Indultos Sánchez

Vaya por delante que cuestiono la mayor: no soy un entusiasta del indulto, no al menos tal y como se regula en la vetusta ley española de 1870 por lo que puede tener de arbitrario y por lo que supone de injerencia del poder político en el judicial, responsable en un estado de derecho de juzgar y ejecutar las sentencias. Escribí en este blog hace mucho tiempo que era urgente regular con detalle y acotar la discrecionalidad con la que suelen actuar los gobiernos de turno y sin distinción de color político en la concesión de indultos. Que ningún partido haya propuesto esa reforma después de más de cuarenta años de democracia y que, sin embargo, se hayan aprobado varias modificaciones del Código Penal a golpe de titulares, es una prueba clara de lo bien que les viene para su instrumentalización política si fuera necesario. 

La politización de los indultos

Aunque opino que lo mejor sería que el indulto desapareciera del ordenamiento jurídico de un estado de derecho, por lo pronto me conformaría con que al menos se ciñera estrictamente a lo que establece la ley y se basara en criterios de justicia, equidad y utilidad pública. Eso debería excluir por principio el oportunismo político como en el caso que nos ocupa de los indultos a los independentistas catalanes condenados por sedición. Pero, insisto, aunque ya existe la posibilidad de que el Supremo tumbe un indulto si no está bien motivado, es necesaria una modificación legal que incluya un mayor control del Parlamento o del Tribunal Constitucional y que, entre otras cosas, obligue al Gobierno a explicar con pelos y señales los motivos de su graciosa concesión, especialmente cuando concurran circunstancias políticas que la cuestionen. 

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Tal vez con esa reforma en vigor nos evitaríamos los españoles el bochorno de los indultos que el Gobierno parece dispuesto a conceder a los independentistas catalanes que cumplen condena en prisión por sentencia firme del Supremo, tras ser declarados culpables de sedición y malversación en un juicio con todas las garantías. No sé si por torpeza o por descaro, lo cierto es que Pedro Sánchez ha dicho algo esta semana que nunca hubiéramos esperado escuchar de un político democrático y menos de un presidente del gobierno de España. Sugerir que la obligación de cumplir esa sentencia es "venganza y revancha" e indultar a quienes violaron la Constitución y las leyes es "concordia y entendimiento", es una nueva bofetada a quienes seguimos haciendo esfuerzos diarios para creer en nuestro estado de derecho. Y aún así solo faltaba el infalible ministro de Justicia pidiendo que veamos con naturalidad algo que como juez le debería causar urticaria. 

Sánchez reincide: hace lo contrario de lo que promete

Especialmente si viene de alguien que se había comprometido públicamente a que los condenados cumplieran la integridad de las penas, aunque a estas alturas ya deberíamos estar curados de espanto y haber aprendido que las promesas del presidente valen lo que valen sus intereses políticosMucho se está escribiendo estos días sobre los aspectos legales del indulto, sobre todo a raíz de los informes de la Fiscalía General del Estado y del Tribunal Supremo, contrarios ambos con contundencia a la concesión de la medida de gracia. Si el Gobierno sigue adelante con lo que parece una decisión bastante avanzada, esta sería una de las poquísimas veces en las que se concede un indulto sin la anuencia de la fiscalía y del tribunal sentenciador, cuyos informes son preceptivos pero no vinculantes para el Ejecutivo. Solo 6 de los 137 indultos concedidos en los últimos cinco años han tenido en contra la opinión de la fiscalía y el tribunal.

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A expensas de cómo se justifique la decisión por el Gobierno si mantiene la intención del indulto a los líderes del procès, podríamos encontrarnos ante un posible abuso o desviación de poder susceptible de recurso judicial y anulación. Mas, no nos perdamos en detalles leguleyos y centrémonos en el cogollo del meollo, las razones políticas, prácticas y verdaderas que llevan al Gobierno a tener sobre la mesa el indulto a unos independentistas que no lo han pedido, que no se han arrepentido de los hechos por los que cumplen condena, que han prometido reincidir y que lo que quieren es la amnistía simple y llanamente. 

Los indultos solo resuelven el futuro de Sánchez

Ni el más ingenuo de los españoles puede creer de verdad que el indulto servirá para la "concordia y el entendimiento" en Cataluña como pretende vender Sánchez. Los propios independentistas, que siguen copando el gobierno autonómico después del fracasado "efecto Illa", se han encargado de recordar con motivo de la toma de posesión del nuevo presidente de la Generalitat que su objetivo es el referéndum de "autodeterminación" y la independencia. De manera que, escuchar a algunos analistas hablar de que los indultos servirían para "reconectar emocionalmente" a Cataluña y a España, como si fueran dos entes separados y como si los responsables de la desconexión no tuvieran nombres y apellido, produce sonrojo y vergüenza ajena. 

Es más, indultar a quienes, además de saltarse las leyes, despreciaron con soberbia a la población catalana no independentista y al resto de los españoles sería un sarcasmo intolerable y un mensaje de impunidad a los compañeros de viaje de quienes están en la cárcel y a los que Pedro Sánchez parece a un paso de calificar también como presos políticos. Todo este estropicio es el precio que podríamos estar a punto de pagar los españoles para que Sánchez aguante en La Moncloa hasta 2023 y quién sabe si incluso más allá si no se configura una alternativa creíble y viable. Para que consiga su objetivo es imprescindible el apoyo de ERC y para lograrlo el presidente está dispuesto a poner sus intereses políticos y los de su partido por encima de los del estado de derecho. Esa es la práctica habitual de los autócratas para los que el fin es lo que de verdad importa y los medios para alcanzarlo son lo de menos. L' État, c'est moi. 

2050: el futuro no está escrito

Si pasamos por alto que la credibilidad de los expertos no vive sus mejores momentos y que, en cualquier caso, no hay nadie en posesión de la verdad revelada por muchos másteres que acumule, se puede afirmar que el documento bautizado como "España 2050" es un brillante ejercicio académico. De la iniciativa, parida por la Oficina de Prospectiva y Estrategia  del Gobierno de la que es sumo sacerdote Iván Redondo, han participado reconocidos y prestigiosos conocedores de los distintos campos que se abordan en el documento presentado la pasada semana por el presidente Sánchez.

Prospectiva contra el cortoplacismo político

En cerca de 700 páginas se interpretan datos, se analizan tendencias y se hacen algunas propuestas para alcanzar lo que vendría a ser una suerte de España ideal en 2050. Aunque perfectible como cualquier trabajo humano, lo cierto es que hay poco que objetar a la conveniencia de preguntarse cómo debería ser el futuro del país. Sobre todo cuando son tan recurrentes y razonables las críticas al cortoplacismo electoral con el que actúa la clase política española y la carencia de líderes capaces de mirar más allá de las próximas elecciones. Lo que ha hecho el Gobierno español también lo hacen otros países, que de este modo establecen una hoja de ruta de los caminos por los que habrá que transitar, las dificultades que seguramente será necesario sortear, las medidas y reformas que habría que implementar y los objetivos que deseamos alcanzar como sociedad. 

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Es lo que se llama "prospectiva", palabra que este documento ha  puesto de moda y que, según el Diccionario de la RAE, significa simplemente "conjunto de análisis y estudios realizados con el fin de explorar o predecir el futuro en una determinada materia".  Hay cierto debate académico y político sobre si lo que presentó Pedro Sánchez fue una "prospectiva" o tan solo una análisis de datos y tendencias, lo que vendría a ser una mera relación de perspectivas, que suena parecido pero no es lo mismo. Sea "prospectiva" o "perspectiva", lo que cuenta es si el documento tendrá utilidad práctica, que en este caso equivale a utilidad política. Y es aquí en donde creo que flaquea por los cuatro costados.

Empezar la casa por el tejado 

Obviamente, no será culpa de los expertos que su esfuerzo analítico termine resultando estéril a efectos de transformación y mejora de la sociedad española en las próximas tres décadas: será responsabilidad única y exclusivamente de la clase política de este país, empezando por el Gobierno actual. La primera crítica que merece "España 2050" es que tiene la apariencia de ser un plato de lentejas, o las tomas o las dejas. En lugar de empezar por abrir el debate a toda la sociedad y trasladar luego las propuestas recogidas al ámbito de los expertos para que le dieran forma, el Gobierno prefirió guisárselo y comérselo con los especialistas que tuvo a bien seleccionar y presentarlo ahora, en un nuevo acto de autopromoción de Sánchez, con la promesa de someterlo a discusión pública. 

Empieza la casa por el tejado una vez más y evidencia que su voluntad negociadora es cuando menos cuestionable. Por otro lado, el estudio recoge propuestas de claro sesgo ideológico que, en algunos aspectos, lo asemejan más a un programa electoral del PSOE que a un verdadero documento abierto a la negociación con otras fuerzas políticas y el resto de la sociedad. En este sentido, ni siquiera es un documento del Gobierno en su totalidad, tan solo de uno de los partidos que lo conforman. Por eso, resulta tan petulante como ingenuo suponer que se puede encauzar el futuro del país con apriorismos y sin que medien grandes pactos de estado que trasciendan las legislaturas e integren a los partidos, a los agentes económicos y sociales y al mayor número posible de ciudadanos. 

El futuro lo escribimos entre todos día a día

A esa falta de verdadera voluntad negociadora de un presidente necesitado de recuperar cuanto antes la iniciativa política después del batacazo madrileño y la mala pinta de los últimos sondeos electorales, se une su muy escasa credibilidad como hombre de estado y gestor público: sus pactos políticos con independentistas y herederos de terroristas para mantenerse en el poder a toda costa o la manifiestamente mejorable gestión de la pandemia no favorecen precisamente la confianza en él y en los incontables planes para todo que ha presentado desde que llegó a La Moncloa, en un ejercicio constante de autobombo.   

Por lo demás y con el máximo respeto al trabajo de los analistas que han participado en "España 2050", a un ciudadano de a pie de la España de 2021 la cuesta mucho creer que se puede perfilar el futuro del país a treinta años vista cuando ni siquiera sabemos con un mínimo de certeza cuándo y cómo saldremos de la pandemia o qué será de la economía el año que viene. Los escenarios políticos y económicos mundiales son cada día más volátiles y la capacidad de influencia sobre ellos de gobiernos como el español es tan limitada, que pensar hoy y aquí en cómo será el país dentro de treinta años reviste todos los atributos de un artículo de fe. No estoy diciendo con esto que como españoles debamos centrarnos únicamente en el complicado presente y no levantar la vista hacia un horizonte más o menos lejano. Lo que digo es que ese debe ser un ejercicio colectivo y no partidista y que debe basarse en una única certeza de partida: el futuro no está escrito por nadie, lo escribimos día a día entre todos los ciudadanos.  

Chantaje marroquí y debilidad española

Con la tinta del artículo de Iván Redondo del lunes en EL PAÍS aún húmeda, en la ciudad autónoma de Ceuta ya empezaban a pasar cosas que un Gobierno menos atento a la autopromoción de su presidente y mucho más a las señales procedentes de Marruecos tenía obligación de haber previsto. Así, mientras el artículo del gurú en jefe de La Moncloa allanaba el camino y preparaba el ambiente para que Pedro Sánchez presentara el jueves su Plan 2050, una muestra más de su narcisismo político a largo plazo, en Ceuta la gendarmería marroquí invitaba amablemente a pasar a España a todo el que lo deseara. 

Un Gobierno a por uvas

En  pocas horas miles de niños, jóvenes, mujeres y adultos incrementaron en cerca de 10.000 personas la población de una ciudad de apenas 85.000 habitantes. En Madrid, mientras tanto, el Gobierno en peso estaba a por uvas mirándose la pelusilla del ombligo. A la ministra de Exteriores no le constaba que Marruecos hubiera abierto gentilmente la puerta de paso; la portavoz María Jesús Montero pedía que "no se criminalice" a los inmigrantes y el ministro Marlaska sacaba pecho a toro pasado y presumía de "colaboración con Marruecos" para devolver en caliente y sin muchos miramientos a quienes habían entrado como Pedro por su casa. 

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La guinda chusca del despropósito no la podía poner otro que el propio Gobierno, que ese mismo día no tuvo mejor ocurrencia que aprobar en Consejo de Ministros dar 30 millones de euros a Marruecos para controlar la inmigración irregular. Solo empezó a reinar cierta cordura cuando Pedro Sánchez compareció para defender la integridad territorial y, para respaldar sus palabras, viajó  a Ceuta y a Melilla. En Canarias, por cierto, echamos de menos que el presidente tuviera la misma sensibilidad cuando miles de inmigrantes se hacinaban en el muelle de Arguineguín ante la indiferencia de su Gobierno. Por su parte, la UE echó un cabo advirtiendo a Marruecos de que las fronteras españolas también lo son comunitarias y el régimen alauí plegó velas por ahora y admitió la devolución de sus ciudadanos. 

Construyendo el relato

Este es el resumen general de unos hechos que tienen, no obstante, mucha letra menuda. Empezando por el relato: el Gobierno y sus acólitos se aferraron desde el principio a la imagen de la "crisis migratoria y humanitaria" y eludieron hablar de chantaje o invasión.  Es cierto que la situación se desbordó y se vieron escenas dramáticas, pero lo que el Gobierno perseguía era desviar el foco de su propia responsabilidad por no haber estado atentos a las advertencias de Marruecos y, de paso, evitar críticas al incómodo vecino del sur por su permisividad. A medida que se fueron conociendo datos de la avalancha y se vieron imágenes de gendarmes dejando pasar a sus conciudadanos, la estrategia se vino abajo como el castillo de naipes que era. 

Lo remataron las informaciones de que las autoridades marroquíes habían facilitado el transporte hasta la frontera de jóvenes en paro y de escolares, a los que engañaron contándoles que Cristiano Ronaldo jugaba en Ceuta. La indecencia e inmoralidad con la que el régimen marroquí ha actuado con sus propios ciudadanos más pobres, utilizándolos como arietes contra un país vecino por intereses políticos, no tiene parangón ni justificación moral de ningún tipo. Esa miserable decisión ha provocado ahora que España esté distribuyendo entre sus comunidades autónomas a menores a los que buscan sus familias en Marruecos. 

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Marruecos empuja y España se encoge

Pero por debajo de todo este oleaje están las razones que lo han generado, el mar de fondo de unas siempre complicadas relaciones hispano - marroquíes que se ha vuelto a encrespar. La causa inmediata  es el traslado a España del líder del Polisario para recibir asistencia sanitaria bajo identidad falsa. Por muy soberana que sea la decisión española, seguramente influenciada por Podemos, la torpeza con la que ha actuado la ministra de Exteriores la desacredita políticamente para dirigir la diplomacia española. Y no solo por eso, también porque ignoró las advertencias de Marruecos sobre las consecuencias que tendría para las relaciones bilaterales acoger al líder polisario. Tampoco le va a la saga el ministro Marlaska, al que la entrada masiva de inmigrantes a Ceuta también le pilló de nuevo con el pie cambiado, como ya había ocurrido en Canarias. 

Pero más allá de todo eso está la estrategia diplomática marroquí, persistente como una gota malaya en la conquista de sus objetivos. Entre ellos, convertir a largo plazo a Ceuta y Melilla en territorio soberano de Marruecos, sin que se pueda descartar que Canarias también entre en el lote. En todo caso, lo de esta semana en Ceuta solo ha sido un aviso de que puede poner a España contra las cuerdas en cuanto se lo proponga. A más corto plazo, Marruecos aspira a condicionar la política exterior española forzándola a abandonar el statu quo sobre el Sahara Occidental y alinearse con los Estados Unidos, reconociendo la soberanía marroquí sobre ese territorio. 

Líneas rojas y firmeza 

La cuestión es cómo responder a una diplomacia experimentada y habilidosa, amén de taimada hasta el punto de no tener reparos en usar a su población más vulnerable para conseguir sus propósitos. A favor de Marruecos juegan factores como el control de la inmigración y el terrorismo yihadista, cuestiones vitales para España y la UE. Sin embargo, la respuesta no puede ser la debilidad, la contemporización y el mirar para otro lado que practican por sistema Bruselas y Madrid. Así, Marruecos avanza lento pero sin descanso si la contraparte transige con todo: entre otras cosas la pesca, la agricultura, la ampliación de las aguas territoriales o la extensión de la soberanía ignorando las resoluciones de la ONU. Esa debilidad la percibe e interpreta muy bien Marruecos y es a la que se debe poner remedio. 

Guardia Civil

España necesita unas relaciones sanas y equilibradas con su vecino del sur y para ello debe trazar líneas rojas claras. Eso pasa por definir los objetivos diplomáticos españoles en el Magreb, un capítulo de su acción exterior tradicionalmente abandonado a su suerte en contraste, por ejemplo, con la diplomacia francesa. Incluye también mejorar las relaciones con Estados Unidos, que en el episodio ceutí ha evitado cuidadosamente ponerse del lado español y con el que Marruecos ha estrechado lazos y desarrollará estos días unas gigantescas maniobras militares. Que Joe Biden y Pedro Sánchez aún no hayan hablado ni por teléfono no es precisamente una buena señal en este contexto. 

Todo lo anterior carece de sentido sin un gran pacto nacional sobre política exterior, defendido y aplicado por el gobierno de turno independientemente de su color político. También es central la implicación de Bruselas, que debe ir más allá de su habitual retórica grandilocuente. Marruecos mantiene una relación comercial privilegiada con la UE y de ella recibe importantes subvenciones y ayudas para el desarrollo y el control de la inmigración y el yihadismo. De ser necesario, Bruselas debe pasar de las palabras a los hechoshacer ver a Marruecos que la buena vecindad excluye que si te dan la mano te tomes hasta el codo. En resumen, elementos y herramientas diplomáticas para responder al desafío marroquí hay más que suficientes, lo que se necesita es consenso nacional, apoyo comunitario y firmeza para hacerlos valer y respetar. El mensaje debe ser diáfano: relaciones diplomáticas privilegiadas pero equilibradas entre vecinos que están condenados a entenderse, por supuesto que sí; chantajes, extorsiones y hechos consumados, en los que incluso se usa a los ciudadanos como carne de cañón, jamás y bajo ningún concepto.  

Ansiedad turística

Vamos a ser benevolentes y atribuir a la ansiedad que la ministra Maroto llamara ayer "San Bartolomé de Tijuana" a la localidad turística grancanaria de San Bartolomé de Tirajana. Mejor no pensar que el patinazo fue simplemente el fruto de su total desconocimiento y el de sus asesores de una actividad de la que es la presunta responsable pública en este país, aunque su gestión desde el inicio de la pandemia haya estado mucho más emparentada con las artes adivinatorias que con la realidad. En varias ocasiones ha presagiado la ministra la vuelta del turismo y en todas ha fallado, siempre por exceso de optimismo sobre la evolución de la pandemia o por deseos de agradar o por las dos cosas a la vez. 

Una ministra para el olvido

Aunque solo sea por un simple cálculo de probabilidades, espero que su último oráculo sobre el regreso de los turistas el próximo verano sea el acertado: si se juega todos los días a la lotería hay más oportunidades de que alguna vez toque al menos el reintegro. Por fortuna, que eso ocurra no dependerá de ella porque, si así fuera, ya nos podríamos despedir para siempre de la industria que antes de esta crisis representaba más del 12% del PIB español y una tercera parte larga del PIB canario. 

Me temo por desgracia que el paso de la señora Maroto por el Ministerio se reducirá a un puñado de augurios incumplidos y a unos cuantos planes nunca concretados, como el que anunció recientemente de 3.400 millones de euros para la "transformación", "modernización", "sostenibilidad", "digitalización" e "inclusividad" del sector turístico. Palabrerío vago y vacío de contenido para disimular el mano sobre mano que ha caracterizado su gestión durante todo este tiempo. 

Vacunación, palabra clave

Serán la vacunación y la evolución de la enfermedad en España y en los países de los que procede la mayoría de los turistas que nos visitan las que marquen el ritmo de la recuperación turística. Un rebrote volvería a frustrar las expectativas y alargaría la agonía de miles de empresas y de centenares de miles de trabajadores que dependen directa o indirectamente de que vuelvan los turistas. En ese contexto es vital también que la UE defina de una vez los detalles del llamado certificado verde digital para viajar: teniendo en cuenta el peso específico del turismo en muchas economías de la eurozona, asombra a estas alturas que los países miembros no hayan cerrado una medida que beneficia a todos, así como la falta de liderazgo de la Comisión Europea para impulsar el acuerdo. Cansados de esperar, Grecia e Italia, competidores de España, han decidido abrir sus fronteras al turismo y, supongo, encomendarse a todos los santos para evitar la recaída.

Con estas incertidumbres aún en el horizonte, las previsiones solo son optimistas en parte: a finales de este año se espera haber recuperado el turismo nacional pero el internacional se demorará seguramente hasta 2023. Los cálculos de Maroto - tal vez demasiado optimistas como siempre - apuntan a que España podría recuperar este año unos 45 millones de visitantes, algo más de la mitad de los que recibió en 2019, año récord en la serie histórica. Eso equivaldría a una facturación de unos 85.000 millones de euros, unos 70.000 millones menos que hace dos años. En otras palabras, que el turismo pase del 7% actual en el PIB al 12% previo a la crisis llevará aún algún tiempo siempre y cuando nada se tuerza en el camino. 

La gravedad del problema se entiende mucho mejor si tenemos en cuenta que un euro de gasto turístico genera otros cuatro en actividades complementarias; o mejor aún, si valoramos que en estos momentos hay 445.000 trabajadores turísticos en ERTES y otros 300.000 largos se han quedado sin empleo. Es comprensible la ansiedad que genera esta situación pero, tal vez por ello, es clave no empeorarla tomando decisiones precipitadas. Levantar el estado de alarma sin haber avanzado más en la vacunación ha sido una de esas decisiones irresponsables, que esperemos no termine volviéndose en contra de los miles de trabajadores y sus empresas que esperan sobrevivir a la crisis y a la errática gestión gubernamental. 

A vueltas con el cambio de modelo

Mientras, aún es posible escuchar a políticos con mando en plaza hablar de cambiar el modelo económico para reducir la dependencia turística. La monserga es particularmente trágica en Canarias, en donde casi cuatro de cada diez empleados se relacionan directa o indirectamente con el turismo. Se necesitan tener ganas de notoriedad o estar en Babia para plantearse algo así en una coyuntura en la que, si no vienen los turistas, seremos muchos canarios los que tendremos que emigrar. A los mismos que ahora piden diversificar la economía canaria les preguntaría qué hicieron para conseguirlo cuando pudieron y debieron, pero no lo hicieron porque los hoteles estaban llenos, había tasas de paro soportables aunque mucho empleo fuera precario y entraba dinero fresco en las arcas públicas para alimentar la corte política y la elefantiasis de la Administración. 

La respuesta es nada, absolutamente nada, aparte de repetir el mantra en sus programas electorales sin la más mínima intención de llevarlo alguna vez a la práctica. Así que en esta situación de ansiedad y esperanza, en la que sobran oráculos y faltan certidumbres y en la que corremos el riesgo de dar pasos en falso que perjudicarían a miles de trabajadores, lo mejor que podrían hacer estos desnortados descubridores de la pólvora sería no sonrojarnos a todos con su deliberada falta de memoria y hasta de vergüenza.  

Hacienda somos siempre los mismos

A Benjamin Franklin se le atribuye haber dicho que "en este mundo solo hay dos cosas seguras, la muerte y pagar impuestos". De manera que, para empezar, desengañémonos del cuento demagógico por el que, con el Gobierno actual, solo pagarán más impuestos los que más tienen: si me permiten el trabalenguas, aquí pagaremos todos más pero sufrirán más los que menos tienen. En medio de la ya habitual confusión y de las no pocas contradicciones que caracterizan la política gubernamental, en los últimos días hemos ido conociendo los planes del señor Sánchez para allegar recursos a una caja pública de deudas hasta el cuello. 

El impuestazo que se avecina figura en el archífamoso Plan de Recuperación etc., etc. remitido a Bruselas a cambio de los 140.000 millones de euros para paliar los daños de la COVID-19. Aunque el envío se hizo a finales de abril, no fue hasta pasadas las elecciones madrileñas del 4 de mayo cuando el Gobierno tuvo a bien revelar sus intenciones fiscales a los españoles que, después de conocer que también quiere acabar con la reducción fiscal en la declaración conjunta de la renta, ya se empezaban a temer más sorpresas.  El cálculo electoralista con el que actuó el Ejecutivo, que tampoco ha contado con la oposición, no le evitó el desastre electoral al PSOE y dejó una vez más al descubierto su desprecio para con la transparencia inherente a todo buen gobierno.

Las claves de la subida

Sin ánimo de ser exhaustivo, el plan prevé un mínimo del 15%  por el Impuesto de Sociedades, uniformización autonómica de los impuestos sobre patrimonio e impuestos sobre la economía digital; previsiblemente y escudándose en que lo reclama Bruselas, también se modificará el IVA reducido, que afecta entre otros a productos de primera necesidad; hay también un capítulo para los llamados "impuestos verdes" sobre la fiscalidad del gasóleo, al plástico o la matriculación de vehículos, sin olvidarnos de que también se quieren imponer peajes en las autovías y grabar los billetes de avión, justo cuando el país vive la peor crisis turística de su historia. En realidad no estamos ante una verdadera reforma fiscal, sino ante una serie de parches pensados exclusivamente para recaudar y no para conseguir una redistribución más justa de la riqueza. 

Con esta panoplia de impuestos el Gobierno quiere reducir los siete puntos de diferencia que, según dice, separan la recaudación fiscal en España de la media de la Unión Europea. Más allá de que hay elementos que inciden en esa diferencia como el nivel salarial  o la mejorable eficacia recaudatoria de la Agencia Tributaria, lo cierto es que el sablazo se traduciría en unos 80.000 millones de euros que Hacienda drenaría de los bolsillos de unos ciudadanos acogotados por la profunda crisis económica y social. No hay que ser experto para darse cuenta de que subiendo los impuestos solo a los que más tienen, como reza la propaganda gubernamental, sería imposible alcanzar esa recaudación. De modo que serán una vez más las ya muy esquilmadas clases medias y las muy empobrecidas clases bajas las que correrán con el grueso de la factura fiscal que viene.

Injustos, inoportunos y contraproducentes

Rechazar aquí y ahora estos planes no es ser un malvado ultraliberal que repudia la necesidad de financiar con impuestos los servicios públicos esenciales. Esa es precisamente la trampa saducea en la que los aplaudidores del Ejecutivo quieren que caigan quienes se atrevan a criticar la subida por injusta, inoportuna y contraproducente. Injusta porque recae de nuevo sobre los de siempre, mientras un Gobierno, que tiene nada menos que veinte y dos ministerios, no dice una palabra de eficiencia y control del gasto público superfluo de una administración elefantiaca y redundante, plagada de organismos de dudosa necesidad, que muchas veces son poco más que nichos de empleo para los afines a los partidos en el poder.

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También es inoportuna porque, comenzar una escalada fiscal en estos momentos, cuando solo el Gobierno y sus medios afines ven brotes verdes y luces al final del túnel, es acabar con las esperanzas que aún abrigan los ciudadanos y las empresas de sobrevivir a la crisis. Además de los efectos negativos para el empleo, muchas de las empresas que no desaparezcan podrían pasar a engrosar una creciente economía sumergida y el fraude aumentaría. Esto haría contraproducente la subida de impuestos y obligaría a engordar más aún una deuda pública desbordada para financiar los servicios esenciales, gastos como el de las pensiones y costes superfluos que el Gobierno ni menciona. En ese escenario, da escalofríos solo pensar en las consecuencias que tendría para el país que el Banco Central Europeo empezara a reducir la compra de deuda pública y hubiera que financiarse en los mercados con la prima de riesgo por las nubes. Esa espada de Damocles es real, pero el Gobierno no parece tenerla en cuenta.

En resumen, sí a impuestos equitativos para atender los servicios públicos pero extremando las precauciones para no abortar una recuperación económica que solo los más optimistas ven a la vuelta de la esquina. Mientras ese momento llega, lo que dependerá de cómo se gaste el dinero de Bruselas y de la evolución de la pandemia, el Gobierno tiene tarea de sobra por delante: la primera, aplicar con urgencia medidas de eficiencia del gasto público y aprobar un plan creíble de reducción de los costes innecesarios de una Administración que engorda a ojos vista mientras el país se queda en los huesos. Toda subida fiscal debería incluir la obligación del Gobierno de dar ejemplo administrándose la misma medicina que le impone a los contribuyentes. Así al menos no tendríamos todos esta indignante sensación que tenemos ahora de que Hacienda somos siempre los mismos.  

Gobernados por los jueces

De la inacción a la confusión: con estas seis palabras se resume el caos y la inseguridad jurídica en los que ha devenido el fin del estado de alarma. Tan solo ha pasado un día desde que concluyó esa medida excepcional y ya tenemos sobre la mesa varias decisiones judiciales contradictorias entre sí y a unos ciudadanos atónitos, preguntándose por qué no se hizo nada para evitar el embrollo y que sean los jueces los que, en la práctica, hayan terminado dirigiendo la lucha contra la pandemia. Doctores tiene el Derecho, pero no parece necesario estudiar en Harvard para darse cuenta de que cuando andan por medio derechos fundamentales amparados en la Constitución, conviene hilar muy fino con lo que se decide y saber elegir bien la percha legal de la que colgar las decisiones. 

El Gobierno se hace un Poncio Pilatos

El problema es que esa percha legal no existe o, en el mejor de los casos, no basta para restringir por las buenas esos derechos. A resolver el vacío existente en legislación sanitaria de emergencia se comprometió hace un año el Gobierno pero, llegada la hora de la verdad y a punto de concluir la vigencia del estado de alarma, optó por una solución mucho más descansada: hacerse un Poncio Pilatos, consistente en pasar el marrón a las comunidades autónomas y que luego decidan los jueces si lo han hecho o no ajustado a Derecho. Legislar le fatiga y alargar el estado de alarma hasta que hubiera un porcentaje de vacunados mucho más alto, también se le hacía cuesta arriba por cuanto tenía que negociarlo con una oposición no siempre dispuesta a colaborar, todo hay que decirlo. 

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Sin embargo, era su obligación como Gobierno, salvo que lo que pretenda el señor Sánchez sea el asentimiento y no la negociación propiamente dicha. Lo que ha conseguido es generar una enorme confusión política y jurídica en medio de una pandemia que está muy lejos de haber concluido, aunque el señor Sánchez ya haya vencido al virus dos veces. En este escenario, escuchar a los dirigentes políticos culpar a los ciudadanos y pedirles una responsabilidad que ellos son incapaces de ejercer desde sus cargos públicos, es cada vez más revelador de las manos en las que están depositadas nuestras vidas y haciendas.   

Un Gobierno que no escucha ni sabe rectificar

El Gobierno central ha desoído olímpicamente todas las advertencias sobre los riesgos que para la seguridad jurídica y el control de la pandemia suponía poner fin al estado de alarma sin que las autonomías contaran con herramientas legales que les permitieran restringir determinados derechos fundamentales. No solo eso, ha alardeado de la tranquilidad que daría a esas comunidades que sus decisiones deban pasar por el tamiz de los jueces y ha presumido de la abundante legislación a su alcance para seguir luchando contra el virus sin estado de alarma. La pregunta cae de madura: ¿si eso era así antes de la pandemia, para qué demonios fueron necesarios entonces tres estados de alarma?


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Empezando por el Consejo de Estado y continuando por las propias autonomías, se le advirtió hasta la saciedad de que las leyes sanitarias existentes eran insuficientes o carecían de la necesaria concreción. Esas advertencias llegaron incluso del Tribunal Supremo, al que el Gobierno convirtió de la noche a la mañana en el garante final de la legalidad de las medidas sanitarias de las comunidades autónomas que rechazaran los respectivos tribunales superiores de justicia. Muchos expertos recuerdan también con buen criterio que las decisiones que afecten a derechos fundamentales deben contar con el respaldo del Parlamento; dicho de otra manera, no puede ser que las comunidades autónomas decidan sobre asuntos para los que carecen de herramientas legales suficientes y se encomienden luego al parecer de los jueces que, por esta vía, se convierten en legisladores a la fuerza ante la desidia del Gobierno y el Parlamento. 

Canarias pone la guinda al despropósito: aplica medidas no ratificadas por los jueces

Con estos antecedentes no debería ser una sorpresa para nadie que en unas comunidades autónomas los jueces hayan dicho sí con matices a lo que propone el gobierno autonómico de turno y en otras no, también con matices, generando una suerte de federalismo asimétrico sanitario y judicial tan kafkiano como esperpéntico. La guinda de este despropósito le corresponde por derecho propio al Gobierno de Canarias, al que el Tribunal Superior le ha tumbado el toque de queda y la movilidad entre islas una vez concluido el estado de alarma. Una decisión similar adoptaron los jueces vascos y el gobierno autónomo desistió de ir al Supremo, cosa que sí ha dicho que hará el canario. 

En su derecho se supone que está, lo que ya no resulta admisible bajo ningún concepto legal es que quiera mantener mientras tanto unas medidas  que los jueces canarios no han ratificado al afectar a derechos fundamentales. Que lo ratificaran era precisamente el motivo por el que acudió a la Justicia, de manera que si la respuesta es negativa no hay vigencia de las medidas que valga y continuar aplicándolas suena a desobediencia y prevaricación. Si esa es la forma que tienen los políticos de entender el respeto a las decisiones judiciales, más vale que nos encomendemos al parecer de los jueces y prescindamos del costoso gobierno autonómico. Ante posiciones como esa hay que coincidir con aquel que dijo que, ya que nos nos pueden gobernar filósofos, que al menos no nos gobiernen ignorantes. 

Lecciones madrileñas que la izquierda debería aprender

Lo primero que asombra de los resultados de las elecciones madrileñas es que aún haya analistas asombrados por la magnitud de la barrida de Díaz Ayuso. Probablemente confiaban en el oráculo averiado del CIS y ahora se han dado de bruces contra la dura realidad que vaticinaban sondeos mucho más solventes que el del tabernario Tezanos. Es un espectáculo enternecedor ver cómo se contorsionan para intentar explicar por qué la candidata del PP ha obtenido ella sola más escaños que toda la izquierda junta. En el cóctel incluyen y agitan trumpismo y demagogia y atribuyen a esos factores, entre otros, el hecho de que cerca de la mitad de los votantes la prefirieron a ella. 

Primera lección: en una democracia no se insulta ni denigra a los adversarios

Se resisten a comprender que una de las principales razones de su victoria ha sido la estrategia disparatada de una izquierda pagada de sí misma, faltona, populista y demagógica que va  repartiendo moralina cada día. La primera lección que tiene que aprender esa izquierda es que no se acosa gratis con la brigada mediática amiga a una rival política y menos aún a sus votantes, porque corres el riesgo de obtener el resultado contrario al que buscas. En buena medida, a Isabel Díaz Ayuso la han llevado en volandas a la victoria los menosprecios, las burlas, las ridiculizaciones y los calificativos de tarada y fascista que toda la izquierda, sin excepción, le venía dedicando mucho antes de esta campaña brutal. 

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Entre todos han hecho de Ayuso una candidata moderada y en esa estrategia constante de acoso y derribo ha sido primus inter pares el presidente del Gobierno quien, junto a todo su partido, Podemos y los medios afines, no ha dejado pasar día sin arremeter contra ella. La pandemia fue la ocasión perfecta para convertirla en la diana favorita, afeándole su gestión y poniéndole todas las pegas posibles, como si el propio desempeño del Ejecutivo ante el virus, por no hablar del de otras comunidades autónomas del PSOE, no mereciera el más mínimo reproche. Sánchez, y no Ángel Gabilondo, es el principal responsable de que el PSOE haya obtenido sus peores resultados en esa comunidad autónoma, en donde se ha visto superado por Más Madrid y en donde hasta una parte nada despreciable de su electorado ha preferido a Díaz Ayuso. Si no es para mirar con lupa la podemización socialista no sé qué puede serlo, aunque de esto no escriben nada por ahora los articulistas orgánicos de La Moncloa. 

El adiós de Iglesias: que corra el aire

Quien sí se lo ha mirado a fondo y ha enfilado el camino de Galapagar ha sido Pablo Iglesias, agente principal de la crispación política nacional en general y madrileña en particular. El que dejó el Gobierno para frenar el "fascismo" en Madrid se va tirando del victimismo y la soberbia que le son tan queridos, después de no haber superado un triste quinto puesto en la asamblea madrileña y verse adelantado por Más Madrid por toda la izquierda. Ni en los barrios obreros a los que tanto apeló y tanto ruido hizo durante la campaña han querido saber nada de él y de su demagogia guerracivilista. 

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Puede que aún se esté preguntando qué pudo haber ido mal, pero su marcha en buena hora debería servir para rebajar el clima tóxico al que de forma tan destacada ha contribuido desde que llegó para tocar el cielo y ha terminado tocando el suelo. Es una desgracia política que Ciudadanos desaparezca de la asamblea madrileña y puede que hasta del escenario político nacional, en un momento en el que se requiere un partido que modere el debate público. Como en el PSOE, la responsabilidad no recae en el candidato Bal, sino en la estrategia errática de unos dirigentes que también han terminado estrellados contra el suelo por su desmedida ambición de poder.

Los méritos de Díaz Ayuso

Que a Díaz Ayuso le haya ayudado la desquiciada campaña de la izquierda para rozar la mayoría absoluta no ensombrece sus méritos como candidata. Ha hecho la campaña que más le convenía a sus fines, ha defendido sin complejos su gestión, criticable como todas, y ha desafiado a Pedro Sánchez, al que ha vapuleado en las urnas. Cuatro de cada diez madrileños le han dado su confianza y lo democrático es aceptar con deportividad el resultado en lugar de insultar a sus electores acusándolos de no saber votar. No se puede desconocer que hay elementos demagógicos en el discurso de Ayuso, pero que tire la primera piedra el partido de izquierdas o de derechas que se crea libre de un pecado tan habitual en las campañas electorales. 

Era evidente antes y ahora lo es más, que esto nunca ha ido de "fascismo o democracia" ni de "comunismo o libertad", iba simplemente de poder en una comunidad que es escaparate político nacional. Esa es la lectura que no ha tardado en hacer un Pablo Casado, necesitado como agua de mayo de este triunfo para afianzarse al frente del partido después de varias derrotas consecutivas, reunificar el centro derecha e intentar conquistar La Moncloa. El triunfo arrasador de Ayuso ha servido incluso para mantener a raya el ultraderechismo de Vox, que solo gana un diputado y cuyos votos pierden fuerza. La izquierda, salvo que sus arengas sobre el fascismo hayan sido solo propaganda, se lo debería reconocer e incluso abstenerse en su investidura, pero no pidamos peras al olmo. Antes, si quiere algún día gobernar en Madrid, tendrá que aprender muy a fondo las lecciones políticas que dejan unas elecciones en las que ha sido tan culpable de su derrota como responsable de la victoria de Ayuso.   

Sablazo fiscal con aroma machista

El versátil refranero afirma que presumir en exceso de una virtud es señal inequívoca de carecer de ella. A Pedro Sánchez se le suele llenar la boca de transparencia pero le produce alergia practicarla. Ahora se han conocido sus planes para eliminar la reducción fiscal cuando los matrimonios hacen la declaración conjunta del IRPF. Esta fórmula reduce en 3.400 euros la base imponible y beneficia a más de dos millones de familias en las que solo hay un perceptor de rentas y el segundo, sobre todo mujeres, o no trabaja o cobra muy poco. En caso contrario, la declaración conjunta no compensa fiscalmente. 

Mujeres que prefieren que las mantengan sus esposos

Diga lo que diga ahora el Gobierno, lo cierto es que la medida figura negro sobre blanco en el opaco plan de reformas remitido a Bruselas a cambio de los 140.000 millones de euros de ayudas comunitarias por la pandemia. El Ejecutivo la justifica alegando que la reducción "desincentiva" el trabajo de la mujer y ahonda la brecha de género. Se puede deducir de esa explicación que el Gobierno más progresista y feminista del mundo cree que hay demasiadas mujeres que no trabajan porque les viene mejor quedarse en casa esperando que sus mariditos les lleven el sueldo y haciendo cálculos de lo que se ahorrarán con la declaración conjunta del IRPF. Si esto no atufa de lejos a machismo rancio no imagino qué puede oler peor. Sin embargo, el silencio de la ministra de Igualdad lleva a suponer que comparte que el Gobierno del que forma parte considere a esas mujeres como holgazanas mantenidas por sus esposos. También a ella se le puede aplicar el refrán de presumir y carecer.

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Se comprende que Sánchez tenga que dorar la píldora de este asalto fiscal, pero que también use para ello la perspectiva de género, que ya vale para un roto y para un descosido, se da de bruces con la realidad. Ni siquiera es original, puesto que ya aparece en un informe de la AIReF en el que también se refleja que esa reducción es acorde a las rentas de las familias beneficiadas. No hay que ser un hacha para darse cuenta de que lo que hace salivar al Gobierno no es la brecha de género, sino los 2.400 millones de euros anuales que según la AIReF podría recaudar si acaba con la reducción fiscal. Expertos en fiscalidad califican la medida de regresiva y discriminatoria, ya que penaliza fiscalmente a familias de ingresos bajos y medios respecto a situaciones de divorcio, separación o viudedad. Se calcula que un hogar con un solo perceptor verá incrementada la factura de Hacienda entre 646 y 1.020 euros si desaparece la reducción fiscal. Además, es también un agravio comparativo frente a los hogares monoparentales, formados sobre todo por parejas de hecho, que disfrutan de una reducción fiscal de 2.150 euros a la que el Gobierno no hace alusión. 

Silencio en la izquierda salvo una honrosa excepción

Si todo esto fuera cosa de un Gobierno de derechas o "neoliberal", como dicen algunos indocumentados, estarían ardiendo Roma y Constantinopla a la vez. Pero la izquierda española actual sabe esconderse muy bien cuando la metedura de pata la comete un gobierno de su cuerda, presuntamente furibundo feminista y defensor de la progresividad fiscal para que paguen más los que más tienen. La única voz crítica que se ha escuchado en la izquierda es la de Íñigo Errejón afeándole a Sánchez el hachazo en la cartera de las familias en medio de una crisis como la actual. Aunque esa crítica le honra, seguramente también le preocupa que la propuesta se conociera a dos días de las elecciones madrileñas, con los posibles efectos negativos para las opciones de la izquierda. Si revelar el plan en la prensa afín en la recta final de la campaña no ha sido una nueva pifia del Maquiavelo en jefe de La Moncloa, conocido como Iván Redondo, solo queda la opción del fuego amigo contra Gabilondo, el candidato socialista al que su propio partido se ha empeñado en reventarle la campaña por vaya a saber usted qué intereses tan opacos como el famoso plan. 

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Sea lo que fuere, el Gobierno ha recogido velas a la vista del aluvión de críticas. Ahora dice que será un comité de expertos -otros que también se utilizan para un roto y un descosido - los que propongan si se suprime la reducción fiscal y, en ese caso, en qué plazos, algo que tampoco se aclara en los papeles remitidos a Bruselas y ante los que ni la Comisión Europea sabe ya qué pensar. Hasta el punto de pedirle transparencia a España y que publique el documento, en el que seguramente hay más sorpresas ocultas de las que el Gobierno ha tenido a bien no decir nada a los españoles. El problema es que pedirle transparencia a Sánchez es como exigir que las ranas críen pelo, sencillamente no forma parte de su ADN político y es perder el tiempo. Al presidente se le da mucho mejor hacerse propaganda presentando una decena de veces el mismo plan adornado con grandes lemas publicitarios, pero del que en realidad los españoles no sabemos casi nada concreto. Y encima lo llama de "resiliencia", cuando somos los ciudadanos los que de verdad necesitamos con urgencia un plan de resiliencia pero para resistir a este Gobierno.  

Madrid, circo político de cinco pistas

Si algo bueno tiene a estas alturas la insufrible campaña madrileña es que solo le queda un suspiro: ha sido la más bronca y sucia en años y miren que las ha habido a cara de perro, faltonas, llenas de insultos y golpes bajos. Las causas tienen que ver con la importancia para los partidos de la plaza en disputa, pero sobre todo con la polarización de la democracia española desde que irrumpieron en escena Podemos y Vox, extremos que se tocan y retroalimentan, convirtiendo en un desierto el campo de la moderación y el compromiso entre fuerzas de distinta ideología. El PP y el PSOE, por cierto, han contribuido también a este juego envenenado al negarse la posibilidad de alcanzar acuerdos, como ocurre en democracias como la alemana, en las que muchos españoles nos miramos con envidia.

Un circo de cinco pistas

Esta dinámica perversa busca que nos alineemos en bloques: democracia o fascismo, libertad o comunismo; no hacerlo te convierte automáticamente en compañero de viaje del otro bloque. Con esa imagen en blanco y negro comenzó una campaña que solo en sus primeros compases abordó asuntos que, sin ser madrileño ni votar allí, estoy seguro son los que preocupan a los ciudadanos con derecho a voto: la sanidad, la economía, el medio ambiente, etc. Fue solo un espejismo, a los pocos días esos temas quedaron en un muy segundo plano y la batalla pasó a mayores con insultos, descalificaciones, acusaciones sin pruebas, manifiestos de parte sobre el "infierno madrileño" y, para rematar, sobres con balas y navajas sobrevolando la campaña, convertidos en armas políticas arrojadizas sin la más mínima decencia ni respeto por la verdad o por el adversario. 

Para completar este circo, la mayoría de los medios ha jaleado el disparate alineándose sin mucho disimulo con alguno de los bandos y lamentándose luego con fariseísmo del descontrol de la campaña. Entre esos medios y los líderes nacionales han convertido en asunto de estado unas elecciones que solo conciernen a Madrid, por mucho que algunos políticos se jueguen su ser o no ser. Los españoles que no residimos en la comunidad madrileña ni nos afectan de cerca sus problemas, llevamos semanas soportando un bombardeo constante de noticias, opiniones interesadas, bulos y tertulianos como si no hubiera un mañana y el país no tuviera otros problemas.
 

Polariza que algo queda

Todo en esta campaña es un ejemplo de manual de sobreactuación política, materia en la que Pablo Iglesias es un consumado maestro: después de justificar o eludir condenar en el pasado actos de violencia callejera o contra otros dirigentes y fuerzas políticas, no solo exige ahora a los demás que condenen los dirigidos contra él - que lo han hecho - sino que se pronuncie hasta la Casa Real. En el otro extremo, Vox, que no desmerece mucho del líder podemita, recurre a la ambigüedad calculada para no rechazar con rotundidad las amenazas y tira de exabrupto buscando la reacción de la izquierda y alimentar una espiral cada vez más tóxica. El miserable cartel de los menores no acompañados es buen ejemplo de esa estrategia. Pero nada es casual: Iglesias está literalmente desesperado, le va su futuro político en que gobierne la izquierda en Madrid o su salida de La Moncloa solo tendría arreglo retirándose a Galapagar. Vox, necesitado también de movilizar a su parroquia para hacerse imprescindible en un gobierno de Díaz Ayuso, no duda en echar más leña a esta hoguera de las irresponsabilidades políticas. 

El socialista Gabilondo, candidato casi a la fuerza, ha ido de tropiezo en tropiezo y apenas ha encajado en una campaña marcada por la confrontación. Su partido, rendido con armas y bagajes a la estrategia de Podemos y haciendo propaganda hasta con el BOE, se asoma a un fracaso estrepitoso después de una campaña de contradicciones en asuntos como los impuestos y rectificaciones a la desesperada como la del pacto con Iglesias que antes había rechazado. Más Madrid, el hijo descarriado de Podemos al que Pablo Iglesias pretendió convertir en su muleta electoral, pesca en el caladero de un PSOE a la baja y seguramente superará en escaños a los morados sin la tutela del ex amado líder. Por su parte, Edmundo Bal, el moderado de centro que ha venido a salvar los pocos muebles que le quedan a Ciudadanos antes de su cierre por derribo, lo tiene muy difícil para alcanzar representación y su aportación para atemperar el frentismo político es por desgracia, a fecha de hoy, casi una quimera.

Díaz Ayuso y el cordón sanitario de la izquierda

Dejo para el final a Isabel Díaz Ayuso, la candidata popular a batir por todos, bestia negra de la izquierda, que descolocó a propios y a extraños adelantando unas elecciones que esa misma izquierda no quería celebrar. Más allá de discrepar de sus ideas sobre la economía, la sanidad o la propia democracia, varias de ellas en la órbita del populismo más genuino, lo que no se le puede negar es que ha hecho la campaña que más le conviene a sus aspiraciones y no tanto la que querían su partido y, sobre todo, sus rivales: ha condenado sin ambages ni aspavientos las amenazas violentas de las que también ha sido víctima, ha esquivado el cuerpo a cuerpo al que la han querido arrastrar la izquierda y sus medios afines y ha puesto a Pedro Sánchez en el centro de sus críticas, respondiendo a las que el presidente lanzó contra ella recurriendo incluso a la mentira. 

Dicen las encuestas que Díaz Ayuso ganará las elecciones, a falta de saber si será o no por mayoría absoluta. Aunque por ahora lo niegue, en caso de que deba recurrir a otra fuerza para gobernar la elegida podría ser Vox. La izquierda ya ha profetizado las siete plagas de Egipto si tal cosa ocurre y ha sacado a paseo el muy democrático "cordón sanitario". En cambio, no le causa reparos que sus pactos con los herederos del terrorismo etarra y con un partido cuyo líder cumple condena por sedición, bordeen y traspasen los límites constitucionales y condicionen toda la política nacional. Le niega a Díaz Ayuso el derecho a conformar una mayoría de gobierno de una autonomía con el partido que crea oportuno, aunque sus ideas nos produzcan urticaria, y se lo conceden graciosamente a Pedro Sánchez para el gobierno de España porque él lo vale y sus socios son la crème de la crème democrática. Por cosas como esta y por otras muchas, ya es tarea casi imposible coincidir con una izquierda que se cree iluminada por la luz de la superioridad moral y que no pasa día en el que no reparta certificados de demócratas a quienes la jalean y de fascistas a quienes se atreven a no comulgar con sus ruedas de molino. 

La banca hace majo y limpio

Creo que no soy el único que ha tenido la tentación de meter sus cuatro euros mal contados debajo del colchón y hacerle una higa al banco. Luego caigo en la cuenta de que entidades públicas y privadas me han obligado a domiciliar los recibos y me han convertido en un rehén bancario, así que me resigno a seguir pagando comisiones abusivas hasta por pisar una de las pocas sucursales que van quedando en este país. Quien a estas alturas crea que los bancos están para prestarle un servicio a los ciudadanos deberían abandonar de una vez esa romántica idea: el único y descarnado objetivo de un banco que se precie es obtener beneficios y, si no, no hay banco que valga o resista. También están los que creen que nacionalizando la banca resolveríamos el problema por arte de magia, pero después de lo ocurrido con las cajas no vale la pena perder mucho tiempo en comentar esas ocurrencias.

Reduciendo costes y maximizando beneficios

Notable ha sido el revuelo que han levantado los ERES de CaixaBank - que prevé prescindir de casi 8.300 trabajadores de una tacada -, BBVA, Santander o Sabadell: entre todos juntos pondrán en la calle o enviarán a la prejubilación a casi 18.000 empleados, aunque puede que la cifra se reduzca algo en la negociación con los sindicatos. En números redondos, en los últimos 11 años han dejado el sector unos 100.000 empleados, un tercio aproximadamente del total. Con los ERES anunciados estos días la plantilla bancaria se reducirá otro 10% y probablemente no será la última criba si, como se barrunta, hay nuevas fusiones al hilo de lo que piden el BCE e incluso el Gobierno español. Por otro lado y a pesar de una cierta contención en las retribuciones variables de los altos ejecutivos, sus sueldos siguen siendo una indecencia. Vale que sea una empresa privada que puede establecer los salarios que estime apropiados para sus directivos, pero debería haber un límite porque, pasar de percibir 500.000 euros a 1.600.000 como hará el presidente de CaixaBank tras la fusión, es de todo menos presentable socialmente en un país arrasado. 

Los bancos quieren cerrar también una nueva tanda de oficinas y reducir más el contacto directo con sus clientes. CaixaBank prevé cerrar 1.500 sucursales y el BBVA hará lo propio con otras 500. El número de oficinas bancarias en España ha retrocedido un 50% en la última década. Los principales afectados son las personas mayores, los clientes sin habilidades informáticas y las zonas más despobladas del país, en donde a este paso no se va a encontrar una oficina o un cajero automático ni para un remedio. Por cierto y entre paréntesis, es significativo que en todos los análisis y comentarios de opinión publicados estos días sobre los ERES de la banca, nadie incida precisamente en la situación social desfavorable en la que quedan esas personas, convertidas en simples números prescindibles para su banco. Aún así, se asegura que la red española de oficinas es la segunda más densa de la Unión Europea, de manera que hay que cerrar un buen número para reducir gastos le pese a quien le pese.

Es el mercado, estúpido

En la misma línea se justifica la destrucción de empleo, ya que el personal representa de media más del 50% de los costes de un banco. Si a lo anterior unimos la extensión de las nuevas tecnologías, los bajos tipos de interés sin visos de subir a corto o medio plazo, la creciente competencia de bancos que operan por internet, la situación económica y las exigencias de capital y solvencia por la crisis, tendremos todos los elementos para justificar un majo y limpio de empleo histórico como el que está a punto de realizar la banca española en su proceso de reestructuración y concentración. 

El Gobierno, que enseguida ha olvidado que tiene el 16% de CaixaBank y que incluso ha presumido de que supuestamente no se puede despedir en medio de la pandemia, ya se ha apresurado a calificar de "inaceptable" el recorte de empleo y a criticar los sueldos de los altos directivos. Era lo que tocaba teniendo en cuenta que la noticia ha coincidido con la feroz campaña madrileña. Sabedor de su estrecho margen de maniobra ha apelado al Banco de España para que "haga algo", sin especificar qué exactamente, y ha recordado el dinero público destinado a sanear entidades en apuros, que por su importancia para el sistema no se podían dejar caer a pesar de su mala cabeza durante el boom del ladrillo. Pero el Banco de España hace tiempo que tampoco puede ni quiere hacer mucho, ya que estos asuntos los maneja desde Frankfurt el Banco Central Europeo. Así que, salvo la amonestación moral de rigor para la galería, poco más puede hacer el Gobierno por mal que le venga este nuevo dato de destrucción de empleo.   

Asumir la realidad no es resignarse ante ella

Todo lo anterior no significa que nos debamos resignar. La defensa del empleo corresponde a los sindicatos que, en no pocas ocasiones, han callado y transigido en cuanto les han puesto sobre la mesa las compensaciones económicas que percibirán los despedidos. En el caso de los ERES de CaixaBank y BBVA hablamos de entre 200.000 y 300.000 euros por trabajador, la cual no es una mala compensación. En cuanto a las retribuciones de los altos directivos, el Banco Central Europeo debería establecer ciertos límites que eviten la alarma social por unos emolumentos absolutamente desproporcionados en relación con la situación económica general. También debería poner pies en pared ante el incremento desaforado e injustificado de las comisiones bancarias a unos clientes cautivos sin más opción que pagar o guardar su dinero en un calcetín. 

Y, por último, respecto a la drástica reducción de oficinas deberían encontrarse fórmulas que refuercen la colaboración público - privada para continuar prestando servicio de calidad a los usuarios de zonas poco pobladas o mayores de edad sin capacidad para desenvolverse en internet. A la banca se le puede y debe exigir una responsabilidad social de la que muchas veces presume pero no siempre practica. Ahora bien, a partir de ahí y para todo lo demás, se impone la lógica inmisericorde de la competencia del mercado y su evolución. Esto no es dar por buena la ley de la selva sin exigir nada a cambio a unas entidades que, en ningún caso, tienen derecho a reclamar patente de corso para ignorar lo que la sociedad exige de ellas, más allá de una legítima ambición de obtener beneficios económicos para sus accionistas. 

El manoseo de la Justicia

Si pidiéramos que levantaran la mano los partidos que nunca han tenido la tentación de meter baza en el Poder Judicial la levantarían todos, los nuevos y los viejos, la izquierda y la derecha, los regeneradores y los degenerados, los que criticaban en la oposición lo que no hacían en el gobierno y viceversa: sin embargo, todos mentirían. Da igual lo que digan y cuando lo digan, el sueño mal disimulado de todo partido con posibles es colocar en el órgano de gobierno de los jueces gente de ideología o sensibilidad próximas. Esto no es, por supuesto, una descalificación generalizada del colectivo judicial, en su inmensa mayoría profesional e imparcial, pero tampoco es una buena carta de presentación para presumir de estado de derecho, en el que la separación de poderes debe ser lo más nítida posible. 

Aturdidos y dopados por la pandemia, el ruido de la insufrible campaña madrileña y la megalomanía del presidente de un equipo privado de fútbol, los españoles no hemos sido conscientes de la bofetada sin manos que nos ha propinado esta semana la Comisión Europea a través del Gobierno. Solo de bochorno para España se me ocurre calificar que Bruselas nos diga cómo debemos organizarnos para que se respeten los estándares básicos de una democracia. Que esto ocurra a estas alturas de la historia de la democracia española es un síntoma más, tal vez de los más graves, del deterioro de nuestro sistema de convivencia, hecho unos zorros para satisfacer las ansias de poder y control de una clase política que, da igual su color ideológico, no se para en barras democráticas para alcanzar sus objetivos. 

Del bipartidismo a la rebatiña del Poder Judicial

El origen de la enfermedad data de 1985, cuando el PSOE y el PP, entonces amos y señores del cotarro, decidieron cambiar la ley que permitía a los jueces designar a doce de los veinte vocales que conforman el Consejo del Poder Judicial (CGPJ) y elegirlos ellos en el Congreso en función de cuotas de "progresistas" y "conservadores". Los otros ocho vocales, correspondientes a juristas de prestigio, los seguiría eligiendo también el Parlamento en función de afinidades ideológicas más o menos cercanas. Este sistema, que pervertía claramente el espíritu de la Constitución, fue recurrido ante el Tribunal Constitucional y éste, en un fallo aún hoy inexplicable, le dio el visto bueno con la ingenua condición de que los partidos no abusaran del intercambio de cromos de jueces. 

Aquel lenguaje perverso que los medios siguen empleando en la actualidad, marcó un antes y un después: los integrantes del CGPJ aparecían señalados políticamente y a la luz de ese criterio se examinan muchas de sus decisiones: todo lo demás, su trayectoria, su preparación profesional o la calidad de sus resoluciones judiciales, pasó a un muy segundo plano. Mientras el bipartidismo gozó de buena salud este sistema viciado funcionó sin grandes sobresaltos: cuando llegaba el momento de la renovación de los vocales, los partidos volvían a sacar sus estampitas judiciales y no tardaban en ponerse de acuerdo. A decir verdad, no recuerdo que entonces el estamento judicial protestara mucho por un enjuague que ya ponía en entredicho su independencia del poder político.

Sin embargo, cuando irrumpieron en el escenario los nuevos partidos que venían a regenerarnos, el plácido bipartidismo se alborotó y lo que hasta entonces se repartía solo entre dos debía repartirse ahora al menos entre cuatro o cinco. Enseguida aparecieron los vetos y las líneas rojas, lo que explica que el actual CGPJ lleve en funciones desde diciembre de 2018 por la sencilla razón de que los partidos ni siquiera son ya capaces de repartirse el pastel de la Justicia. Ante el bloqueo, del que el PP como principal partido de la oposición es tan responsable como el resto, el Gobierno del PSOE y Podemos optó por  la calle de en medio y llevó al Congreso una proposición de ley que rebajaba de tres quintos a mayoría absoluta la exigencia de votos para elegir a los vocales del Poder Judicial. 

Bruselas nos lee la cartilla

La propuesta era una vuelta de tuerca más en el descarado intento de estos partidos de controlar la Justicia solo con sus votos y los de sus aliados, ignorando a una oposición que hacía alardes de voluntad negociadora mientras bloqueaba la negociación. El escándalo político obligó a congelar la tramitación de la propuesta en el Congreso, en donde sí salió adelante y ya está en vigor otro hachazo al CGPJ: recortarle sus atribuciones para nombramientos mientras permanezca en funciones, lo que tiene paralizada la designación de varios presidentes de tribunales superiores de justicia. 

Después de que tres de las cuatro asociaciones judiciales españolas, que representan a casi la mitad del colectivo de jueces del país, elevaran su queja a Bruselas, la principal novedad ahora es que el Gobierno ha retirado la reforma ante el riesgo de terminar ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea por incumplir los estándares exigibles en un estado de derecho en materia de separación de poderes. Esto habría podido comprometer incluso el acceso a los fondos europeos, como establecen los reglamentos del Parlamento y del Consejo Europeo. 

España ha estado a punto de quedar al nivel de Hungría y Polonia, países a los que Bruselas ya ha denunciado por vulnerar la separación de poderes y concentrarlos en manos del Ejecutivo. Es más, la Comisión Europea también se ha permitido sugerir a España que la mitad de los vocales del CGPJ la elijan los jueces, algo que reclama el más elemental sentido común y la calidad del sistema democrático, aunque aún es insuficiente: como mínimo debería volverse al sistema anterior a 1985, aunque sería mucho más conveniente y democrático encontrar una fórmula que impida el manoseo político constante del Poder Judicial. El escollo a salvar es que eso depende precisamente de los mismos partidos que, solo un día después del tirón de orejas comunitario, ya andaban de nuevo a la greña con el asunto. Les puede la tentación de seguir contaminando un poder que, a pesar de los pesares y de todos los intentos para someterlo, funciona de manera razonable e impide que los partidos colonicen todos los rincones del estado.