los servicios públicos esenciales. Esa es precisamente la trampa saducea en la que los aplaudidores del Ejecutivo quieren que caigan quienes se atrevan a criticar la subida por injusta, inoportuna y contraproducente. Injusta porque recae de nuevo sobre los de siempre, mientras un Gobierno, que tiene nada menos que veinte y dos ministerios, no dice una palabra de eficiencia y control del gasto público superfluo de una administración elefantiaca y redundante, plagada de organismos de dudosa necesidad, que muchas veces son poco más que nichos de empleo para los afines a los partidos en el poder.

EFE

También es inoportuna porque, comenzar una escalada fiscal en estos momentos, cuando solo el Gobierno y sus medios afines ven brotes verdes y luces al final del túnel, es acabar con las esperanzas que aún abrigan los ciudadanos y las empresas de sobrevivir a la crisis. Además de los efectos negativos para el empleo, muchas de las empresas que no desaparezcan podrían pasar a engrosar una creciente economía sumergida y el fraude aumentaría. Esto haría contraproducente la subida de impuestos y obligaría a engordar más aún una deuda pública desbordada para financiar los servicios esenciales, gastos como el de las pensiones y costes superfluos que el Gobierno ni menciona. En ese escenario, da escalofríos solo pensar en las consecuencias que tendría para el país que el Banco Central Europeo empezara a reducir la compra de deuda pública y hubiera que financiarse en los mercados con la prima de riesgo por las nubes. Esa espada de Damocles es real, pero el Gobierno no parece tenerla en cuenta.

En resumen, sí a impuestos equitativos para atender los servicios públicos pero extremando las precauciones para no abortar una recuperación económica que solo los más optimistas ven a la vuelta de la esquina. Mientras ese momento llega, lo que dependerá de cómo se gaste el dinero de Bruselas y de la evolución de la pandemia, el Gobierno tiene tarea de sobra por delante: la primera, aplicar con urgencia medidas de eficiencia del gasto público y aprobar un plan creíble de reducción de los costes innecesarios de una Administración que engorda a ojos vista mientras el país se queda en los huesos. Toda subida fiscal debería incluir la obligación del Gobierno de dar ejemplo administrándose la misma medicina que le impone a los contribuyentes. Así al menos no tendríamos todos esta indignante sensación que tenemos ahora de que Hacienda somos siempre los mismos.  

La banca hace majo y limpio

Creo que no soy el único que ha tenido la tentación de meter sus cuatro euros mal contados debajo del colchón y hacerle una higa al banco. Luego caigo en la cuenta de que entidades públicas y privadas me han obligado a domiciliar los recibos y me han convertido en un rehén bancario, así que me resigno a seguir pagando comisiones abusivas hasta por pisar una de las pocas sucursales que van quedando en este país. Quien a estas alturas crea que los bancos están para prestarle un servicio a los ciudadanos deberían abandonar de una vez esa romántica idea: el único y descarnado objetivo de un banco que se precie es obtener beneficios y, si no, no hay banco que valga o resista. También están los que creen que nacionalizando la banca resolveríamos el problema por arte de magia, pero después de lo ocurrido con las cajas no vale la pena perder mucho tiempo en comentar esas ocurrencias.

Reduciendo costes y maximizando beneficios

Notable ha sido el revuelo que han levantado los ERES de CaixaBank - que prevé prescindir de casi 8.300 trabajadores de una tacada -, BBVA, Santander o Sabadell: entre todos juntos pondrán en la calle o enviarán a la prejubilación a casi 18.000 empleados, aunque puede que la cifra se reduzca algo en la negociación con los sindicatos. En números redondos, en los últimos 11 años han dejado el sector unos 100.000 empleados, un tercio aproximadamente del total. Con los ERES anunciados estos días la plantilla bancaria se reducirá otro 10% y probablemente no será la última criba si, como se barrunta, hay nuevas fusiones al hilo de lo que piden el BCE e incluso el Gobierno español. Por otro lado y a pesar de una cierta contención en las retribuciones variables de los altos ejecutivos, sus sueldos siguen siendo una indecencia. Vale que sea una empresa privada que puede establecer los salarios que estime apropiados para sus directivos, pero debería haber un límite porque, pasar de percibir 500.000 euros a 1.600.000 como hará el presidente de CaixaBank tras la fusión, es de todo menos presentable socialmente en un país arrasado. 

Los bancos quieren cerrar también una nueva tanda de oficinas y reducir más el contacto directo con sus clientes. CaixaBank prevé cerrar 1.500 sucursales y el BBVA hará lo propio con otras 500. El número de oficinas bancarias en España ha retrocedido un 50% en la última década. Los principales afectados son las personas mayores, los clientes sin habilidades informáticas y las zonas más despobladas del país, en donde a este paso no se va a encontrar una oficina o un cajero automático ni para un remedio. Por cierto y entre paréntesis, es significativo que en todos los análisis y comentarios de opinión publicados estos días sobre los ERES de la banca, nadie incida precisamente en la situación social desfavorable en la que quedan esas personas, convertidas en simples números prescindibles para su banco. Aún así, se asegura que la red española de oficinas es la segunda más densa de la Unión Europea, de manera que hay que cerrar un buen número para reducir gastos le pese a quien le pese.

Es el mercado, estúpido

En la misma línea se justifica la destrucción de empleo, ya que el personal representa de media más del 50% de los costes de un banco. Si a lo anterior unimos la extensión de las nuevas tecnologías, los bajos tipos de interés sin visos de subir a corto o medio plazo, la creciente competencia de bancos que operan por internet, la situación económica y las exigencias de capital y solvencia por la crisis, tendremos todos los elementos para justificar un majo y limpio de empleo histórico como el que está a punto de realizar la banca española en su proceso de reestructuración y concentración. 

El Gobierno, que enseguida ha olvidado que tiene el 16% de CaixaBank y que incluso ha presumido de que supuestamente no se puede despedir en medio de la pandemia, ya se ha apresurado a calificar de "inaceptable" el recorte de empleo y a criticar los sueldos de los altos directivos. Era lo que tocaba teniendo en cuenta que la noticia ha coincidido con la feroz campaña madrileña. Sabedor de su estrecho margen de maniobra ha apelado al Banco de España para que "haga algo", sin especificar qué exactamente, y ha recordado el dinero público destinado a sanear entidades en apuros, que por su importancia para el sistema no se podían dejar caer a pesar de su mala cabeza durante el boom del ladrillo. Pero el Banco de España hace tiempo que tampoco puede ni quiere hacer mucho, ya que estos asuntos los maneja desde Frankfurt el Banco Central Europeo. Así que, salvo la amonestación moral de rigor para la galería, poco más puede hacer el Gobierno por mal que le venga este nuevo dato de destrucción de empleo.   

Asumir la realidad no es resignarse ante ella

Todo lo anterior no significa que nos debamos resignar. La defensa del empleo corresponde a los sindicatos que, en no pocas ocasiones, han callado y transigido en cuanto les han puesto sobre la mesa las compensaciones económicas que percibirán los despedidos. En el caso de los ERES de CaixaBank y BBVA hablamos de entre 200.000 y 300.000 euros por trabajador, la cual no es una mala compensación. En cuanto a las retribuciones de los altos directivos, el Banco Central Europeo debería establecer ciertos límites que eviten la alarma social por unos emolumentos absolutamente desproporcionados en relación con la situación económica general. También debería poner pies en pared ante el incremento desaforado e injustificado de las comisiones bancarias a unos clientes cautivos sin más opción que pagar o guardar su dinero en un calcetín. 

Y, por último, respecto a la drástica reducción de oficinas deberían encontrarse fórmulas que refuercen la colaboración público - privada para continuar prestando servicio de calidad a los usuarios de zonas poco pobladas o mayores de edad sin capacidad para desenvolverse en internet. A la banca se le puede y debe exigir una responsabilidad social de la que muchas veces presume pero no siempre practica. Ahora bien, a partir de ahí y para todo lo demás, se impone la lógica inmisericorde de la competencia del mercado y su evolución. Esto no es dar por buena la ley de la selva sin exigir nada a cambio a unas entidades que, en ningún caso, tienen derecho a reclamar patente de corso para ignorar lo que la sociedad exige de ellas, más allá de una legítima ambición de obtener beneficios económicos para sus accionistas. 

No, vivir aquí no es una suerte

Dice un viejo y manoseado lema publicitario, falaz como casi todos los de su tipo y empleado para un roto y un descosido, que es una suerte vivir en Canarias. Yo niego la mayor, vivir en Canarias nunca ha sido una suerte y menos que nunca en los pandémicos tiempos actuales. Apenas que miremos más allá de las playas paradisiacas y de otros cuatro o cinco tópicos con los que los canarios solemos consolarnos, descubriremos un horizonte preñado de incertidumbres en el que es casi imposible atisbar algo que sugiera un futuro menos gris y deprimente para la gente de esta tierra. Dirán ustedes que he amanecido algo pesimista y no lo niego, pero no encuentro razones para el optimismo por más que las busque. 

Si uno comienza el día echando un vistazo a los periódicos apenas encuentra otra cosa que no sea el cansino conteo diario de contagiados, fallecidos y vacunados y poco más a lo que merezca la pena dedicarle algo de tiempo y atención, salvo que a estas alturas aún interesen a alguien los insufribles dimes y diretes entre políticos. Es como si el tiempo se hubiera detenido para siempre en marzo de 2020 y desde entonces viviéramos un eterno día de la marmota del que ya será imposible salir. Pero si nos centramos en las cosas que realmente importan y dejamos a un lado la faramalla insustancial con la que nos solemos dopar para conllevar esta pesadilla sin caer en la más absoluta melancolía, no veo ningún dato que invite a mirar con una pizca de confianza el futuro más próximo ni en lo sanitario ni en lo social ni en lo económico ni en lo político.

Sanidad: ni vencemos el virus ni avanzamos con la vacunación

En el plano sanitario llevamos meses bailando la yenka con el virus: ahora baja aquí pero sube allá, ahora elevo el nivel en esta isla y lo bajo en la otra y, mientras los contagios vuelven a ganar terreno, espero el santo advenimiento a ver si aburrido se va y nos deja en paz de una bendita vez. Si hablamos de vacunación prometemos en el Parlamento que estamos en disposición de dispensar 33.000 vacunas diarias, pero lo cierto es que seguimos casi a la cola del país en administración de la pauta completa, sin que nadie dé una explicación satisfactoria que no pase por echar la culpa a otros. Si añadimos la lamentable gestión de las vacunas que han hecho las autoridades comunitarias y españolas y las improvisaciones y cambios de criterio del plan nacional de vacunación, que no han hecho sino aventar la desconfianza social, ya me dirán cómo se puede mantener aún a estas alturas el optimismo que rodeó el inicio de la campaña a finales de diciembre pasado. 

(Juan Carlos Alonso)

Para terminar de enredar aún más la situación, el Gobierno anuncia el fin del estado de alarma pensando más en razones políticas que sanitarias, y sin haber previsto junto al Parlamento un amparo jurídico que permita a las comunidades autónomas adoptar medidas restrictivas para hacer frente a un virus que no parece ni mucho menos bajo control, como ha pretendido hacernos creer el presidente en dos ocasiones. Tal vez si durante el año largo que dura ya la pandemia nos hubiéramos dedicado mucho más a combatirla con más tino y sentido común que el demostrado y mucho menos a darla por derrotada para salvar temporadas turísticas varias, hoy podríamos tener en Canarias alguna esperanza de salvar al menos parte de la de verano y seguramente la de invierno. 

La economía en la UCI y la salud social dañada

La realidad en términos de trabajadores en ERTES o en paro no se compadece en cambio con los mensajes que como árnica repiten a diario los responsables públicos sobre crecimiento, PIB o empleo, meros deseos que las estadísticas se han ido encargando de desmentir uno a uno. Usando un símil sanitario muy apropiado en la actual situación, se puede afirmar que la economía canaria está en la UCI a la espera de que llegue la prometida respiración asistida en forma de las ayudas directas que un año después del inicio de la pandemia ha tenido a bien aprobar el Gobierno español, mientras sus homólogos francés, italiano o alemán las aprobaron y entregaron hace más de un año. Para el turismo, la sangre que impulsa la economía canaria y para el que sigue sin haber alternativa viable por mucho que se anuncien por enésima vez planes de diversificación económica en los que casi nadie en realidad cree, solo ha habido promesas varias veces anunciados y nunca materializados en algo concreto y tangible. 

(Carlos de Saá)

No es posible esperar una buena salud social con este desolador panorama sanitario y económico. Las ONGs como Cáritas, Banco de Alimento o Cruz Roja reportan incrementos alarmantes de pobreza y exclusión que parecen  haber desbordado los servicios sociales públicos. Mientras, los políticos se tiran los trastos o presumen en las redes de una gestión social manifiestamente mejorable a la vista de los resultados. Por si todo lo anterior fuera poco, el Gobierno central ha decidido que Canarias sea dique de contención de la inmigración irregular procedente de África con rumbo a Europa y ha desoído por activa y por pasiva las quejas de un presidente autonómico incapaz de hacer valer ante Madrid la posición ampliamente mayoritaria de la sociedad canaria. A una gestión opaca y prepotente del fenómeno, Madrid ha unido además el trato inhumano a estas personas y ha generado un clima de malestar y tensión social que nunca es positivo y mucha menos en medio de una crisis social y económica como la causada por el coronavirus. 

Cierto es que sale uno a la calle y ve que terrazas, centros comerciales o playas aparecen abarrotadas de gente que parece feliz y despreocupada, en ocasiones tan despreocupada que hasta olvida usar la mascarilla o mantener la distancia de seguridad. No sé si es inconsciencia colectiva del oscuro panorama que tienen ante sí estas islas o si hay una suerte de dopaje social que lleva a muchos a creer que el Estado proveerá con dinero tal vez caído del cielo aunque desaparezcan la mayoría de las empresas y no haya trabajo más que para un grupo de elegidos. Aunque también puede que yo tenga una visión muy desenfocada de la realidad que me rodea, es decir, que yo me equivoque de medio a medio y que ciertamente sea una suerte vivir en Canarias. 

Sánchez dice que tiene un plan

Puesto a pulverizar récords, Pedro Sánchez terminará arrasando todos los que se proponga: en promesas incumplidas o vueltas del revés va camino de dejar chiquito a Rajoy, que tampoco era manco; no le ha crecido la nariz pero es un buen émulo de Pinocho; ha vencido dos veces al virus de la COVID-19; y, lo penúltimo, ha presentado ocho veces -¡ocho!- el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia que, si no les molesta y por abreviar, llamaré "plan" a secas. Con un título tan infatuado, fruto seguramente de la imaginación recalentada de Iván Redondo, Sánchez quiere enamorar a la Comisión Europea para que suelte los 140.000 millones de euros de los llamados fondos de reconstrucción por la pandemia. 

El principal problema del plan es su inconcreción, lo que hace más admirable aún que Sánchez lo haya proclamado a los cuatro vientos, acompañado de intensa trompetería mediática, en nada menos que nueve ocasiones si contamos la de esta semana en el Congreso. Dicen los mal pensados que Sánchez hace propaganda con el plan de marras todas las semanas y fiestas de guardar, pero para mí es que Iván Redondo le ha dicho que lo venda con entusiasmo y convicción como si fuera el bálsamo de Fierabrás. 

(BERNARDO DÍAZ)

Ni concreción ni reformas claras

En el Congreso esperaban esta semana sus señorías que el presidente acudiera con algo más que un  catálogo de buenas intenciones, conocido también como carta a los Reyes Magos. Pero eso fue exactamente lo que recibieron: 200 páginas y otras 100 de anexos llenas de "modernización", "digitalización", "transición", "motor de cambio", "crecimiento potencial", "impulso" o "capital humano". Todo eso, que a los incondicionales les suena a música celestial, carece sin embargo de letra y estribillo reconocibles: ni precisa Sánchez objetivos concretos en términos de creación de empleo o demanda o producción de los proyectos que pretende impulsar con dinero comunitario y, lo que es más preocupante, juega al escondite con las reformas que exige Bruselas a cambio de soltar los euros. 

En este capítulo entra lo que piensa hacer con el mercado de trabajo, si dejarlo estar, si derogar la reforma laboral de Rajoy o retocarla solo aquí y allá aunque Pablo Iglesias - perdón, Yolanda Díaz - deje de sonreír y le ponga mala cara. Tampoco se percibe con claridad cuáles son sus planes para hacer sostenible el sistema público de pensiones, aunque el ministro Escrivá ande lanzando globos sonda a ver qué nos parece trabajar hasta la víspera del deceso para que el tinglado no se venga abajo. 

En fiscalidad estamos ante otro de esos juegos de manos tan habituales en este país, en donde se suele llamar reforma fiscal a cualquier parche que quede bien para la demagogia política y que suele acabar recaudando mucho menos de lo previsto. Una verdadera reforma fiscal que desbroce maraña, elimine exenciones injustificadas, persiga el fraude y la elusión y fortalezca sin populismos ni aspavientos el principio de progresividad fiscal, ni está ni se le espera. Pero como todos estos asuntos son casus belli entre el PSOE y Podemos, el Gobierno parece que va a mirar al tendido y silbar cuando Bruselas le pida concreción. Hay que dormir bien por las noches y, sobre todo, no anunciar medidas impopulares en plena campaña madrileña en la que el presidente parece el candidato del PSOE.

(EFE)

Sánchez presume de un plan hecho de copia y pega

Todas esas carencias no impiden que Sánchez se refiera al plan como "el más ambicioso de la historia reciente de España" y lo compare con la entrada en la UE. Es de nota que, aún así, falten solo quince días para que lo presente en Bruselas y todavía lo tenga sin encuadernar ni ponerle el hinchado título mencionado más arriba. Porque esa es otra, tal vez habría que dejar de llamar "plan" a lo que parece un copia y pega de documentos ministeriales varios que alguien tendrá al menos que paginar para que en Bruselas no se pierdan. También presume Sánchez de diálogo, como se demuestra por el hecho de que la oposición conociera oficialmente el documento solo doce horas antes del pleno de esta semana. Alega el Ejecutivo que no es definitivo, lo cual salta a la vista, pero no aclara si lo someterá a la consideración de la cámara cuando lo pase a limpio y antes de presentarlo en Bruselas para que le den la bendición. 

Dando por hecho que Bruselas no devolverá los papeles y que los jueces alemanes no se pondrán muy tiquismiquis con la aprobación de los fondos, España recibirá una generosa lluvia de millones que se deberán administrar con cabeza, centrados en los problemas económicos de este país y en el bien común. Esa batalla ya se adivina tensa después del dictamen del Consejo de Estado, que el Gobierno guardó bajo siete llaves todo lo que pudo, en el que se subraya "la necesidad de implementar todas las medidas precisas para garantizar una adecuada y eficiente asignación de los recursos" europeos. "Adecuada" y "eficiente" son las palabras clave para no perder una oportunidad verdaderamente histórica en un país arrasado. Aquí tiene Sánchez materia sobrada para hacerse con unas cuantas marcas mundiales en eficacia, eficiencia, transparencia y sentido de estado, aunque para eso hay que pasar de una vez de la propaganda y la palabrería huera a las acciones concretas: no es hora de vender más humo sino de dar trigo. 

Ayudas directas: tardías y escasas

Uno de estos meses, con suerte antes de que acabe el año, recibirán las empresas españolas que aún  sobrevivan a la crisis y reúnan los requisitos, el magro maná que en forma de ayudas directas les concede el Gobierno de Pedro Sánchez. Pero calma y paciencia, que las cosas de palacio van más despacio que de costumbre, que ya es decir: para que eso ocurra debe producirse una conjunción astral de las burocracias estatal y autonómicas y luego, si ningún otro obstáculo se cruza en el camino, se transferirá el dinero a sus felices beneficiarios, que en realidad lo necesitaban con urgencia para el año pasado. 

Si entonces el Gobierno español hubiera seguido los pasos del alemán, el francés o el italiano, que no dudaron en aprobar ayudas no reembolsables para que las empresas con problemas de liquidez capearan el temporal, muchos autónomos y pymes españoles no habrían echado el cierre y muchos trabajadores no habrían ido al paro. Pero así es este país, de los otros solemos importar lo menos bueno antes que nadie pero somos los últimos en imitar lo más útil y urgente. 

Comparativa desfavorable para España

Pero no es solo que las ayudas lleguen con retraso en España, sino que las cuantías son también las más raquíticas. Frente a los 11.000 millones aprobados por Sánchez, 7.000 de los cuales los gestionarán las autonomías, tenemos los 50.000 millones de Alemania, que va ya por el tercer mangerazo de liquidez, los 18.600 de Francia o los 25.000 de Italia. Y no es solo una cuestión de cuantías, sino también de cobertura: en todos los países mencionados las ayudas cubren porcentajes mayores de pérdidas que en España. En nuestro país se compensará entre un 20% y un 40% de pérdidas en las actividades más castigadas por la crisis, frente a Italia en donde la cobertura llega al 60%, Alemania, en donde se eleva al 90%, y Francia, que cubre el 100%. La cuantía máxima por empresa en España es similar a las de Francia e Italia, pero muy inferior a la de Alemana.

EFE

Además, a diferencia de esos países, en donde las ayudas se extienden a todos los sectores de la economía, en España solo llegarán a los más afectados, principalmente la hostelería, el ocio o el comercio. Bien es cierto y, hay que subrayarlo, que en España se han aprobado créditos reembolsables avalados por el ICO por importe de unos 120.000 millones y se han destinado a los ERTES otros 40.000 millones. Es un esfuerzo importante que, sin embargo, no debía haber sido excluyente respecto a las ayudas no reembolsable que muchas empresas necesitaban para pagar los gastos corrientes, reducir sus deudas con el banco o hacer frente a las facturas. 

Dichas ayudas eran más urgentes y estaban más justificadas si cabe, habida cuenta el destrozo económico provocado por la pandemia en un país tan dependiente del sector servicios y en donde el tejido empresarial está integrado mayoritariamente por pequeñas y medianas empresas de escaso músculo financiero. Todo lo cual contrasta con los rescates de empresas inviables como la aérea Plus Ultra, a la que se pretende hacer pasar por "estratégica" para entregarle 53 millones de euros, y en donde falta transparencia y sobra discrecionalidad sospechosa en la actuación del Gobierno. Aunque dicen que llorar sobre la leche derramada solo produce melancolía, conviene no olvidar cómo se han hecho las cosas para pasar factura cuando se presente la ocasión. 

Con la burocracia hemos topado: el caso canario

Estos son, grosso modo, las cifras de las esperadas ayudas directas. Pasemos a la letra pequeña, la gestión para que lleguen cuanto antes a las empresas y autónomos que las reclaman desde hace un año. A diferencia de Francia o Italia, en donde la gestión es centralizada, es decir, la lleva a cabo el gobierno nacional, en Alemania son los estados federados los que se encargan de ese trabajo. En España la función recaerá en las autonomías, con las que el Gobierno central no ha tenido siquiera la deferencia de reunirse para hacerles el anuncio y acordar una serie de criterios  comunes. 

La ministra de Hacienda se ha limitado a decir que se les transferirán mediante convenios los 7.000 millones de euros y a otra cosa, mariposa. Y es, llegados a este punto, cuando muchos nos hemos empezado a hacer cruces: ¿serán capaces las regiones de tramitar las peticiones de ayudas en tiempo y forma para que las empresas que las necesiten y cumplan los requisitos no mueran definitivamente de inanición financiera? Si les digo les engaño, pero no me hago muchas ilusiones. 

EFE

En primer lugar, el real decreto aprobado por el Gobierno a mediados de marzo deberá tramitarse como proyecto de ley, lo que demorará su entrada en vigor. Los grupos políticos presentarán enmiendas para revisar las actividades susceptibles de recibir ayudas respecto al centenar que ha previsto el Gobierno; por ejemplo, prever ayudas en Canarias para "agentes de ferrocarril" o "fabricantes de armas" suena cuando menos chusco. El riesgo cierto, ya advertido por los expertos de FUNCAS entre otros, es que la desigual capacidad de gestión de las autonomías genere también desigualdades territoriales en el buen uso de estas habas contadas que son las ayudas directas. En Canarias, la comunidad teóricamente más beneficiada en el reparto con 1.140 millones,  la ayuda podría  quedar en agua de borrajas si no se revisan las condiciones de acceso y la lista de sectores incluidos y excluidos para adaptarla a la realidad económica insular y, al mismo tiempo, no se decreta un verdadero zafarrancho de combate en la administración pública regional.  

Hay que ponerse las pilas ya

Lo cierto es que la burocracia autonómica canaria no se ha mostrado precisamente ágil y eficiente en la tramitación del Ingreso Mínimo Vital o los 84 millones de euros en ayudas a fondo perdido a las empresas aprobados por el Ejecutivo canario, por poner solo dos ejemplos. ¿Por qué hemos de suponer que con las ayudas directas del Gobierno central será distinto? Y eso que no estamos hablando aún de los fondos de reconstrucción de la UE, de los que nos ocuparemos en otro momento,  que deberían llegar en los próximos meses y que también habrá que gestionar. 

Muy buenas pilas deberán ponerse el Gobierno canario y los empleados públicos para administrar unas ayudas que, al paso al que va la vacunación en España y aunque tardías y raquíticas, aún pueden evitar el cierre de muchas empresas y el adiós a la actividad de no menos trabajadores autónomos. No es un reto menor ni sencillo, como casi nada para nadie en medio de esta pandemia. Superarlo no es una opción sino una obligación pública ineludible ante la que no cabe arrastrar los pies: en caso de fracaso no habrá nadie a quien echar las culpas salvo al Gobierno autonómico y su incapacidad para la gestión del interés general.  

Cuando todo nos da igual

Tengo la sensación de que hemos bajado los brazos, de que ya no nos importa gran cosa que la democracia se deteriore ante nuestros ojos: nos estamos limitando a encogernos de hombros y a culpar del problema a los políticos y sus insufribles peleas de patio de colegio, como si nuestra pasividad no tuviera nada que ver con lo que ocurre. Cuando asumimos sin pestañear que una ministra desprecie la presunción de inocencia sin inmutarse o que un ministro del Interior cese a un subordinado porque se ha negado a incumplir la ley; o cuando damos por bueno que ese mismo ministro, magistrado por más señas y mayor agravante, justifique que la policía recurra al viejo y dictatorial método de la patada en la puerta para entrar en un domicilio privado sin orden judicial, es que acabamos de dejar atrás una nueva línea roja de lo que no debe ocurrir jamás en un país democrático. 

Si por añadidura nos deja fríos que el responsable político de esas barbaridades no solo no dimita sino que no sea cesado por quien tiene la responsabilidad política de su nombramiento, solo habremos certificado que se abra la puerta a más patadas en la ídem, a más injerencias políticas en terrenos que tiene vedados como la investigación policial y, en definitiva, a la vulneración sistemática de derechos fundamentales consagrados en la Constitución. 

EFE

La patada en la puerta como síntoma

La patada en la puerta es solo un síntoma más del grave deterioro que sufre la democracia ante nuestros ojos, cada vez más acostumbrados a que el Gobierno haga de las leyes y las normas de obligado cumplimiento un cuestión de pura y simple conveniencia política.  Ocurre, por ejemplo, con la rendición de cuentas que todo poder ejecutivo debe al parlamento, pero que en España ha pasado a depender de la voluntad de una mayoría parlamentaria y de un presidente del Gobierno, mucho más proclive a las comparecencias sin preguntas de los periodistas y de los lemas propagantísticos, que de vérselas cara a cara con la oposición en el Congreso. El interminable estado de alarma es desde hace más de un año la coartada perfecta para gobernar por decreto y recortar sin mayores miramientos derechos y libertades que, si en algunos casos pueden tener una justificación temporal, en otros muchos carecen de ella. 

Por estrafalario y ridículo merece capítulo aparte el disparatado decreto obligando a usar la mascarilla en descampado o playas aunque estemos completamente solos y no corramos riesgo alguno de contagiar o de que nos contagien. Que el mismo día en que el BOE publica tamaña estupidez la ministra de Sanidad hable de revisar la norma "con criterios técnicos" y que las autonomías empiecen a hacer sus propias interpretaciones "con sentido común", solo ha venido a corroborar que, no solo no gobiernan filósofos, sino verdaderos ignorantes. Los casos de mal gobierno y de vulneración de principios elementales no escritos en un sistema democrático, como el respeto debido a la oposición por poco que gusten sus críticas al ejecutivo de turno, se acumulan sin que parezca preocuparnos la deriva. 

Cuando se pierden hasta las formas y el respeto 

El Congreso es la corrala en la que los políticos - del Gobierno y de la oposición - ventilan su mala educación y montan espectáculos mediáticos sin importarles gran cosa la realidad del país. Un diputado de la oposición manda al médico a uno de un partido rival que se preocupa por la salud mental y no pasa nada. O una ministra de Educación -¡qué sarcasmo! - falta desabridamente al respeto a un diputado de la oposición que expone su legítima posición sobre la educación especial y, en lugar de indignarse, no faltan palmeros que aplaudan sus malos modos y le pidan más: si el de la crítica era de la oposición se merece eso y mucho más y puede dar gracias de que no haya sido tildado de "fascista".


Puede que sea precisamente la prepotencia y la soberbia la que nos lleve a este derrotismo y a considerar que no vale la pena perder el apetito pidiendo imposibles. Ahí tenemos a Ábalos, el inefable ministro de las mil versiones, envuelto en el turbio asunto del rescate de una compañía aérea de inconfundible aroma chavista a la que se hizo pasar por "estratégica" para regalarle 53 millones de euros de todos los españoles. Las informaciones sobre la discrecionalidad que ha rodeado la decisión se acumulan, pero a nadie parece importarle gran cosa que detrás de la oscura operación pueda haber intereses que nada tienen que ver con apoyar a una empresa vital para el país. Con la misma abulia estamos contemplando las maniobras del Gobierno para evitar el control del reparto de los fondos europeos de reconstrucción. Para ello no dudó en ocultar el informe del Consejo de Estado que recomendaba reforzar los controles  para evitar precisamente la discrecionalidad. 

75.000 muertos y ni una disculpa ni una autocrítica

Los españoles asistimos a este carrusel de ejemplos de mal gobierno y falta de transparencia en todos los ámbitos con la misma apatía que contemplamos la serie interminable de decisiones contradictorias, improvisaciones y descontrol en la gestión de la pandemia. Ya me he referido al lamentable sainete de las mascarillas obligatorias en descampado, pero en la mente de todos está el baile de la yenka con su uso al comienzo de la crisis, la falta de prudencia científica y el exceso de previsiones de barra de bar, casi siempre incumplidas, del doctor Simón, la huida a Cataluña sin rendir cuentas de Salvador Illa, el incumplimiento de la prometida auditoría externa de la gestión o el voluntarismo con las vacunas y la fórmula facilona de culpar de todo a las malvadas farmacéuticas. 

EFE

Y sin embargo, más de un año después del inicio de esta interminable pandemia, nadie del Gobierno ni de sus aliados ni de sus palmeros han pedido nunca una sola disculpa por los más de 75.000 muertos que ha producido la enfermedad ni ha reconocido un solo error - "no se podía saber" - ni se ha comprometido a intentar hacer las cosas mejor. En cambio han menudeado las declaraciones irresponsables y triunfalistas, el "hemos vencido al virus" y las decisiones equivocadas que nos tienen hoy a las puertas de la cuarta ola. Ahora bien: ¿se lo hemos exigido los ciudadanos? Me  temo que no. 

La fatiga social y el todo da igual

Mucho se habla estos días de la fatiga provocada por la pandemia, tanto en el ámbito individual como en el social: restricciones de la movilidad, recorte de libertades, pérdidas personales irreparables, secuelas mentales y físicas, incertidumbre económica, sensación de orfandad y abandono por parte de una clase política, en general insensible ante una dura realidad compleja y amorfa, pueden ser algunos de los elementos integradores de ese cansancio que, quien más y quien menos, sentimos ya sobre nosotros. Y seguramente será también la causa de que ya no nos queden fuerzas para rehacernos y afrontar el destrozo democrático que tenemos ante nosotros. 

Estamos abdicando nuestras responsabilidades como ciudadanos o, como mucho, alistándonos en las filas de los palmeros del Gobierno o en las de la oposición, tan responsable como los partidos del Ejecutivo de la polarización de la vida política cuando más se requería de todos anteponer el bien común al partidista. Nos equivocamos gravemente pensando que todo da igual y olvidando que esos políticos de los que nos quejamos o ni siquiera eso, los hemos elegido entre todos y de todos es por tanto la responsabilidad de exigirles decencia, trabajo y transparencia. Que es difícil ya se sabe pero hablamos de democracia: para encogernos de hombros o asentir ante todo lo que hace el poder ya tenemos las dictaduras y los regímenes autoritarios y estoy seguro que no es eso lo que queremos la inmensa mayoría de los españoles.

Canarias toca fondo

No es fácil encontrar hoy en Canarias algún parámetro que invite al menos a un muy moderado optimismo sobre el futuro a corto y medio plazo. No es que uno no ponga entusiasmo, es que no existe ninguno que no tenga su contrapartida negativa. Tampoco es que a uno le guste ser un cenizo que lo ve todo negro y cuanto peor, mejor; ni eso ni un ingenuo optimista, convencido de bobadas como esa de que todas las crisis son magníficas oportunidades para reinventarse y majaderías similares. En resumen, no creo que de la pandemia salgamos mejor ni más fuertes, como rezaba la propaganda gubernamental que apenas tardó unos días en envejecer: solo espero que salgamos como Dios nos dé a entender y con eso ya me conformo. ´

Por encontrar entre tanto nubarrón un pequeño rayo de esperanza me quedaría con el llamado "pasaporte verde digital", con el que la UE quiere reactivar los viajes el próximo verano. No hace falta que subraye la importancia de esa medida para una economía zombi como la canaria, a la que si le faltan los turistas es como si le faltara la sangre de su tejido productivo. La pega - siempre hay alguna - es que el pasaporte en cuestión despierta ciertos recelos de orden legal en determinados países comunitarios, de ahí que convenga no lanzar aún las campanas al vuelo: demasiadas veces se han lanzado en esta interminable crisis y a la vista está que siempre ha sido precipitado. El ejemplo más evidente son las incumplidas promesas de la ministra Maroto de un plan específico para recuperar el turismo canario que, a este paso, estará listo para la siguiente pandemia. 

Situación sanitaria: el día de la marmota

Sin ser de las que peores cifras presenta, la situación epidemiológica canaria parece estancada: el número de contagios es un yo-yó que sube y baja de manera recurrente y lo que se avanza una semana se retrocede la siguiente. Mientras, el Gobierno autonómico no parece tener otro plan que no sea el de subir y bajar también el mareante semáforo de riesgo epidemiológico, empleando criterios cambiantes y confusos. Estos cambios constantes y que casi nunca se explican ni se justifican con la suficiente claridad, más que invitar a la población a respetar las normas, lo que hacen es incentivar a que las incumpla o a que cada cual haga lo que le parezca más oportuno. 

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La vacunación avanza al golpito, sin prisa pero sin pausa cabría decir. Da la sensación de que se vacuna solo algo más rápido que en la campaña de la gripe común, pero no con la celeridad que requiere la pandemia y la necesidad de incrementar de forma significativa el paupérrimo 5% de población diana vacunada hasta la fecha. También hay dudas razonables sobre el control sanitario de los viajeros que llegan a las islas y en qué medida han sido o no causantes de contagios importados. El corolario de esta situación se resume en más de 600 fallecidos y más de 43.000 contagiados, datos que, sin embargo, no parecen espolear lo suficiente a los responsables públicos para tomar medidas que permitan salir de una situación sanitaria que ya empieza a recordarnos el día de la marmota. 

Situación social: a peor la mejoría

Canarias tenía el dudoso honor de encabezar la clasificación autonómica de población en riesgo de pobreza o exclusión social. Las últimas estadísticas disponibles sitúan en esa situación a un tercio de los ciudadanos de las islas, aunque es muy probable que la pandemia haya agravado el dato. Así lo sugieren las declaraciones de responsables de organismos como la Cruz Roja o los bancos de alimentos. Frente a las promesas y el catálogo de buenas intenciones del gobernante Pacto de las Flores, la comunidad autónoma también permanece a la cola en atención a la dependencia, un problema que ya parece crónico a pesar de la leve mejoría experimentada el año pasado. 

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Para ensombrecer más el panorama, el aumento de la inmigración irregular y la penosa pasividad de los poderes públicos han tensado más la cuerda. Al final, un fenómeno que se pudo y debió gestionar cuando los flujos empezaron a crecer se ha convertido en una papa caliente ante la que el Gobierno canario parece que ha bajado definitivamente los brazos, después de que su presidente amenazara con "revirarse" pero no diera un paso más allá de las palabras. Entretanto, el Ejecutivo central, el que tiene las competencias en la materia, ha hecho oídos sordos a las peticiones de Canarias para que las islas no se conviertan en un dique seco de inmigrantes irregulares. Aunque no satisfecho con eso, racanea incluso la alimentación de personas retenidas por la policía y que solo han incumplido un trámite administrativo. 

Situación económica: un zombi a la espera de los turistas

Dicho a la pata la llana, la economía canaria está hecha unos zorros: 280.000 parados, 90.000 trabajadores en ERTES, 20.000 pequeñas y medianas empresas viviendo de ayudas, otras miles que han cerrado para siempre y una caída del PIB del 20%, son datos elocuentes de la situación generada por la practica paralización del turismo. Al Gobierno de Canarias le ha faltado tiempo para alabar que el Ejecutivo central haya aprobado 2.000 millones de euros en ayudas directas para los dos archipiélagos. Aparte el hecho de que la medida llega demasiado tarde para muchas empresas que ya han echado el cierre definitivo, hay que recurrir de nuevo a la máxima prudencia. 

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En primer lugar aún se desconoce qué parte de los 2.000 millones corresponderán a Canarias, aunque lo más que preocupa es si el dinero llegará en tiempo y forma a quienes lo necesitan. A la vista de la experiencia reciente, hay dudas más que razonables de que la administración autonómica sea capaz de afrontar ese reto con garantías de éxito. Esperemos que lo haga por el bien de  miles de familias y de puestos de trabajo que dependen de ellas para sobrevivir. 

Situación política: ¿qué hay de lo mío?

A la vista de la situación descrita a muy grandes rasgos, uno querría creer que la clase política isleña no perdería el tiempo en juegos de manos. Sin embargo, tal vez contagiada por el penoso clima político nacional, en Canarias también se cuecen habas. Se me agotaría el catálogo de descalificaciones para describir el sainete de la elección de senador socialista por la comunidad autónoma. Como el lamentable espectáculo se empezaba a alargar más de lo que incluso en política es decoroso cuando hay pelea por los sillones, se optó por meter en el Gobierno a uno de los aspirantes a los honores senatoriales. 

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Que el agraciado en la pedrea esté investigado por presunta corrupción o que desplazara a una mujer de ese puesto, se convirtieron de la noche a la mañana en zarandajas sin importancia para un Gobierno y un partido que presumen de feministas y regeneradores de la política. Eso sí, se cumplió la máxima propagandística de no dejar a nadie atrás y se hizo sin pestañear ni ofrecer explicación alguna a la atónita ciudadanía. De las cuatro fuerzas que integran el Gobierno regional solo una ha protestado, mientras las otras tres han enmudecido ante un asunto por el que habrían montado un gran escándalo de haber estado en la oposición. 

Con este nuevo episodio de politiqueo de bajos vuelos queda otra vez en evidencia que la política con mayúscula es algo muy serio para dejarla en manos de los políticos: a poco que nos descuidemos la cabra tira al monte sin importarle la sanidad, la pobreza o la economía. Puede que su razonamiento más íntimo sea el de que la pandemia terminará pasando algún día, pero los cargos no se pueden dejar pasar por más que el barco se hunda mientras en el comedor se brinda con champán y suena la orquestina. 

Canarias: sin turistas no hay paraíso

Resulta ocioso a estas alturas subrayar la importancia económica del turismo para Canarias. Unos pocos datos bastarán para comprobarlo: el turismo representa más de un tercio del PIB de las islas y da empleo a casi un 40% de la población activa. De manera que, si los turistas no vienen, un modelo económico tan dependiente de una sola actividad se tambalea irremediablemente desde sus cimientos. Eso es precisamente lo que está pasando a causa de la pandemia de COVID-19, que ha venido a poner en evidencia con toda crudeza las debilidades del modelo productivo de las islas. Zonas turísticas hasta hace un año llenas de vida y actividad, aparecen hoy mustias y prácticamente desiertas. Hemos pasado de tener 15 millones de visitantes en 2019 a unas decenas de miles al año siguiente, con el lógico impacto sobre todo el tejido económico y social. 

La crudeza de las cifras

Las estadísticas más recientes sitúan el número de parados en casi 300.000  y los trabajadores en ERTES rondan el 35% de la población activa. La riqueza canaria se contrajo el año pasado en unos 11.000 millones de euros al bajar de 46.000 a 35.000, empobreciendo aún más a una comunidad autónoma que nunca ha ocupado los primeros puestos de la primera división de la riqueza nacional. Y ello es así porque, a pesar de las espectaculares cifras de turistas que llegaban año tras año antes de la pandemia, Canarias arrastra un paro crónico al que le cuesta bajar del 20% y unos porcentajes de riesgo de pobreza y exclusión que se elevan hasta el 35%. Las causas de esa aparente contradicción entre hoteles permanentemente llenos y deficiente distribución de la riqueza son variadas y complejas y analizarlas ahora nos llevaría mucho tiempo. 

En todo caso, a nadie se le puede ocultar que después de un año con los hoteles prácticamente vacíos y sin contar lo que aún pueda demorarse la ansiada recuperación, las cifras de paro y pobreza se agravarán en los próximos meses. Así por ejemplo, es probable que muchos trabajadores protegidos hoy por los ERTES pasen a engrosar también las listas del paro. Incluso confiando en la vuelta de los turistas en verano o en invierno en función de cómo evolucione la pandemia en los mercados emisores y en el propio destino, el futuro turístico es más incierto que nunca. 

El turismo que viene y los deberes pendientes

Si los expertos están en lo cierto, vamos a asistir en los próximos meses a una competencia feroz entre destinos para atraer visitantes por la vía del abaratamiento de los precios. Los grandes touroperadores no dejarán pasar la oportunidad de endurecer las condiciones para las reservas y la contratación y los hoteleros no tendrán más remedio que pasar por el aro o cerrar. La presión a la baja de los precios turísticos empujará en la misma dirección a los salarios y las condiciones laborales probablemente empeorarán. Este panorama sorprende a Canarias sin haber hecho los deberes tantas veces prometidos por los políticos y tantas veces aplazados: diversificar la economía regional para que situaciones sobrevenidas como esta, no causen tanto daño social y económico y sea posible recuperarse en menos tiempo y con menos dependencia de factores y agentes exógenos. 

Por no hacer ni siquiera se han hecho los deberes en el propio sector turístico, a pesar de ser el que tira de toda la economía. Por citar solo algunas de las debilidades más sangrantes, el grado de dependencia de touroperadores y compañías aéreas es prácticamente total y el uso de internet para la captación de reservas muy bajo; ni siquiera se han empezado a explorar nuevos nichos turísticos como el de los viajeros que desean combinar ocio y trabajo a distancia y, por no tener, un destino de primer orden como Canarias no dispone de una escuela de turismo y hostelería, que sea referente internacional y que prepare a las nuevas generaciones para ocupar los puestos que hoy desempeñan personal más cualificado llegado de fuera. 

Con esta alarmante falta de mimbres y armados solo con el sol y la playa y una planta hotelera no siempre acorde a los tiempos, se enfrenta el turismo canario a la era postcovid, en la que pocas cosas serán como antes. A las incertidumbre sanitarias relacionadas con la eficacia de las vacunas, se unirán elementos nuevos como la exclusión de los viajes de importantes segmentos de la población golpeados por la pandemia. Es muy probable que aumente considerablemente el interés por el turismo doméstico y de naturaleza, alejado de destinos masificados de sol y playa como el canario. Los turistas mirarán con lupa las condiciones sanitarias del destino y, aunque Canarias tiene ventaja en este capítulo frente a algunos destinos de la competencia, mantener esa seguridad generará costes nuevos que influirán en una cuenta de resultados ya muy resentida. 

Poderes públicos: del voluntarismo a la pasividad

Una realidad tan compleja e incierta para una actividad tan vital para Canarias, sin duda el territorio más afectado económicamente por la pandemia, no se ha visto correspondida en cambio por una gestión proactiva de unas administraciones públicas que obtienen buenos ingresos fiscales cuando hay vacas gordas. Al Gobierno de Canarias le está sobrando voluntarismo y faltándole recursos e ideas para ir más allá de la subvención, la ayuda o la campaña promocional en un constante quiero y no puedo. Poco cabe esperar también del Gobierno central, cuya responsable de Turismo lleva meses actuando más como pitonisa que como encargada pública del segundo destino turístico mundial después de Francia, según datos de 2018. 

La señora Maroto se ha pasado un año anunciando la recuperación del turismo para el próximo verano, la próxima Navidad, la próxima Semana Santa y así hasta el infinito. Sin embargo, no se le paga para lanzar augurios para los que, por otro lado, no parece muy dotada, sino para gestionar medidas que ayuden a recuperar la actividad. Su gestión de los corredores seguros para el turismo fue sencillamente nula, aunque buena prueba de su completa incapacidad es el flagrante incumplimiento de su promesa de julio de 2020 de impulsar un plan estratégico específico para el turismo canario, que ni está ni se le espera. 

No ha sido mi intención cargar las tintas en este artículo pero tampoco vestir de rosa una realidad más que oscura. Es cierto que, a pesar de los millones de turistas que llegaban antes de la pandemia, Canarias nunca fue un paraíso como se empeñan en hacer creer los viejos tópicos que tanto cuesta erradicar incluso en el Gobierno central. Sin embargo y, teniendo en cuenta que ningún modelo económico se puede cambiar o diversificar vía decreto pese a lo que intentan vender algunos políticos con mando en plaza, el turismo tendrá que continuar siendo la principal actividad simplemente porque no hemos querido, podido o sabido desarrollar otras alternativas o complementarias y disponer las cosas para una redistribución más equitativa de la riqueza. 

Y por eso, sin turismo y sin turistas no solo no habrá paraíso a medio y largo plazo, sino que se incrementarán más aún el paro y la pobreza en una tierra que sigue viendo como la riqueza que se genera en ella nunca revierte en mayores cotas de bienestar para toda su población.  

Mala y buena política

Es frecuente estos días leer en las redes sociales expresiones como "los peores políticos en el peor momento", en alusión a la clase política actual y a la pandemia del coronavirus. Posiblemente hay buenas dosis de razón en una frase aparentemente simple, superficial y generalizadora. Ignoro de dónde procede esa noción un tanto idílica de que la política y los políticos deben ser prístinos y puros como el agua de manantial; erróneamente damos por sentado que lo único que debería moverles es el bien común de los ciudadanos que representan y de cuyos impuestos perciben sus sueldos, habitualmente generosos. Se nos hace casi imposible creer que los políticos sean seres humanos que actúan como tales: enredando, mintiendo y mirando mucho más, e incluso exclusivamente, por su interés particular o de partido que por el de los ciudadanos como usted o como yo. 

No quiero parecer cínico ni justificar que la política deba ser irremediablemente cosa de tahúres y embaucadores, todo lo contrario: estoy convencido de que es posible servir al bien común honradamente a pesar de esas debilidades humanas. Solo quiero dejar claro que no deberíamos idealizar la política pensando que debe ser pura e inmaculada y, por consiguiente, tendríamos que ser mucho más exigentes con aquellos en los que hemos depositado nuestra confianza para que se ocupen de los asuntos públicos. Cuando eso no ocurre, cuando abdicamos nuestra responsabilidad y dejamos hacer, termina imponiéndose la pillería y el interés personal sobre la vocación del servicio público que todos los políticos dicen poseer. 

(ACN)

La peor política en el peor momento

Eso precisamente es lo que me temo está pasando en esta coyuntura histórica, en la que todos deseamos que los gestores de nuestros intereses colectivos sean capaces de mirar un poco más allá de las próximas elecciones y actuar con algo más de eso que se suele conocer como sentido de estado. Para un ciudadanos de a pie resulta incomprensible que, cuando llevamos un año de pandemia en el que ni un solo día han dejado de morir personas por esta causa, el enfrentamiento político a cara de perro no solo no se ha suavizado sino que se ha intensificado. No se trata de que no deba criticarse lo que se considere erróneo, porque la critica razonada y constructiva es esencial en una democracia. 

Lo que no es de recibo es utilizar la situación con fines partidistas, del mismo modo que quienes tienen la responsabilidad de la gestión no pueden ampararse en algún tipo de patente de corso o ley del embudo por la que las críticas se interpretan como un ataque a su legitimidad o un intento de desestabilización política. En una democracia, más o menos plena o imperfecta, debería imperar siempre el diálogo con la misma naturalidad con la que se aceptan las críticas del adversario cuando se hacen desde la buena fe y el deseo de contribuir al bien común. 

(EP)

Esta falta de diálogo y hasta de escrúpulos políticos en la peor de las crisis que ha vivido el mundo y nuestro país en muchas décadas, alcanza su cénit cuando políticos con altas responsabilidades públicas no dudan en cuestionar la calidad de la democracia española - entre las primeras del mundo, aunque como todo mejorable - o martillean a todas horas con la necesidad de una república que sustituya a la monarquía parlamentaria, una urgencia que solo a ellos preocupa en medio de esta situación. Son los mismos y del mismo partido que no solo eluden condenar la violencia callejera sino que incluso la alientan, en una peligrosa deriva a cambio de un puñado de votos o para demostrar a su socio de gobierno de qué pueden ser capaces si no acepta todas sus exigencias al pie de la letra. 

Populismo, demagogia y debates de campanario

Ante ese escenario un ciudadano corriente no puede sino conceptuar estas posiciones como política de la peor especie en el peor momento posible, porque ignoran o relegan a un muy segundo plano los asuntos prioritarios y ponen el foco en otros que pueden esperar perfectamente su turno sin que se les eche en falta. No tengo dudas de que a los ciudadanos que, después de este año durísimo, no saben aún cuándo ni cómo podrán continuar con sus proyectos de vida, estos debates interesados de campanario, trufados de populismo y grandes dosis de demagogia, son casi una ofensa a su inteligencia; o como si les dijeran que lo suyo debe esperar porque ahora hay que sacar a pasear a la república o hay que defender a un rapero que va a la cárcel por reincidente en sus agresiones y por sus letras de incitación al odio y a la violencia. 

(EFE)

Cierto es que la clase política de las últimas décadas no se ha caracterizado por una altitud de miras mucho mayor que la actual ni ha gozado de un mínimo de visión de estado para discernir entre los prioritario y lo accesorio ya que, en realidad, para ella lo principal siempre es todo lo que la ayude a mantener o conseguir el poder. No obstante, con la llegada al Congreso de los populismos de izquierda y de derecha el problema no ha hecho sino agravarse. Tal y como ocurrió en las protestas que dieron lugar al 15-M y de las que nació una de esas fuerzas populistas, muchos ciudadanos españoles tampoco se sienten hoy representados por la clases política actual. Se preguntan incluso qué pecado han cometido para merecer tanta mediocridad, demagogia y oportunismo en la peor de las situaciones sanitarias, económicas y sociales. 

Sé que las generalizaciones suelen ser injustas y que la inmensa mayoría de la infantería política de diputados, consejeros y concejales es gente honrada y trabajadora, que se gana el sueldo que les pagamos los contribuyentes. El problema principal radica en sus jefes de filas, a quienes deben obediencia si quieren repetir en las listas electorales. Es en los escalones más altos y visibles de la jerarquía política en donde campan por sus respetos líderes que no saben, pueden o quieren estar a la altura de lo que se espera de ellos en esta situación.

La política es algo muy serio para dejarla en manos de los políticos

Urge revertir, o cuando menos detener, el progresivo deterioro de la vida pública, la polarización política con las redes sociales y los medios como colaboradores necesarios, y apelar una vez más al entendimiento y la colaboración para hacer frente a la reconstrucción del país. No quiero ser alarmista pero temo por el sistema de convivencia pacífica que los españoles adoptamos por amplia mayoría en 1978 y que populistas e independentistas insisten en erosionar a toda hora, fieles a su lógica perversa de que cuanto peor le vaya a España mejor les irá a ellos. 

Nadie tiene en su mano la varita mágica para hacer, si no buena política, al menos la mejor política posible en estos momentos. Lo que sabemos todos, o al menos intuimos con creciente claridad, es que esta clase política está fallando cuando más necesidad tenemos de que aparque sus luchas de poder y piense en el futuro de España más allá de las próximas elecciones. Puede que no haya más remedio que esperar el relevo generacional, aunque tampoco me hago ilusiones a la vista de la experiencia que la democracia española ha ido atesorando en los últimos cuarenta años, en los que se ha producido un progresivo empobrecimiento intelectual y hasta moral y ético de nuestros políticos, con honrosas excepciones.

(EFE)

Creo que la clave la tenemos los ciudadanos, pieza central en toda democracia representativa, poseedores de la única fuerza capaz de que haya un cambio de rumbo o de que al menos no continuemos avanzando por el peligroso camino en el que nos encontramos. Admito que siempre que planteo esta idea enseguida me llamo iluso y admito que casi nadie saldrá a exigir en las calles una política mejor. Reconozco que cuando dentro de un par de años, o tal vez antes, los españoles seamos llamados de nuevo a las urnas, acudiremos a votar por quienes ya nos han fallado una vez y seguramente no dudarán en hacerlo de nuevo si volvemos a confiar en ellos y les dejamos hacer sin fiscalizar su labor. 

No tengo ninguna esperanza de que un buen día los políticos se levanten, se den cuenta de sus errores y empiecen a hacer las cosas de otra manera. Por eso es vital para el futuro de la democracia una ciudadanía más exigente y crítica, menos acomodaticia y adocenada en las redes y ante la televisión, consciente de su fuerza y dispuesta a hacerla valer. Ahora ya me pueden llamar iluso y con razón, pero la esperanza en una clase política digna de los ciudadanos que la eligen es lo último que quiero perder para seguir confiando en el futuro de la democracia en España. 

De Trump a Biden: una herencia envenenada

Escribo esto poco después de que el Senado de Estados Unidos aprobara la legalidad constitucional del juicio político contra Donald Trump. Es la primera vez en la historia de ese país que un presidente se enfrenta a dos iniciativas de este tipo. La que está en marcha llega cuando ya no ocupa el cargo pero por hechos ocurridos bajo su mandato, lo cual ha suscitado no pocas dudas constitucionales resueltas por el Senado en favor de las tesis demócratas. El primer "impeachment", relacionado con las conversaciones de Trump con el presidente de Ucrania para perjudicar políticamente a Joe Biden, fracasó por falta de apoyo republicano. El segundo, en el que se enjuicia a Trump por alentar la toma del Capitolio el 6 de enero, va por el mismo camino: es poco probable que los demócratas consigan convencer a suficientes republicanos para que prospere una iniciativa cuyo efecto práctico sería que Trump no podría ser candidato presidencial en 2024.

A pesar de todo, que el presidente saliente tenga el dudoso honor de ser el primero en ser enjuiciado políticamente dos veces, es significativo de la envenenada herencia que deja a su sucesor demócrata. Las bochornosas escenas ante el Capitolio, seguidas por televisión en todo el mundo, fueron una suerte de traca final y ruidosa de un mandato marcado precisamente por el ruido, la furia y la mentira. Después de lo visto y oído durante cuatro años, cabe decir que Trump no defraudó en su adiós a la Casa Blanca: no solo alentó a algunos de sus seguidores más extremistas para que asaltaran el templo de la democracia norteamericana, sino que siguió y sigue negando su derrota en las urnas.

El legado interno: un país empobrecido y dividido

Pero aquellas impactantes imágenes del Capitolio solo fueron la cresta del oleaje de un mar político revuelto, agitado durante cuatro años por Trump con un entusiasmo digno de mejor causa. Como por algún lado hay que empezar a analizar su legado, vamos a hacerlo por el sanitario, el más apremiante de los problemas a los que se enfrenta Biden. Después de meses de negacionismo y mentiras de su presidente, Estados Unidos se encaramó a los primeros puestos mundiales por número de contagios y de muertes. Según datos de esta semana, son ya más de 24 millones los infectados y más de 400.000 los fallecidos. La campaña masiva de vacunación ha empezado a revertir la cifra de contagios pero queda mucho y urgente trabajo por hacer. 

La economía, que no andaba especialmente fuerte cuando Trump accedió al poder, ha sufrido el impacto de la pandemia y ha agravado aún más la ya ancha brecha social en un país que arrastra una desigualdad social crónica. El número oficial de parados pasa de los 19 millones, la deuda pública no ha parado de crecer hasta convertirse en la más alta desde la II Guerra Mundial, el déficit público ya va por 3,3 billones de dólares y el déficit comercial ha seguido el mismo camino, con una ligera caída del que mantiene con China. 

También en política interna, Trump se ha quedado con las ganas de levantar el muro con México que iban a pagar los mexicanos. En su lugar ha levantado una intrincada valla burocrática y se han disparado las detenciones y las deportaciones de inmigrantes, en muchas ocasiones por causas nimias. El presidente que ha gobernado a golpe de tuits, ha tenido en la prensa crítica su gran bestia negra: la menospreció, la atacó y le puso todos los impedimentos que pudo para entorpecer su labor. Trump pasará a la historia de la infamia por las 30.000 mentiras o falsedades dichas durante su mandato y contadas una a una por The Washington Post. Bajo su convulso mandato se han recrudecido también las protestas raciales en un país en el que la brutalidad policial contra las minorías, especialmente la afroamericana, parece otra lacra crónica imposible de erradicar. 

El legado internacional: desprestigio y desconfianza de los aliados

El legado que en materia de relaciones internacionales deja Trump a su paso por la Casa Blanca no desmerece el de la política interna. El expresidente demostró una gran habilidad para derribar puentes con sus aliados históricos y naturales y tenderlos con regímenes tan poco recomendables como el ruso, bajo cuya alargada sombra se ha desarrollado parte de su mandato. Por no hablar de las carantoñas al líder norcoreano al tiempo que menospreciaba al primer ministro canadiense. 

Con China ha mantenido una gresca constante que no ha beneficiado a EEUU y con la UE y la mayoría de sus países miembros ha optado por dividirlos y ningunearlos, amenazando con recortar sus aportaciones a la OTAN o imponiendo aranceles a los productos europeos. Su errática política internacional ha conseguido que los países que fueron aliados leales e incluso demasiado fieles del gigante norteamericano, consideren que ha llegado el momento de buscar un nuevo marco de relaciones. Para rizar el rizo de lo que Trump entiende por el papel de su país en el mundo, se retiró del Acuerdo de París sobre el Cambio Climático y amagó con irse de la Organización Mundial de la Salud, a la que no ha dejado de atacar permanentemente y de acusar de trabajar para los chinos. 

Este modo de entender y hacer política ha creado una escuela con aventajados alumnos del trumpismo o del nacionalpopulismo, como también se ha llamado. Entre esos alumnos figuran el brasileño Bolsonaro, el húngaro Orban, la francesa Jean Marie Le Pen e incluso el español Santiago Abascal, por citar solo unos pocos. La derrota electoral de Trump ha dejado momentáneamente sin líder mundial reconocido a este populismo de ultraderecha, intensamente alérgico a las normas y a las instituciones democráticas y un peligro cierto para la estabilidad política allí en donde consigue echar raíces. 

Biden no lo tendrá fácil

El flamante 46º presidente de Estados Unidos ha dado ya algunos pasos tras asumir el cargo el 20 de enero, en una ceremonia deslucida por la pandemia y sin la presencia de su antecesor, que no dudó en protagonizar una nueva grosería democrática antes de irse a casa obligado por la mayoría de los electores. Por lo pronto ha devuelto a Estados Unidos al Tratado de París y continuará en la Organización Mundial de la Salud. Pero esto, evidentemente, no es lo más difícil: toca recoger y recomponer los pedazos en los que el trumpismo dividió al país con su Make America Great Again. Para empezar habrá de lidiar con el alto porcentaje de votantes republicanos convencidos de que lo que dice Trump es cierto y que Biden robó las elecciones. Es todavía una incógnita qué postura tomará el Partido Republicano, si la de alentar que se deslegitime al presidente o la de ponerse del lado de las instituciones y la democracia. 

Los más de 200 jueces federales designados por Trump, además de tres miembros vitalicios del Tribunal Supremo, serán otro importante escollo para determinadas políticas del nuevo presidente, como las relacionadas con la inmigración, las armas o el aborto. De hecho, muchos expertos consideran que estos nombramientos serán el legado más duradero y letal del presidente saliente.

Más allá de EEUU se aguardan con expectación sus primeros movimientos para saber a qué atenerse. Se confía en que se vuelva a la senda del multilateralismo que Trump destrozó y que se mantenga a raya a Rusia. También falta por ver qué política piensa hacer Biden con respecto a China, su gran adversario global, con el que las relaciones están muy deterioradas. En el plano interno la prioridad absoluta en estos momentos es controlar la pandemia, restañar las diferencias sociales, apagar los incendios raciales y relanzar la economía con una histórica inyección de dinero público cercana a los 2 billones de dólares. 

Cuidado con las falsas expectativas

La labor es titánica y por el bien de EEUU y del mundo es importante que Biden tenga éxito. Pero no caigamos en el error cometido con Barak Obama, en el que se pusieron muchas más expectativas de las que podía cumplir para acabar con una agridulce sensación de fracaso. Biden no es precisamente joven ni parece gozar de una salud de hierro. Y si bien es cierto que al lado de Trump cualquier otro puede parecer el presidente más progresista del mundo, Biden no encaja en ese esquema simplista tan del gusto de cierta izquierda europea. A su lado tendrá a la primera vicepresidenta en la historia estadounidense, Kamala Harris, a la que esa misma izquierda también ha elevado ya a los altares del progresismo sin apenas conocer nada de su trayectoria política. Ella podría ser la candidata demócrata en 2024 si, como es probable, Biden decide no optar debido a su edad. 

En todo caso son cábalas a demasiado largo plazo, improcedentes aún cuando la nueva administración se está conformando y cuando hay tantas tareas urgentes esperando. El objetivo ahora es coser un país abrumado por la pandemia, la crisis económica y las desigualdades sociales, al tiempo que recuperar la confianza de los aliados y el prestigio internacional perdido. Esa es la envenenada herencia del trumpismo que Biden tendrá que administrar durante los próximos cuatro años.