Cristóbal Montoro Gatopardo

Con tantas emociones fuertes a este país le va a dar un infarto en primer grado. En menos de veinte y cuatro horas cae “la Roja” y se eleva al trono un nuevo rey. Y de remate, hoy llega al Consejo de Ministros la cacareada reforma fiscal que anunciaran Rajoy y los suyos. No podía esperar más el PP para recuperar los 2,6 millones de votantes que le dieron la espalda en las europeas del 25 de mayo. El año que viene hay dos citas electorales mucho más decisivas para sus intereses políticos que las europeas y hay que presentarse ante el electorado mostrando alguna cosa que les permita sacar pecho. A falta de conocer la letra pequeña de la mentada reforma, no parece que la misma merezca tal nombre.

Desde luego no parece que vaya a ser integral en el sentido de un cambio en toda regla del sistema impositivo del país como pedían los expertos y la Comisión Europea. Tampoco tiene aspecto de que vaya a ser progresiva, o lo que es lo mismo, que paguen más los que más ingresan. De hecho, los que más ingresan van a pagar menos ya que se rebajará en unos cuatro puntos la presión fiscal de las rentas más altas. Y esto, después de haber anunciado Rajoy y Montoro urbi et orbi que la rebaja fiscal prometida en 2011 y luego guardada en un cajón “porque no hay más remedio”, beneficiaría sobre todo a las rentas más bajas.

Tampoco será progresiva porque, al menos por lo que se sabe hasta el momento, en la pretendida reforma fiscal de Montoro no hay una sola medida para luchar contra el fraude fiscal, una de los grandes males del sistema impositivo de este país y por el que se escapan anualmente entre 70.000 y 90.000 millones de euros. Si los que más tienen o ganan no pagan lo que les correspondería, los que menos tienen o ganan deben de hacer un esfuerzo fiscal mucho mayor, como puede entender cualquiera salvo Montoro. Calculen lo que se podría hacer con ese dineral en un país en el que no hay inversión pública digna de ese nombre que contribuya a reactivar la economía y poner fin de una bendita vez a los recortes, ajustes y reformas estructurales que hemos pagado en términos de empleo y salarios, hundiéndonos en un pozo al parecer sin fondo.

Esa falta de progresividad de la reforma que hoy aprobará el Consejo de Ministros y que el lunes nos explicará Montoro con su Power Point, se refleja también en la rebaja del impuesto de sociedades del 30 al 25%, una medida que va a beneficiar principalmente a las grandes empresas, las mismas que se lo llevan crudo a países con impuesto de sociedades aún más bajos que en España o simplemente lo escabullen en paraísos fiscales.

El gran dilema de Montoro ante esta reforma que él y el presidente nos han ido revelando por entregas es cómo presentarse ante el electorado, principalmente el del PP, haciéndole creer que se ha hecho un cambio fiscal profundo cuando en realidad sólo se ha hecho un apaño para recuperar votos perdidos y de paso hacerle un nuevo regalo a las grandes corporaciones y a las rentas más altas a costa de las depauperadas clases medias en vías de extinción. Lo cierto es que las cuentas no salen por ningún lado: tras la llegada de Rajoy a La Moncloa la subida de impuestos se cifró en unos 30.000 millones pero con la presunta bajada que se aprueba hoy sólo se reducirá en unos 5.000 repartidos en dos años, el primero de ellos electoral.

La clave de todo es que Montoro necesita llenar la caja para cuadrar el déficit en un país que recauda ocho puntos menos que otros de su entorno con los similares tipos impositivos, debido sobre todo al fraude fiscal. Sin embargo, no encuentra la manera de hacerlo sin espantar a las grandes empresas y a las cuentas corrientes más forradas. Subir el IVA para hacer caja es una opción descartada por más que se lo pida Bruselas y hasta el Banco de España. El Gobierno sabe que la recuperación económica que pretende vender no es tal y una nueva subida de ese impuesto congelaría aún más el consumo interno en un contexto de salarios a la baja. Más pronto que tarde estaríamos de nuevo en recesión, si es que se puede considerar que hemos salido realmente de ella por más que las cifras macroeconómicas así lo aseguren.

Ante la disyuntiva el ministro ha optado por aplicar el más genuino gatopardismo para trasladar la idea de que todo cambia cuando todo sigue igual o peor. En realidad, lo que hace Montoro es seguir los pasos de una vieja tradición de la política nacional que acabamos de ver reflejada también en la sucesión monárquica: todo parece nuevo pero en realidad es muy viejo. Con la reforma fiscal pasa exactamente lo mismo.

Más pan y menos circo

España se lamenta hoy desconsolada del descalabro futbolístico en el Mundial como lloró en su día con Alfonso XII tras la muerte de María de las Mercedes: ¿Dónde vas, Alfonso XII? ¿Dónde vas, triste de ti? Este país siempre ha tenido mucha menos consideración con sus propios problemas que con los del mundo del espectáculo, el trono o el altar. En la monarquía y en el fútbol se había venido apoyando el supuesto prestigio planetario de la marca España, aunque muchos españoles ya habían descubierto que nuestra mejor tarjeta de presentación no es un rey cazaelefantes con una familia cazasubvenciones públicas que alaba por el mundo a una clase empresarial que en el país bebe sangre trabajadora. 

Ahora también descubren que dejar el prestigio internacional al azar de un gran negocio al que todavía muchos llaman deporte ha sido otro grave error en cuanto los invencibles han besado la lona. Mejor habríamos hecho como país en confiarle su brillo a nuestros científicos, pensadores y artistas, que los hay y del mejor nivel. Pero no es sólo “la Roja” la que se destiñe para desgracia política de quien ha abusado de ella con el fin de hacer más digerible la receta neoliberal que nos están administrando sin pausa y con prisa. También se decolora la Corona por más que las apariencias y el coro de voces reales que lleva semanas entonando himnos de alabanza quieran hacernos ver hoy otra cosa. 

No he leído ni pienso leer un solo análisis sobre las causas posibles de que “la Roja” doblara la rodilla ayer en Brasil y lo mismo tengo intención de hacer con el discurso que hoy pronunciará el nuevo rey que se dice de todos los españoles y que la legión de exégetas aguarda con el lápiz en ristre para leer entre líneas las frases más destacadas del nuevo evangelio monárquico español. Con escucharlo sin bostezar demasiado ante los inevitables lugares comunes que le cabe suponer me basta y sobra. Al fin y al cabo, quien nada espera no se decepciona ni en el fútbol ni en la política ni en ninguna otra faceta de la vida.

Por lo demás, nunca me han emocionado los carruajes dorados tirados por briosos corceles blancos ni los coches descapotables de lujo ni los saludos y las sonrisas impostadas ni los maceros con penachos ni las pamelas imposibles ni los trajes de capitán general de todos los ejércitos. Los desfiles marciales me dan sueño y cuando suena música militar – con perdón de los músicos – me quedo en la cama como Brassens. 

Tampoco me conmueven las plegarias del orfeón juancarlista que estos días desea suerte a su sucesor con la esperanza de que España mañana sea felipista. ¿Les parece poca suerte haber heredado la corona y la jefatura del Estado por obra y gracia de la genética? Por lo que a mí respecta, los únicos reyes a los que desearía y pediría suerte son los de la baraja, aunque no me ha ido muy bien las veces que lo he hecho. 

No es la suerte del nuevo rey lo que necesita este país sino la suerte de los españoles, una suerte que tendremos que saber buscar entre todos empezando por ocuparnos mucho más del pan, el trabajo y el bienestar social y mucho menos por el circo de colorines que nos mantiene narcotizados, la pompa y los oropeles del poder. Lo que España necesita no es un rey suertudo sino un gobierno decente que no mienta, una clase política que no robe y que defienda el interés ciudadano y no el de sus jefes de filas y unos jueces y fiscales que actúen con rigor e independencia del resto de poderes. 

No necesitamos que al rey se le aparezca San Pancracio, el patrón de la buena suerte, sino que los patronos de este país cejen en su empeño de hacer tabla rasa con los derechos de los trabajadores y que a las empresas y empresarios que evaden dinero a paraísos fiscales se les persiga y castigue como merecen. No es un rey tocado por la diosa Fortuna lo que España reclama, es un revolcón democrático desde los cimientos al tejado del agrietado edificio político nacional que remueva las estancadas aguas de la estabilidad política que a muchos nos empieza a sonar ya a los 25 años de paz del franquismo.

Pero por encima de todo, lo que los españoles necesitan es recordar que en una democracia no hay más soberano que el pueblo y en sus manos está la solución de sus problemas, no en la suerte de un monarca. Es la principal y más perdurable de las enseñanzas legadas por la Revolución Francesa, aquel proceso histórico que iluminó al mundo con el relámpago de una guillotina.

La coartada de la crisis

Ningún ciudadano medianamente informado debería de tener ya duda alguna sobre lo bien que le han venido a la derecha ultraliberal y a las grandes corporaciones la crisis económica que ellos mismos provocaron con la alegre desregulación del sistema financiero. Con la coartada de la lucha contra la crisis como bandera, se ha recortado y ajustado el estado del bienestar hasta límites insospechados hace menos de una década. Los ejemplos que están en la mente de todos llenan las páginas de los periódicos y sería extraordinariamente prolijo mencionarlos todos aquí. Pero hay algunos ejemplos paradigmáticos que demuestran que detrás de ese enternecedor afán de gobiernos como los del PP para “favorecer el crecimiento y el empleo”, sólo hay ideología pura y dura.

La ideología de quienes creen, por ejemplo, que sólo la empresa privada es capaz de gestionar con eficacia y eficiencia servicios esenciales como la justicia, la sanidad o la educación. Que la puesta en práctica de la biblia ultraliberal suponga limitar o impedir que los más desfavorecidos accedan a esos servicios esenciales es precisamente lo que se persigue. No por mentir una y mil veces asegurando que lo que se busca es garantizar la calidad, la gratuidad y la universalidad de esos servicios tales afirmaciones dejan de ser un repugnante ejercicio de cinismo.

Algunos ejemplos

Tomemos el caso de la Sanidad en este país y las privatizaciones de hospitales públicos de una comunidad como la de Madrid, afortunadamente rechazadas en las instancias judiciales y protestadas en la calle por los profesionales pero que volverán a intentar en cuanto puedan estos ultraliberales de banderita rojigualda en la muñeca, siempre tan preocupados por la “marca España”. Pensemos cómo ha afectado a la salud general de este país el copago farmacéutico del que ni siquiera se han librado unos pensionistas con pensiones de miseria y a la baja.

Reparemos también, al menos por un instante, en el descenso del número de pleitos en determinadas jurisdicciones desde que Ruiz – Gallardón aplica sus tasas judiciales y limitó el derecho de todos los ciudadanos a una tutela judicial efectiva. Pensemos también en el retroceso de décadas que representará para las mujeres de este país la reforma de la ley del aborto, eso sí, a mayor satisfacción de una reaccionaria Iglesia Católica de la que el ministro de Justicia parece recibir la inspiración legislativa.

También nos vienen a la cabeza los jóvenes que han tenido que abandonar sus estudios porque el ministerio obliga a subir las tasas, les paga las cada vez más raquíticas becas cuando el curso está a punto de terminar y además anuncia que se lo irá poniendo un poco más difícil a los que aspiren a conseguir una ayuda a partir de ahora. No contento aún el incalificable ministro Wert con convertir el derecho a la educación en una carrera por la excelencia de los más pudientes, lanza ahora el globo sonda de cambiar becas por préstamos que los alumnos tendrán que devolver cuando encuentren un trabajo, una utopía cada vez más lejana para la inmensa mayoría de jóvenes de este país a los que sólo les va quedando la opción de la movilidad exterior.

Nunca hubo crisis para los ricos

Y así en todos los ámbitos: las grandes fortunas de este país, que junto con las grandes corporaciones siguen evadiendo impuestos o colocando sus jugosas rentas en las SICAVS que nadie se atreve a tocar, han recuperado ya el nivel de ingresos anterior a la crisis. ¿Alguien se puede extrañar por ello y por el hecho de que España sea desde hace tiempo el segundo país de la UE con mayor índice de desigualdad y de que dentro del propio país haya escandalosas diferencias de renta entre comunidades autónomas? En paralelo y después de una salvaje reforma laboral que dejó a los trabajadores a los pies de unos empresarios que aún piden más sangre, los salarios continúan a la baja porque eso es bueno para la competitividad del país, según los iluminados profetas del rampante ultraliberalismo.

Esa patológica obsesión por la competitividad supone al mismo tiempo la congelación del consumo interno, la caída de la inversión y la destrucción de más empleo, aunque eso no lo suelen destacar esos profetas. Tampoco que el poco empleo que se crea se hace en condiciones cada vez más precarias y no sin que antes el gobierno subvencione generosamente cotizaciones empresariales y someta a los jóvenes que buscan su primer empleo a situaciones que bordean la indignidad más absoluta.

Hedor a corrupción

Este premeditado ataque contra el estado del bienestar en todos sus frentes se acompaña en España de un intenso hedor a corrupción por falta de regeneración y ventilación democráticas que se extiende desde las instituciones más altas del Estado hasta las más bajas y que alcanza en mayor o menor medida a poderes públicos, partidos políticos, sindicatos o empresas privadas y públicas. Sin embargo, contra esta carcoma democrática nadie habla en serio de reformas de calado ni de ajustes ni de recortes, sólo se proponen placebos mientras la metástasis avanza imparable.

Así las cosas, quienes quieran creer en los cantos celestiales de la recuperación económica que se empeña en vender el Gobierno que llegó para derruir el estado del bienestar hasta los cimientos con la excusa de luchar contra la crisis, están en su derecho a hacerlo. En cambio, para la inmensa mayoría de los ciudadanos de este país no hay nada en el panorama económico, social y político de España que permita emplear ese término con la más mínima propiedad. En ellos reside la única esperanza de que la crisis no siga siendo la coartada perfecta para vender en almoneda lo que tanto ha costado a tantos durante tanto tiempo.