Con tantas emociones fuertes a este país le va a dar un infarto en primer grado. En menos de veinte y cuatro horas cae “la Roja” y se eleva al trono un nuevo rey. Y de remate, hoy llega al Consejo de Ministros la cacareada reforma fiscal que anunciaran Rajoy y los suyos. No podía esperar más el PP para recuperar los 2,6 millones de votantes que le dieron la espalda en las europeas del 25 de mayo. El año que viene hay dos citas electorales mucho más decisivas para sus intereses políticos que las europeas y hay que presentarse ante el electorado mostrando alguna cosa que les permita sacar pecho. A falta de conocer la letra pequeña de la mentada reforma, no parece que la misma merezca tal nombre.
Desde luego no parece que vaya a ser integral en el sentido de un cambio en toda regla del sistema impositivo del país como pedían los expertos y la Comisión Europea. Tampoco tiene aspecto de que vaya a ser progresiva, o lo que es lo mismo, que paguen más los que más ingresan. De hecho, los que más ingresan van a pagar menos ya que se rebajará en unos cuatro puntos la presión fiscal de las rentas más altas. Y esto, después de haber anunciado Rajoy y Montoro urbi et orbi que la rebaja fiscal prometida en 2011 y luego guardada en un cajón “porque no hay más remedio”, beneficiaría sobre todo a las rentas más bajas.
Tampoco será progresiva porque, al menos por lo que se sabe hasta el momento, en la pretendida reforma fiscal de Montoro no hay una sola medida para luchar contra el fraude fiscal, una de los grandes males del sistema impositivo de este país y por el que se escapan anualmente entre 70.000 y 90.000 millones de euros. Si los que más tienen o ganan no pagan lo que les correspondería, los que menos tienen o ganan deben de hacer un esfuerzo fiscal mucho mayor, como puede entender cualquiera salvo Montoro. Calculen lo que se podría hacer con ese dineral en un país en el que no hay inversión pública digna de ese nombre que contribuya a reactivar la economía y poner fin de una bendita vez a los recortes, ajustes y reformas estructurales que hemos pagado en términos de empleo y salarios, hundiéndonos en un pozo al parecer sin fondo.
Esa falta de progresividad de la reforma que hoy aprobará el Consejo de Ministros y que el lunes nos explicará Montoro con su Power Point, se refleja también en la rebaja del impuesto de sociedades del 30 al 25%, una medida que va a beneficiar principalmente a las grandes empresas, las mismas que se lo llevan crudo a países con impuesto de sociedades aún más bajos que en España o simplemente lo escabullen en paraísos fiscales.
El gran dilema de Montoro ante esta reforma que él y el presidente nos han ido revelando por entregas es cómo presentarse ante el electorado, principalmente el del PP, haciéndole creer que se ha hecho un cambio fiscal profundo cuando en realidad sólo se ha hecho un apaño para recuperar votos perdidos y de paso hacerle un nuevo regalo a las grandes corporaciones y a las rentas más altas a costa de las depauperadas clases medias en vías de extinción. Lo cierto es que las cuentas no salen por ningún lado: tras la llegada de Rajoy a La Moncloa la subida de impuestos se cifró en unos 30.000 millones pero con la presunta bajada que se aprueba hoy sólo se reducirá en unos 5.000 repartidos en dos años, el primero de ellos electoral.
La clave de todo es que Montoro necesita llenar la caja para cuadrar el déficit en un país que recauda ocho puntos menos que otros de su entorno con los similares tipos impositivos, debido sobre todo al fraude fiscal. Sin embargo, no encuentra la manera de hacerlo sin espantar a las grandes empresas y a las cuentas corrientes más forradas. Subir el IVA para hacer caja es una opción descartada por más que se lo pida Bruselas y hasta el Banco de España. El Gobierno sabe que la recuperación económica que pretende vender no es tal y una nueva subida de ese impuesto congelaría aún más el consumo interno en un contexto de salarios a la baja. Más pronto que tarde estaríamos de nuevo en recesión, si es que se puede considerar que hemos salido realmente de ella por más que las cifras macroeconómicas así lo aseguren.
Ante la disyuntiva el ministro ha optado por aplicar el más genuino gatopardismo para trasladar la idea de que todo cambia cuando todo sigue igual o peor. En realidad, lo que hace Montoro es seguir los pasos de una vieja tradición de la política nacional que acabamos de ver reflejada también en la sucesión monárquica: todo parece nuevo pero en realidad es muy viejo. Con la reforma fiscal pasa exactamente lo mismo.
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