Del bipartidismo a la polarización

Me refería en el último post a la incapacidad crónica del PP y el PSOE para llegar entre sí a pactos de gobierno y sobre asuntos de estado. Señalé entonces que esa dificultad nace de la polarización de la vida pública, uno de los principales achaques que sufre la defectuosa democracia española, The Economist dixit, y del que se derivan muchos otros. El problema de la polarización en las democracias occidentales no es precisamente nuevo y estudios que lo miden y lo ponen de manifiesto hay en abundancia. Sin embargo, en España la dolencia ha experimentado un agravamiento mucho más rápido que en otros países de nuestro entorno: a fecha de hoy se considera a nuestro país como uno de los más polarizados de la Unión Europea, si bien Francia, Italia o Grecia no se quedan muy atrás. Entre los analistas hay también coincidencia en que el punto de inflexión a partir del cual se aceleró este fenómeno en España se encuentra en la llegada de Podemos al escenario político y la aparición poco después de Vox como su contraparte.

Polariza, que algo ganas 

Junto con Ciudadanos, Podemos y Vox consiguieron acabar con el bipartidismo, pero no para insuflar en el panorama político el aire fresco de la regeneración que prometieron, sino para polarizarlo. Su objetivo principal ha sido arrastrar al PSOE y al PP a los extremos del espectro político, en donde abundan  las líneas rojas y las consignas predominantes suelen ser “al enemigo, ni agua” y el "no es no". En buena medida, el harakiri que se está haciendo el PP a propósito del supuesto espionaje a Díaz Ayuso, además de una pugna por el poder en el partido, es el fruto de esa atracción fatal hacia los límites del espacio político, tal y como en su día lo fue también la crisis que protagonizaron Pedro Sánchez y los barones del PSOE.  

Llegados a esos extremos, el diálogo, el compromiso y el acuerdo se vuelven imposibles por miedo a perder votos, la democracia se bloquea, las instituciones se desprestigian, la desafección ciudadana crece y se entra en un círculo vicioso que se retroalimenta permanentemente. Dicho en otras palabras, la polarización es un cáncer para la democracia.

En síntesis, la polarización es el alineamiento de los partidos y de sus parroquias más fieles en torno a posiciones numantinas y antagónicas entre sí. Desde esas posiciones extremas se estigmatiza a los adversarios políticos y se les convierte en enemigos con los que no es posible entendimiento alguno. Igualmente se atacan y deslegitiman las instituciones democráticas y los poderes del Estado como el judicial, se exaltan las pasiones y las emociones, se apoyan las teorías de la conspiración y se cultiva la llamada “moral del asco”, que prescinde de la argumentación y reduce al máximo los espacios para el diálogo y el acuerdo.

O conmigo o contra mí

El partido, la ideología, el territorio, el feminismo, la corrupción, la inmigración, la Guerra Civil o el franquismo son algunos de los asuntos más recurrentes en España para generar polarización social y política, haciendo que los votantes fieles se sientan cada vez más aislados y excluyentes e incluso enfrentados a quienes no comparten sus puntos de vista: o conmigo o contra mí, no hay término medio ni espacio para la discrepancia. Los debates sobre las políticas públicas en sanidad, educación, servicios sociales o mercado laboral se trufan a menudo de superficialidad y demagogia populista o sencillamente se relegan a un segundo plano y se olvidan. En otros términos, la polarización que padece la democracia española y que en menor o mayor medida practican todos los partidos, va estrechamente unida al auge del populismo como la otra cara de una misma moneda.

"Populismo y polarización son como las dos caras de una misma moneda"

Las causas de este fenómeno tienen que ver con la creciente desigualdad social y la perdida de confianza en una clase política alejada de la realidad y en unas instituciones que no cumplen su cometido. La globalización, la inmigración, la revolución tecnológica y la incertidumbre ante el futuro completan el cuadro. Frente a esa realidad compleja se recurre a recetas simplistas por parte de líderes populistas que interpretan la música que mejor suena a los oídos de unos ciudadanos desengañados de la política. Ninguna democracia se quiebra por un cierto nivel de polarización, deseable por otra parte en un sistema político basado en la competencia entre distintos partidos. El problema surge cuando se supera ese nivel aceptable y la gobernabilidad e incluso la propia convivencia social se tornan cada vez más difíciles. ¿Hemos superado en España ese nivel? ¿Cómo de cerca estaríamos de superarlo? Sea como sea, este estado de cosas es dinamita para la estabilidad de la democracia.

Las redes, el vehículo ideal para la polarización

La polarización, exacerbada y elevada a la enésima potencia a través de las ineludibles redes sociales y de los medios de comunicación desesperados por incrementar la audiencia, genera bloqueo institucional y costes de oportunidad por la incapacidad de las fuerzas políticas para abordar los problemas del país en tiempo y forma. Se entra así en un círculo vicioso en el que, en lugar de gestionar los asuntos públicos, se fomenta el liderazgo incontestable y cuasi mesiánico y se vive en una permanente campaña electoral. Como explica el politólogo Pierre Rosanvallon en uno de sus libros, una democracia polarizada como la que impulsa el populismo corre el riesgo de derivar en "democradura", un término acuñado en Francia que define un "régimen político que combina las apariencias democráticas con un ejercicio autoritario del poder". 

"Hay que sacar el debate del terreno de las emociones y centrarlo en el de las políticas públicas"

El propio Rosanvallon señalaba que la alternativa a la polarización populista "no puede consistir en limitarse a defender el orden de cosas existente" sino en "ampliar la democracia para darle cuerpo, multiplicar sus modos de expresión, procedimientos e institucionesmás allá del simple ejercicio del voto. O lo que es lo mismo, la mejor manera de despolarizar la democracia no es erosionándola aún más y deslegitimando sus instituciones, sino mejorándola con más y mejor democracia. 

Esto pasa, entre otras cosas, por sacar el debate del terreno de las identidades y las emociones y centrarlo en las políticas públicas que afectan a la vida de los ciudadanos. Los líderes políticos son los primeros que deben dar ejemplo de responsabilidad, subrayando lo que une en lugar de lo que separa y huyendo de las descalificaciones personales y del uso de las redes para crispar y dividir. Y en último lugar, pero no menos importante, los medios de comunicación tienen la obligación de autorregularse para no echar más leña al fuego de una hoguera que se nos puede terminar escapando de las manos. Si todo esto les parece utópico, confieso que no sé qué otra cosa se puede hacer. 

Democracia enferma

Uno de los síntomas de la defectuosa democracia española de la que habla The Economist es la imposibilidad casi congénita de que el PP y el PSOE lleguen a acuerdos de gobierno o sobre grandes asuntos de estado. El ejemplo más próximo está en Castilla y León, en donde se da por hecho que el PP tendrá que llegar a compromisos con Vox para mantenerse en el gobierno tras su pírrica victoria en las elecciones del domingo. Ni populares ni socialistas parecen darle ninguna opción a la posibilidad de algún tipo de acuerdo entre ambos, como si en lugar de ser adversarios democráticos que han competido en unas elecciones fueran enemigos irreconciliables. Para que tal cosa ocurriera haría falta un sentido de estado mucho más acusado que el que vienen demostrando los líderes nacionales de ambos partidos y, sobre todo, anteponer el interés general, la estabilidad de las instituciones y la moderación política a los tacticismos cortoplacistas de uno y otro. Esa polarización política es precisamente uno de los síntomas de que la salud de la democracia española necesita cuidados intensivos para evitar el agravamiento del cuadro clínico.


Retroceso global

El informe de The Economist sobre la salud de la democracia en el mundo no es la verdad revelada, aunque constituye un buen termómetro para medir si el menos malo de los sistema políticos conocidos avanza o retrocede globalmente. Las conclusiones demuestran que retrocede y que los dos años de pandemia no han hecho sino agravar los preocupantes síntomas detectados ya a raíz de la crisis financiera de 2008. Ese retroceso ha afectado sobre todo a las libertades individuales como nunca antes había ocurrido en tiempos de paz y casi que en época de guerra también. Por desgracia, el índice no valora las consecuencias que en términos de desigualdad o acceso a los servicios públicos ha provocado esta crisis, lo que nos permitiría disponer de una visión menos centrada únicamente en las libertades formales y más atenta también a la realidad social.

Entre las democracias que según The Economist han retrocedido en el último año está la española, que ha bajado de primera a segunda división al pasar de “democracia plena” a “democracia defectuosa”. Nuestro país cae del puesto 22 al 24 en la lista mundial, una caída que se añade a los seis escalones que ya había descendido el año anterior. El deterioro coincide en el tiempo con el Gobierno de Pedro Sánchez, que tiene en su haber el dudoso honor de haber decretado dos estados de alarma inconstitucionales o el cierre del Congreso, entre otras decisiones que casan muy mal con el respeto debido a los principios y normas democráticos y a las instituciones en una democracia plena.

Independencia judicial y calidad democrática

Entrando al detalle, es en el capítulo de la independencia judicial en donde The Economist propina el mayor tirón de orejas a la democracia española debido al bloqueo de la renovación del Consejo del Poder Judicial, que cumple ya más de tres años en funciones. Con su incapacidad para el acuerdo y su pugna por el control del gobierno de los jueces, los dos grandes partidos deterioran gravemente uno de los tres poderes del Estado. Aparte de que sea necesario modificar el sistema de renovación de los vocales del Consejo para garantizar su independencia, tal y como han demandado reiteradamente las instancias europeas, PP y PSOE deben acabar cuanto antes con una situación que degrada la calidad democrática de nuestro país.

"En España, las deficiencias de la democracia siempre son responsabilidad de otros"

La primera obligación de un enfermo es reconocer sus dolencias y someterse al tratamiento adecuado para recuperar la salud. En el caso español ocurre, sin embargo, que la culpa de nuestras deficiencias democráticas siempre es de un tercero, nunca propia. Síntoma de esa enfermedad es precisamente que, nada más conocerse el índice de The Economist, el Gobierno y los partidos de izquierda se apresuraron a culpar a los de derechas, y viceversa, del retroceso en la calidad de nuestra democracia. Lo responsable y democrático tendría que haber sido reconocer los achaques y proponer soluciones, en lugar de aprovechar la oportunidad para capitalizar el informe y polarizar aún más el ambiente.

Democracia, un sistema complejo y frágil

Tendemos a pensar que la democracia vino para quedarse per saecula saeculorum y descartamos que las cosas puedan empeorar, que de hecho es lo que está sucediendo. En los poco más de dos siglos que tiene de edad este sistema político ha habido avances y retrocesos y, en no pocas ocasiones, se ha acabado imponiendo el autoritarismo o el totalitarismo puro y duro. Su propia naturaleza hace de la democracia un sistema inestable y vulnerable frente a sus enemigos, situados sobre todo en los extremos del espectro político, aunque prácticamente no exista ningún país que no mencione la democracia en su constitución y ningún partido se atrevería hoy a proclamar abiertamente que su objetivo es imponer una dictadura o un régimen autoritario. 

La democracia siempre ha vivido condicionada por las contradicciones insalvables entre cómo nos gustaría que fuera y cómo funciona en la realidad. Se puede afirmar incluso que “defectuosa” es un adjetivo que casa bien con democracia: una democracia perfecta no ha existido ni existirá jamás en ninguna parte, si bien eso no debería llevarnos a una peligrosa autocomplacencia y a restarle importancia al agravamiento de los síntomas que viene presentando el paciente en los últimos años. 

"La democracia perfecta no ha existido ni existirá nunca"

Porque puede llegar un momento, tal vez cuando menos lo esperemos, que la enfermedad esté tan extendida que los remedios a la desesperada ya no sirvan de nada: la pérdida de legitimidad ante los ciudadanos, la deslealtad de los partidos, el desprestigio y la colonización política de las instituciones, los ataques sistemáticos al poder judicial, la falta de eficacia y efectividad del gobierno, el populismo y la polarización son síntomas bien visibles de que la salud de la democracia española empieza a requerir atención urgente.

Ni la clase política ni los ciudadanos deberían olvidar lo que supone vivir en un sistema democrático ni la travesía del desierto que tuvo que pasar este país para dejar atrás el largo y oscuro túnel de la dictadura. Sobre todo, no debemos olvidar que tenemos en nuestras manos un complicado a la vez que delicado mecanismo político que hay que cuidar con el mimo y el respeto que merece para que dure y mejore su funcionamiento, conscientes siempre de que nunca será perfecto pero sí perfectible.  

La mascarilla como símbolo

A estas alturas de la pandemia ya deberíamos haber aprendido que intentar vincular muchas de las decisiones sanitarias del Gobierno con los datos epidemiológicos y las evidencias científicas, es una pérdida de tiempo que solo conduce a la melancolía. Pasó en su momento con las vacunas y ha pasado también con las mascarillas que, más que “un símbolo de que la pandemia sigue entre nosotros”, como dijo hace poco el inefable Ximo Puig, es un ejemplo más, de tantos que se podrían citar, de que buena parte de las medidas frente al virus han tenido mucho más que ver con los intereses políticos del Gobierno que con una estrategia sanitaria reconocible y creíble por la ciudadanía. Así, imponer el uso obligatorio  de la mascarilla en exteriores a finales de diciembre pasado, en contra del parecer de la práctica totalidad de los especialistas y hasta del sentido común, solo vino a rubricar dos años de decisiones arbitrarias y erráticas que han terminado por conseguir que los ciudadanos ya no sepan qué creer o hacer ni en quién confiar.

EFE

Oídos sordos ante la evidencia científica

Si obviamos a los hinchas irreductibles, a unos pocos expertos y unos cuantos periodistas para los que si el Gobierno dice blanco, ellos dicen blanquísimo, y si dice negro, ellos dicen negrísimo, prácticamente nadie entendió que lo único que cabía hacer en plena sexta ola de contagios fuera volver a la obligatoriedad de los tapabocas al aire libre. Las advertencias de que los contagios en exteriores son de un 15% a un 20% más bajos que en interiores y que una medida como esa, además de inútil, podía ser contraproducente y generaría más cansancio entre la población, por un oído le entraron y por el otro le salieron al presidente y a su obediente ministra de Sanidad.

De lo que se trataba una vez más era de que Sánchez pudiera salir de una reunión con los presidentes autonómicos y hacerse la foto anunciando una decisión ridícula, cuyo único fin era dar la sensación de que se estaba haciendo algo para contener el virus. Como los datos epidemiológicos se han encargado de demostrar con creces, el número de contagios no paró de aumentar en las semanas siguientes a la implantación de la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores. Eso sí se podía saber, pero Sánchez lo ignoró deliberadamente.

"La obligatoriedad de la mascarilla no redujo los contagios"

Conseguido el objetivo y en vigor el Decreto Ley correspondiente, el Gobierno se lo tomó con calma antes de llevarlo al Congreso para su convalidación, lo cual ocurrió casi al límite del plazo legal de 30 días del que disponía, una prueba más del poco aprecio de Sánchez a la institución en la que reside la soberanía nacional. Para mayor escarnio, en el decreto ley sometido al Congreso se introdujo de rondón la revalorización de las pensiones, una suerte de chantaje político en forma de pastiche legislativo, que obligaba a los partidos a pasar por el aro de aceptar la obligatoriedad de las mascarillas en exteriores. Todo esto ocurría, además, mientras en la práctica totalidad de los países europeos los gobiernos respectivos habían acabado o estaban acabando con esa norma y flexibilizando el uso del controvertido pasaporte COVID.

¡Sorpresa, sorpresa!

Solo unos pocos días después de convalidado el Decreto Ley, la ministra anunciaba el fin de la obligatoriedad de la mascarilla al aire libre para el jueves, 10 de febrero, casualmente a tres días de las elecciones autonómicas en Castilla y León. En esta ocasión el instrumento jurídico ha sido un simple Decreto, lo que implica que no necesita la convalidación del Congreso. El propio Gobierno, haciendo bueno aquello de que quien hizo la ley, hizo la trampa, se reservó en el Decreto Ley la posibilidad de modificarlo vía decreto mondo y lirondo cuando le viniera bien, en los términos que le convinieran y sin necesidad de pasar por el engorro de acudir al Congreso para recibir el visto bueno.

Todos los que pontificaron desde las redes y aplaudieron en diciembre hasta que les sangraron las manos la implantación de la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores y que volvieron a aplaudir a rabiar hace solo una semana cuando el Congreso convalidó la medida, se vuelven ahora a dejar la piel, pero para todo lo contrario, para jalear el fin de la obligación. Coherencia y sentido crítico vendo, que para mí no tengo, cabría decir ante tanta inconsecuencia como para ir por la vida dando consejos a los demás desde los púlpitos mediáticos.

"Los mismos que aplaudieron a rabiar la obligatoriedad de la mascarilla, aplauden tres días después el fin de la medida"

Al Gobierno se le suele acusar, creo que con razón más que sobrada, de sus contradicciones, bandazos y vaivenes en la gestión de la pandemia. Lo grave es que esa falta de dirección y estrategia, que tanto daño social y económico han hecho, está mucho más relacionada con objetivos espurios y ajenos a la emergencia sanitaria que con la necesidad de controlar la expansión del virus y sus consecuencias. Es justo reconocer que algunos de los errores cometidos, sobre todo al comienzo de la pandemia, se pueden achacar en parte a las características y a la evolución de una enfermedad desconocida, ante la que, no obstante, se reaccionó tarde y de forma temeraria e irresponsable por parte del Gobierno. 

Pero hecha esa salvedad, no creo que sea injusto considerar también que en buena parte de las decisiones adoptadas se ha ninguneado el criterio científico, por más que el Gobierno lo haya usado como coartada para justificarse ante la opinión pública, y ha primado el cálculo político e incluso el económico. Si de algo es símbolo el quita y pon de la mascarilla no es de que “la pandemia sigue entre nosotros”, como dice Ximo Puig, sino de una gestión sanitaria poco transparente, deficiente, contradictoria y en muchas ocasiones absolutamente incompresible para los ciudadanos.

Canarias, sola ante el desafío migratorio

Escribir o reflexionar sobre la inmigración y Canarias es como vivir en el día de la marmota: pareciera como si el tiempo se hubiera detenido y estuviéramos condenados de por vida a padecer la misma desidia, desinterés e incompetencia de los responsables públicos ante este drama humanitario, cubierto todo ello con el manto del silencio y la indiferencia social. Las administraciones implicadas se pasan el problema entre ellas y todas a una piden a la UE que haga algo para lo que ha demostrado con creces su impotencia: dotarse de una política migratoria común que merezca tal nombre. Mientras, casi a diario se registran nuevas llegadas, naufragios y pérdidas de vidas en el mar, como si lo que está ocurriendo fuera una tragedia inevitable ante la que nada se puede hacer, salvo darse golpes de pecho en las redes, pronunciar frases tan vacías e impostadas como hipócritas y esperar que, con un poco de suerte, el problema tal vez se acabe resolviendo por intercesión divina o por ciencia infusa.

EFE

Arrastrando los pies

Para nadie que siga la actualidad con un mínimo de interés es un secreto que la inmigración y la tragedia de las muertes en el mar no forma parte de la agenda política del Gobierno que más ha presumido y presume de progresista desde el inicio de la etapa democrática. Lástima que, una vez más, solo sea propaganda y autobombo que no se compadece con la dura realidad de quienes pierden la vida o de los que, tras su llegada, se hacinan durante semanas en un muelle pesquero o en unos barracones malolientes. Como de lastimoso y sangrante es que ese postureo teatral del Gobierno pretenda ocultar la realidad de los casi 3.000 menores que tutela a duras penas la comunidad canaria, mientras Madrid arrastra los pies en la búsqueda urgente de una solución que permita una distribución más equitativa de la carga entre todas las comunidades autónomas.

La escandalosa insensibilidad con la que el Gobierno de Madrid se toma esta situación trae causa de la irrelevancia y el escaso peso político de Canarias en el contexto nacional. Las quejas con sordina del presidente canario declarándose “consternado” o amagando con "revirarse" y los lamentos farisaicos de Podemos, olvidando una vez más que forma parte de los gobiernos canario y central, apenas si llegan a la categoría de cosquillas políticas ante gente como Escrivá o Grande-Marlaska, dos ministros con un acreditado currículo de torpezas y falta de interés por lo que ocurre en las islas con la inmigración irregular. 

Por no hablar del propio presidente, para quien las islas parecen solo ese lugar al que viajar todas las semanas para fotografiarse a los pies de un volcán en erupción y anunciar ayudas que no terminan de llegar, cuando no destino de unas relajadas vacaciones junto al mismo mar en el que el año pasado perdieron la vida más de 1.300 personas y por el que arribaron al Archipiélago más de 20.000.

Ni está ni se le espera

Cierto que el Gobierno de Canarias se desvive para dar respuesta a la situación, no lo vamos a negar porque faltaríamos a la verdad. Pero tampoco se puede obviar la limitación de los recursos propios para que la respuesta sea acorde al desafío y es ahí en donde el Gobierno central ni está ni se le espera a corto plazo y no sabemos si a medio y largo tampoco. La pachorra y el desinterés es tal que uno se ve obligado a preguntarse si en Madrid seguirían silbando y mirando al tendido si el drama humanitario que se desarrolla en las costas canarias estuviera ocurriendo en las catalanas o vascas.

La cuestión es cuántas personas más deben morir o desaparecer en las frías aguas atlánticas para que el asunto merezca la atención que requiere por parte de todos, incluidos unos medios de comunicación que en su gran mayoría se conforman con hacer el cansino recuento diario de llegadas, muertes y desapariciones. ¿Cuántos mensajes de compungido dolor tendremos que leer aún en las redes por parte de gente que no duda en acusar de racista o xenófobo a cualquier que se atreva a alzar la voz ante esta situación, pero evita cuidadosamente señalar con nombres y apellidos a quienes tienen una elevada responsabilidad en este estado de cosas?

Saturación en los centros de menores

Particularmente acuciante es la situación de los menores no acompañados que han desbordado los centros de la comunidad autónoma, sin que el Gobierno central haya hecho nada eficaz para aliviar esa situación alcanzando acuerdos de derivación con otras regiones o agilizando los trámites para determinar si los que dicen ser menores lo son realmente. Es más, el inefable Escrivá no se ha privado de recordar que la tutela de esos menores es competencia de la comunidad autónoma, todo un aviso a navegantes de que el asunto no le va a quitar el sueño, a pesar de que es al Estado al que le corresponde hacer honor y cumplir los convenios internacionales sobre protección de la infancia, algo que el ministro parece ignorar.  

Cuando Canarias se queja de que ya no puede más, Madrid saca a relucir una cosa llamada Estrategia Estable de Atención Integral a la Infancia Migrante no Acompañada – el nombre es todo un monumento a la fatuidad – del que únicamente se conoce un borrador presentado en septiembre. Como no podía ser de otra manera, el Parlamento canario creó en septiembre una "comisión de estudio" sobre la inmigración, una manera tan socorrida como inútil de la que suelen echar mano los políticos cuando quieren dar la falsa sensación de que están muy preocupados por un problema.

Solos ante el desafío

Como señalé en un post reciente, la única estrategia reconocible es poner el problema en el tejado de Bruselas e ir tirando como buenamente se pueda sin hacer excesivo ruido mediático. Ocurre que en la capital comunitaria es cada vez más evidente la impotencia para disponer de algo que merezca el nombre de política migratoria común, como no sea la de blindar las fronteras exteriores, tal y como acaba de pedir Macron hace unos días para ganarse al electorado de la derecha. Así, todo el esfuerzo parece mucho más dirigido a impedir las llegadas que a mejorar los rescates en alta mar. Eso, y pagar para que estados fallidos como Libia o regímenes autoritarios como Turquía taponen las salidas, es todo lo que parece dispuesta a hacer la UE en esta materia. 

Todos los analistas coinciden en que la inmigración irregular está ya muy lejos de ser una cuestión pasajera o coyuntural y se ha convertido en una realidad permanente agravada por factores como el incremento de las desigualdades a raíz de la pandemia, el aumento de los conflictos y las consecuencias del cambio climático. Canarias está hoy prácticamente sola ante un fenómeno que la supera y para el que es imprescindible el apoyo de un gobierno estatal que se niega sistemáticamente a ver la gravedad de la situación, de manera que cuando reacciona lo hace tarde, de mala gana y de forma improvisada. Pero eso sí, nos tenemos que consolar recordando que jamás antes había tenido España un gobierno tan progresista y preocupado por los más débiles como el actual. 

Verdad y justicia en las residencias de ancianos

No me hago ilusiones sobre la posibilidad de llegar a conocer con detalle qué ocurrió en las residencias de mayores para que la COVID-19 haya acabado con la vida de más de 35.000 ancianos, casi cuatro de cada diez víctimas mortales causadas hasta ahora por la enfermedad. Dudo incluso que podamos conocer con exactitud el número real de mayores alojados en residencias que fallecieron por el virus o con síntomas compatibles con él, habida cuenta el caos de una recogida de datos caracterizada por la disparidad de criterios entre comunidades autónomas. Me temo que el deseo de los ciudadanos de que acabe la pesadilla lo están aprovechando los responsables públicos para correr un tupido velo sobre un asunto que les concierne directamente. Además, a la evidente y escandalosa falta de voluntad política se une el escaso interés que muestra la justicia para llegar al fondo de la cuestión.

EFE

Desinterés judicial y político

Según Amnistía Internacional, la fiscalía ha archivado casi nueve de cada diez investigaciones penales abiertas al inicio de la pandemia por el posible incumplimiento de los protocolos internacionales sobre las "muertes potencialmente ilícitas". También denuncia que el Ministerio Público, que paradójicamente reconoce la vulneración objetiva de derechos básicos, da carpetazo a sus investigaciones sin elevarlas a los tribunales y sin tomar declaración a los familiares alegando que eso reavivaría su dolor. Tampoco se han realizado inspecciones para comprobar el funcionamiento y los protocolos de atención a los residentes. A su vez, el Consejo del Poder Judicial no ha hecho seguimiento alguno de los casos en investigación para asegurarse de que se respeta el derecho constitucional de acceso a la justicia.

En el ámbito político no es mayor el interés. Aunque en algunas autonomías los fallecidos en residencias son casi la mitad y en otras incluso más de la mitad de las víctimas totales del COVID-19, solo unos cuantos parlamentos regionales crearon comisiones de investigación que no han tardado en cerrar como si les quemaran en las manos y sin sacar conclusiones útiles. Se comprueba de nuevo que estas comisiones son solo cajas de resonancia política, como demuestra el hecho de que los mismos partidos que las apoyaron en un sitio se opusieron en otro. Amnistía pide al Congreso de los Diputados una “comisión de la verdad” que dé respuesta a las familias y haga recomendaciones para que no vuelva a suceder algo similar, pero creo que ni el más optimista de los españoles esperaría algo positivo de una comisión como esa en la actual situación política. 

El caos de los datos 

Lo primero que habría que hacer es establecer los datos reales de fallecimientos por COVID-19 en residencias, un aspecto en el que nos encontramos de nuevo con la penosa gestión de los poderes públicos. No fue hasta marzo de 2021, un año después de iniciada la pandemia, cuando el Gobierno presentó la información de la evolución de la enfermedad en las residencias de forma agregada y sistematizada. A pesar de su promesa de informar puntualmente, la primera información se demoró hasta noviembre y, mientras, los medios hicieran sus propias cuentas con los datos de las comunidades autónomas. A fecha de hoy, la disparidad de criterios hace que dos años después del comienzo de la crisis sigamos manejando datos provisionales.

"A fecha de hoy continuamos manejando datos provisionales sobre los fallecimientos en residencias"

Del mismo modo, apenas se ha empezado a trabajar en el llamado “nuevo modelo de residencias”, que para cuando se aplique puede que haya quedado desfasado si no se agiliza el trabajo. Todo lo que hay de momento es un borrador en fase de discusión entre el Gobierno central y las comunidades autónomas y ninguna fecha para aplicarlo.

El mundo de las residencias en España, un lucrativo negocio ante la escasez de plazas públicas y el envejecimiento de la población, apenas ha cambiado en los últimos cuarenta años: inspecciones escasas, sanciones irrisorias, fallos de protocolos, gestión y atención, aislamiento social, barreras arquitectónicas o dificultades para acceder a los servicios sociales son algunas de sus principales deficiencias. A pesar de que deben confiarles la atención de sus mayores y pagar por ello, a la hora de elegir residencia las familias carecen de información oficial de confianza sobre la calidad de la asistencia, con lo que se ven obligadas a elegir casi a ciegas. 

Lo ocurrido no era inevitable

La llegada del virus exacerbó estos problemas y la caótica gestión convirtió a las residencias en la mayor morgue del país. Sin embargo, no se sabe de ningún responsable público que haya prestado declaración sobre las medidas tomadas para garantizar el derecho a la vida y el acceso a la salud de un colectivo tan vulnerable como se sabía que era el de los mayores. Tal vez el objetivo inconfesable de tanto desinterés sea el de hacernos creer que lo ocurrido fue inevitable y que no se pudo hacer más ni mejor. 

"Las familias tienen derecho a conocer la verdad y a que se haga justicia"

Es muy poco probable que no se pudiera hacer más y mucho mejor pero, en cualquier caso, para llegar a esa conclusión primero habría que analizar a fondo si los protocolos fueron los correctos y determinar quiénes y con qué criterios médicos decidieron no hacer derivaciones a los hospitales a pesar de que era evidente que las residencias no podían prestar la adecuada atención a los enfermos; asimismo haría falta un análisis riguroso de las consecuencias físicas y mentales derivadas de confinar a los mayores durante días en sus cuartos, sin poder recibir la visita de sus familiares, así como de los medios materiales y humanos con los que las residencias afrontaron la pandemia. 

Estos y muchos otros aspectos es lo que debería estar investigando a fondo la justicia y evaluando los responsables políticos, cuyas decisiones son cuando menos muy cuestionables por decirlo con benevolencia. No es de recibo en un Estado social y democrático de derecho que los poderes públicos dejen a miles de familias en la indefensión o las obliguen a soportar la carga de la investigación sobre la muerte de sus seres queridos. La sociedad en general y las familias en particular tienen derecho a conocer la verdad y a que se haga justicia. Se lo debemos a nuestros mayores, aunque por desgracia vamos camino de volverles a fallar y eso será como dar el primer paso para que la tragedia se repita. 

En la fiesta de Boris

Si Churchill levantara la cabeza y viera en qué se ha convertido la Gran Bretaña de sus desvelos sería incapaz de reconocerla: aislada otra vez de la Europa por la que tanto hizo para librarla de los nazis y en manos de un histrión de pelo alborotado, del partido conservador como él y convencido de que las normas que su propio gobierno impone a los ciudadanos no le afectan y se las puede saltar cada vez que le plazca. Y no es que sir Winston no fuera un entusiasta consumidor del agua de fuego escocesa o no procediera también de la exclusiva élite social británica de su tiempo, como ocurre con el inquilino actual del 10 de Downing Street. Es simplemente que jamás habría permitido que el Gobierno de Su Majestad cayera en el profundo descrédito político y social dentro y fuera del país, al que lo ha llevado un señor tan peleado con el peine como con la verdad desde que hizo sus pinitos periodísticos antes de meterse en política.


Viviendo la vida loca

Todo el mundo sabe ya que a Boris Johnson le va la marcha, y no me refiero a correr ataviado con gayumbos de colores chillones. Hablo de las fiestas en las que participó durante la pandemia, mientras sus compatriotas eran multados o llevados ante los tribunales por saltarse las restricciones o se veían obligados a quedarse en casa confinados. Por no hablar de la reina, que tuvo que velar sola el cadáver del duque de Edimburgo mientras la noche anterior Johnson y sus amigotes se echaban unos lingotazos al coleto, no en una, sino en dos fiestas distintas. Una decena de estos saraos tuvieron lugar en la residencia oficial de Downing Street y para algunos se pidió incluso a los invitados que hicieran honor a la vieja tradición británica de llevar su propia bebida cuando vas de visita. 

La primera reacción de Johnson cuando el asunto se convirtió en carne mediática fue la clásica de todo político pillado en un renuncio: lo negó todo sin despeinarse y alegó que en realidad no eran alegres cuchipandas sino reuniones de trabajo, eso sí, bien regadas con toda clase de destilados ya que, como es sabido, no hay método más eficaz para rendir en el curro que empinar el codo con unos generosos chupitos de ginebra, whisky, vino o lo que se tercie. Pero las mentiras tienen las patas muy cortas y Johnson no tuvo más remedio que pedir perdón por hacer botellón en tiempos de pandemia. Su excusa, si es que se la puede llamar así y no expresión máxima de cinismo, es que nadie le avisó a tiempo de que esas fiestas de duro esfuerzo laboral violaban las normas implantadas por su propio gobierno. 

"Johnson ha pedido perdón por hacer botellón en tiempos de pandemia" 

Acorralado por un amplio sector de sus compañeros conservadores, por la oposición, los medios y la opinión pública, Johnson se aferra al cargo como un beodo a su copa. Su futuro político pende en buena medida de un informe interno y otro policial sobre la legalidad de las parrandas en las que tomó parte. Del informe interno es responsable Sue Gray, una alta funcionara norirlandesa de nítido perfil independiente, que lleva más de 30 años supervisando la labor de los sucesivos gobiernos británicos y que ha ganado fama por haber hecho morder el polvo a más de un político de conducta poco edificante. 

Una huida hacia adelante 

El informe de Gray está desde este lunes en manos del Gobierno, aunque lo que ha trascendido a la opinión pública no es más que una versión recortada y desleída con la excusa de no interferir en la investigación abierta también por Scotland Yard, que en este asunto da a veces la impresión de actuar como aliado del primer ministro. En su informe Gray reprocha el excesivo consumo de alcohol, la escasa ética y los fallos de liderazgo en Downing Street. La funcionaria ve esos comportamientos de "difícil justificación" y los califica de "negligencias inexcusables"

Johnson ha reiterado las disculpas en el Parlamento, ha prometido que lo arreglará y ha pedido a la oposición y a los suyos que antes de reclamar su cabeza esperen por el informe policial. Su objetivo es ganar tiempo para salvar el pellejo a cambio de darle el finiquito a buena parte de su gobierno e intentar recuperar la confianza de los británicos. De paso también está aprovechando la crisis ruso - ucraniana para actuar como el primo de Zumosol: esta semana tiene prevista una visita a las tropas británicas en la zona e incluso una reunión con Putin en lo que parece un intento claro de desviar la atención sobre su vida loca. 

Una comparación odiosa

Aquí abro un pequeño paréntesis: a la vista de lo que está pasando en Gran Bretaña estos días es muy tentador hacer una rápida comparación entre el funcionamiento de la democracia británica, la más veterana del mundo, y la española, por odioso que pueda ser el resultado. Mencionaré solo dos aspectos: mientras en el Reino Unido todavía  hay una prensa que cumple su papel fiscalizador del poder, independientemente del partido que ocupe el gobierno, en España es casi seguro que se habría impuesto la afinidad política sobre la verdad. Y mientras en el Reino Unido el Parlamento cumple su función de control al gobierno y hay organismos independientes que vigilan el cumplimiento del código ético de los políticos en el poder, en España se vulnera la Constitución por partida doble, se ningunea al Congreso y solo queda un Poder Judicial controlado por los partidos para hacer de contrapeso del Ejecutivo. Cierro paréntesis.

Volviendo al señor Johnson, su futuro político no parece muy halagüeño, aunque en política nunca se puede afirmar nada con absoluta certeza. Lo cierto es que siete de cada diez británicos desaprueban su gestión y en su partido son muchos los que lo dan por amortizado. En todo caso será el Parlamento el que tenga la última palabra, pero en un país como Gran Bretaña, poco tolerante con la mentira política, la carrera pública de Johnson parece estar llegando a su fin, o al menos así debería ser habida cuenta los claros deméritos contraídos por este atrabiliario personaje a su paso por Downing Street. Como diría un británico, the party is over, Boris.

Suicidio en tiempos de pandemia

Casi 4.000 personas se quitaron la vida en España en 2020, una media de once cada día. Es la cara menos visible de esta interminable pandemia de COVID-19, y desgraciadamente también la que menos atención ha recibido a pesar de las reiteradas advertencias de los profesionales sanitarios sobre las consecuencias del confinamiento para la salud mental de la población. Si ya en 2019 se produjo un incremento del 3,7% en el número de suicidios registrados en España con respecto al año anterior, durante el año del confinamiento ese porcentaje se elevó hasta el 7,4, lo que equivale a 270 suicidios consumados más. Quedarse de brazos cruzados o aplicar parches no es una opción ni social ni política ante las dimensiones que ha ido adquiriendo este fenómeno. 

Cifras de vértigo para un asunto complejo

El suicidio es la primera causa de muerte externa no natural en España y las víctimas de suicidio ya triplican a las de los accidentes de tráfico. El número de suicidios supera en más del 13% el de homicidios y los menores, jóvenes, mujeres y mayores de 80 años que decidieron poner fin a sus vidas también aumentaron en 2020. En la sombra quedan los intentos frustrados que no aparecen en las estadísticas oficiales y  que según el Observatorio del Suicidio en España pueden rondar los 80.000 al año. En medio de esta marea de datos cada vez más preocupantes, tal vez lo único positivo sea que, lenta pero inexorablemente, se empieza por fin a superar el viejo tabú de no hablar de este problema en los medios por miedo al efecto contagio. Aunque con matices, porque en determinadas ocasiones que están en la mente de todos a propósito del suicidio de algún personaje popular, aún pueden más la frivolidad y la banalidad que el tratamiento riguroso y responsable que demanda el caso. 

El suicidio es un fenómeno complejo, multifactorial y multidimensional que no admite generalizaciones ni tópicos y cuyo tratamiento exige una sensibilidad humana y social exquisita. Suicidios ha habido siempre y siempre los habrá, lo que no implica que debamos encogernos de hombros y no hacer nada para evitarlos hasta donde sea razonable y humanamente posible. Ante todo debemos partir de que nos encontramos frente a un drama vital y personal que se resiste a reducirse a una fría estadística más. El suicidio está estrechamente vinculado al sentido de la vida y a si vale la pena continuar viviéndola. Se ha dicho que un suicida es alguien que quiere seguir viviendo pero no sabe cómo, una frase que encierra mucha verdad sobre esta cuestión. Entender esto es esencial para afrontar un drama humano que a todos nos debería conmover y animar a poner de nuestra parte para minimizarlo. 

En el plano sanitario el suicidio es la punta del iceberg del estado de la salud mental de una sociedad, sin duda la más afilada y dramática. Pero detrás y por debajo hay todo un mundo silencioso de situaciones de depresión y ansiedad, exacerbadas durante la pandemia, al que es imprescindible que el sistema sanitario dé una respuesta integral. Si bien es cierto que no todos los trastornos de naturaleza mental culminan necesariamente en suicidio, ello no debería ser óbice para no poner en marcha planes de prevención. De hechopsicólogos, pediatras o psiquiatras vienen reclamándolos desde hace tiempo y recordando que en los países en los que se han implementado (Suecia, Irlanda o Dinamarca) han dado buenos resultados. 

Los planes del Ministerio

El Ministerio maneja una Estrategia y un Plan de Salud Mental 2022 - 2024 dotado con 100 millones de euros a distribuir entre las comunidades autónomas, que considera herramienta suficiente para dar respuesta al aumento de los suicidios sin necesidad de planes específicos. En la Estrategia y el Plan se recogen medidas como "tratar de mejorar el acceso a los servicios de salud mental" o "mejora de la atención de las personas con riesgo de conducta suicida" y otro buen número de bienintencionados objetivos que cualquiera podría suscribir con los ojos cerrados. Hasta Pedro Sánchez anuncio el 9 de octubre la entrada en servicio "en las próximas semanas" de un teléfono de prevención del suicidioCuatro meses después solo se sabe que el número será el 024, pero si alguien llama escuchará un mensaje diciendo que "el número que usted ha marcado no corresponde a ningún cliente". 

Falta más concreción e incluso ambición y el importe de la partida no parece muy generoso a expensas de lo que aporten las comunidades autónomas. Además, el Plan descarga buena parte de la responsabilidad en una Atención Primaria saturada y exhausta después de seis olas consecutivas de contagios por COVID-19Dicho en otros términos, los planes y las estrategias del Ministerio y las autonomías pueden no pasar de ser otro bonito brindis al sol sin efectos positivos sobre la salud mental de la sociedad española. 

Se puede y se debe hacer mucho más frente a un problema que los poderes públicos llevan demasiado tiempo tratando como algo secundario. La salud mental ha sido tradicionalmente una hermana pobre de la sanidad pública, como pone de manifiesto el estado casi de postración en el que se encuentra. Se corre el riesgo de que el cuadro clínico empeore aún más tras la pandemia si desde el ámbito político no se afronta con mayor decisión su abandono de décadas. La buena noticia es que en el plano social se está empezando a levantar por fin el manto de silencio que ha pesado tradicionalmente sobre los problemas de salud mental y, aunque aún queda mucho camino que andar, se comienzan a asumir con la misma naturalidad que los relacionados con los de la salud física. La sociedad está empezando a hacer sus deberes y es imprescindible que los políticos empiecen a hacer los suyos cuanto antes. 

No a la guerra, sí a la democracia

Si mientras hay vida también hay esperanza, mientras trabaje la diplomacia cabe confiar en que no se imponga el lenguaje de las armas. Ese es el punto en el que nos encontramos ante el aumento de la tensión en la frontera rusa con Ucrania, en donde el autocrático presidente ruso Vladimir Putin ha concentrado no menos de 100.000 soldados y numeroso armamento. Es difícil predecir si recibirán la orden de entrar en Ucrania o si todo quedará en una exhibición de músculo militar, pero lo que es seguro es que no están allí de vacaciones. En todo caso, este despliegue militar sin precedentes tiene un objetivo claro y preciso que solo los ciegos voluntarios o los compañeros de viaje de Putin se niegan a ver: advertir de que el régimen ruso usará la fuerza militar si es preciso para convertir a Ucrania en su patio trasero e impedir que el país, en el ejercicio pleno de su soberanía, opte si lo desea por darle la espalda al autoritarismo moscovita para mirar hacia la UE e integrarse incluso en la OTAN. 

Pocas esperanzas de una salida diplomática

Esa posibilidad, reclamada por el pueblo ucranio en las calles hasta forzar la caída del gobierno prorruso, fue la causa real que llevó entonces a Putin a cometer un acto de flagrante violación del derecho internacional al anexionarse por la fuerza de las armas la península de Crimea y apoyar a los separatistas prorrusos del Donbas. En ese conflicto militar que dura ya ocho años han perdido la vida casi 14.000 personas, 3.000 de ellas civiles. 

Visto ese y otros precedentes de cómo las gasta el zar del Kremlin para imponer su hegemonía en la región, escasean las esperanzas de que se consiga evitar un enfrentamiento militar en la zona. Que Estados Unidos haya pedido al personal no esencial de su embajada en Kiev y a los estadounidenses que se encuentren en Ucrania que abandonen el país, al tiempo que baraja enviar tropas y armamento a la zona, no contribuye tampoco a ver la situación con demasiado optimismo aunque en paralelo continúen los contactos diplomáticos. 

"Lo que aquí se dirime no es otra cosa que el control ruso de Ucrania"

Lo que aquí se dirime no es otra cosa que el control ruso de Ucrania, en donde Putin podría estar pensando incluso en instalar un gobierno títere favorable a sus intereses geoestratégicos. No sería la primera vez que haría tal cosa con algunas de las repúblicas exsoviéticas que no logran librarse del yugo de Moscú, así que ya debería extrañarnos más bien poco que tenga los mismos planes para Ucrania. Sin embargo, el hecho de que varios países de la vieja órbita soviética como Letonia, Lituania, Estonia, Rumanía, Polonia o Bulgaria sean hoy miembros de la OTAN, supone un serio obstáculo para sus planes expansionistas y su sueño de recomponer y poner de nuevo bajo control de Moscú los restos del derruido imperio comunista. 

El zar de todas las Rusias y Podemos

A la espera de lo que ocurra en las próximas horas o días, este pulso le está sirviendo a Putin para estudiar las reacciones de Estados Unidos y de sus aliados y detectar sus puntos débiles. Por lo pronto ha desplazado a la UE de las conversaciones con Estados Unidos, lo que supone un nuevo revés para la ya de por sí gris política exterior comunitaria. También estará tomando buena nota de la crisis del Gobierno británico por las fiestas locas de Johnson y del ambiente electoral francés, dos situaciones desfavorables para la unidad que en estos momentos deben mostrar las democracias occidentales frente al abrazo con el que el oso ruso pretende asfixiar a Ucrania. En cuanto a EE.UU. sabe de la escasa popularidad de Biden e intentará sacar rédito del descrédito que sufre la democracia norteamericana entre los propios estadounidenses. 

En este contexto hay que valorar en su justa medida la posición del presidente español y de los ministros de Defensa y Exteriores, que han apostado por la diplomacia sin renunciar a ofrecer apoyo militar disuasorio como corresponde a un país miembro de la OTAN en una situación de este tipo. Sin embargo, más allá del postureo propagandístico del presidente en las redes sociales a propósito de esta crisis, lo más lamentable de todo es que la que debería ser una posición unánime del Ejecutivo sea solo la de uno de los dos partidos que lo conforman. 

"Putin tiene en Podemos un aliado de facto para hacerle el caldo gordo"

Putin tiene en España un aliado encantado de hacerle el caldo gordo: la pata podemita del Gobierno, que no ha tardado en desempolvar las pancartas contra la guerra de Irak y entonar un abstracto y vacío "No a la guerra", como si aquel conflicto y el que se cierne ahora sobre Ucrania fueran comparables. Una vez más esto no dice nada bueno en favor de la lealtad institucional de los socios en los que Sánchez se apoya para conservar el poder y cuya elección es de su exclusiva responsabilidad: en el pecado lleva la penitencia de su irrelevancia internacional por presidir un Gobierno tan poco fiable que Estados Unidos le ignora en las consultas con sus aliados. 

Consumados expertos en ser gobierno y oposición a un mismo tiempo y sin despeinarse, los de Podemos obvian deliberadamente el carácter autoritario del régimen ruso y se alían de facto con un autócrata que aspira a convertirse en el nuevo zar de todas las Rusias. Para que su mensaje pacifista fuera algo más que un eslogan manido y tuviera algún sentido, lo deberían dirigir contra quien está amenazando de nuevo con las armas las fronteras de un país soberano. Ya de paso lo bordarían si también fueran capaces de proclamar por una vez un rotundo, alto y claro "Sí a la democracia" y renegaran para siempre de sus indisimuladas simpatías hacia gobiernos autoritarios y dictatoriales como el ruso. 

La pandemia y los que quedan atrás

Que once millones de españoles se encuentren en situación de exclusión social y que más de seis millones sufran pobreza severa apenas si ha tenido una repercusión pasajera, superficial y efímera en los grandes medios nacionales. Las andanzas de un tenista embustero, las macrogranjas o la cansina pugna política diaria a propósito de cualquier banalidad que se tercie han merecido mucha más atención mediática y de las redes sociales. Amparado por la indiferencia generalizada, ni siquiera el Gobierno, que presumió al inicio de la crisis de que nadie quedaría atrás, se ha dado por aludido ante los alarmantes datos que sobre el aumento de la pobreza en España durante la pandemia han presentado esta semana la Fundación FOESSA y Cáritas.  

Realidad paralela

El señor Sánchez y sus ministros viven instalados desde hace tiempo en una dimensión paralela a la de la dura realidad social y, desde allí, se han propuesto convencernos de que la economía y el empleo avanzan ya a toda máquina y nadie está siendo abandonado a su suerte. Los datos del Informe de FOESSA, una entidad que viene radiografiando con rigor y solvencia la evolución social y económica de la población española desde 1965, se dan de bruces con la Arcadia feliz en la que el Gobierno se empeña en que creamos.

Según el Informe, los ciudadanos en situación de exclusión social han aumentado en 2,5 millones entre 2018 y 2020 y el de los que han caído al pozo de la pobreza severa se ha incrementado en 650.000. La juventud, golpeada con dureza en la crisis anterior, se vuelve a llevar una de las peores partes: casi tres millones de jóvenes de entre 16 y 34 años engrosan ya las estadísticas de la exclusión social en un país que lidera el paro juvenil de la Unión Europea.

"La brecha social se ha agrandado un 25% en la pandemia"

Se mire por donde se mire es casi imposible encontrar un dato esperanzador en el Informe. Dos millones de hogares dependen de un solo sueldo para llegar a fin de mes y en otros dos millones todos los miembros de la familia están en paro. La precariedad laboral se ha duplicado y casi un millón de personas son parados de larga duración. A la brecha social, que según FOESSA se ha agrandado un 25% durante la pandemia, hay que añadir ahora la brecha digital que repercute especialmente en las personas mayores, otro colectivo que también está quedando atrás.

Otro tanto ha ocurrido con la brecha de género, que ha crecido de nuevo respecto a la crisis anterior, poniendo así rostro femenino a los aspectos más duros de la realidad social del país. Esta situación, sobre la que no hace falta cargar mucho las tintas porque ya es lo suficientemente negra y desoladora, tiene su traducción en menos dinero para alimentación, ropa y calzado, entre otros bienes de primera necesidad, y mayores dificultades para acceder a los servicios públicos.

Un escudo social insuficiente

Es urgente que los responsables políticos reaccionen ante esta grave situación y se pongan de acuerdo en cómo afrontar con medidas a corto, medio y largo plazo la cronificación de la pobreza en nuestro país, una situación de la que resulta casi imposible escapar sin ningún tipo de apoyo público. Sin que ello signifique desmerecer o menospreciar el esfuerzo hecho por el Gobierno a través de los ERTES o del Ingreso Mínimo Vital, a la vista está que el famoso "escudo social" del que tanto ha presumido con fines propagandísticos está dejando demasiado que desear. 

A modo de ejemplo, el manoseado Ingreso Mínimo Vital no llega aún ni a la mitad de los 850.000 potenciales beneficiarios que prometió el Gobierno. Conseguir que cumpla el objetivo para el que fue aprobado y se extienda a quienes lo necesiten debería ser una prioridad del Ejecutivo, pero no hay constancia de que se esté haciendo algo al respecto. Igual de prioritario debería ser reducir la precariedad laboral, pero tampoco parece que la leve reforma laboral vaya a ayudar mucho por más que la señora Díaz la utilice a toda hora como banderín de enganche electoral. Facilitar el acceso a la vivienda con algo más que medidas cosméticas como el bono de alquiler, acometer la brecha digital que discrimina a los mayores y adaptar los servicios sociales a las necesidades de los colectivos más vulnerables deberían ser ejes centrales de la actuación de todas las administraciones públicas, empezando por la central.

"El IMV no llega ni a la mitad de los potenciales beneficiarios"

Ni el Gobierno, que tanto alardea de progresista, ni la sociedad española pueden permanecer impasibles o pasar de puntillas sobre una hecatombe social de estas dimensiones: nada más y nada menos que casi la cuarta parte de la población española se está quedando atrás o se ha quedado definitivamente en la estacada en medio de la indiferencia generalizada. Los eslóganes que prometían que eso no ocurriría o que saldríamos más fuertes tendrían que haber servido para mucho más que para alimentar el autobombo y decorar las comparecencias públicas del presidente y sus ministros. Los crudos datos de FOESSA evidencian con su frialdad que ninguna pancarta por grande que sea ni ningún eslogan por mucho que se repita como un mantra, bastan para tapar la profunda y creciente brecha social que sufre el país.  

Atención Primaria, la eterna olvidada

En política, al igual que ocurre en otros muchos ámbitos de la vida, la inacción o la acción extemporánea suele pasar factura. El ejemplo más a mano en estos momentos es lo que está ocurriendo con la Atención Primaria de la sanidad pública ante la pandemia de COVID-19. El eterno mantra político para referirse al primer escalón asistencial ha consistido siempre en proclamar que la Atención Primaria es la "puerta de entrada" al sistema sanitario público. Los responsables políticos deben haber creído que con decirlo bastaba para que se obrara la magia de que la puerta en cuestión se convirtiera en un acceso adecuado a las necesidades sanitarias de una población cada vez más envejecida y medicada. Sin embargo, en plena sexta ola de COVI-19 se pueden apreciar en toda su crudeza las graves carencias de una Atención Primaria que ha seguido siendo la eterna olvidada y la hermana pobre de la sanidad pública en los presupuestos. Las consecuencias están bien a la vista de todos y las soluciones, si es que lo son, aún tardarán en llegar, si es que algún día llegan. 

Un plan guardado en un cajón

No deja de ser sintomático de lo mucho que le preocupa a los poderes públicos la situación de la Atención Primaria que no haya sido hasta finales del año pasado, después de seis olas sucesivas de contagios de COVID-19, cuando el Gobierno tuvo a bien aprobar un plan que bautizó con el rimbombante nombre de Plan de Acción de Atención Primaria y Comunitaria. Se trata de un plan que en realidad ya había sido anunciado en 2019 pero que había quedado olvidado en algún cajón ministerial como si el asunto no urgiera lo más mínimo. 

Para el Gobierno central y para los gobiernos autonómicos salir a diario al balcón a aplaudir a los maltratados profesionales de la sanidad parecía mucho más importante que impulsar medidas coordinadas que reforzaran una Atención Primaria pillada sin medios adecuados para hacer frente a la pandemia. La única respuesta, improvisada y a la carrera como casi siempre, fue contratar personal de prisa y corriendo para deshacerse de él lo antes posible. 

El Plan en cuestión, al que el Gobierno anuncia que destinará la astronómica cantidad de 176 millones de euros, está ahora a expensas de que las comunidades autónomas hagan sus aportaciones, tarea para la que tienen de plazo hasta la primavera si no se cruza algún imprevisto que lo demore. Será entonces cuando el Ministerio y las autonomías se sienten a negociar los criterios de reparto de los recursos que pone la Administración central y, salvo sorpresa mayúscula, asistiremos seguramente a otra buena trifulca política como suele ocurrir con casi todo lo que tiene que ver en este país con las cosas que verdaderamente importan a los ciudadanos.

Recortes e inacción

Siempre se ha dicho que lo barato sale caro a la larga y la frase es de aplicación al estado actual de la Atención Primaria. Las consecuencias de años de recortes, abandono y desidia están ante nuestros ojos para quienes las quieran ver. Unas plantillas agotadas después de dos años de lucha constante contra la pandemia, con miles de profesionales contagiados, deben atender al doble de pacientes recomendados y, además, resolver el ingente papeleo relacionado con las altas y bajas laborales. Todo esto comporta una caída en picado de la calidad asistencial que se traduce en una mayor presión sobre las urgencias hospitalarias, consultas telefónicas de tres mal contados minutos y el semiabandono de pacientes crónicos o con otras patologías a los que es imposible hacer un seguimiento adecuado. La guinda la ponen unas condiciones laborales manifiestamente mejorables y una sensación de pesimismo y frustración que lleva a muchos profesionales a tirar la toalla. 

Esta, y no la que pinta el Gobierno, es la realidad de la llamada "puerta de acceso" a la sanidad pública en nuestro país. La prueba más contundente de que predicar y dar trigo son dos cosas bien diferentes está en los recursos que destinan las administraciones públicas a la Atención Primaria. Esos recursos ascendieron a unos 10.000 millones de euros en 2019, último año del que hay cifras. A primera vista parece una cantidad muy considerable, pero si la comparamos con la que se destinaba a este capítulo antes de la crisis financiera está casi 550 millones por debajo

Esto quiere decir, en otras palabras, que aún no se han revertido los recortes que padeció la Atención Primaria durante aquella crisis. Ojalá me equivoque, pero es bastante dudoso que el Plan aprobado por el Gobierno central, de momento mera teoría, sirva para darle la vuelta al estado de postración que padece el primer escalón de nuestro sistema sanitario público. Frente a un colectivo sanitario que merece reconocimiento y aplauso por su esfuerzo constante, los responsables públicos que han hecho de la Atención Primaria la eterna olvidada de la sanidad pública solo merecen abucheos y reprobación.

¡Es la gripe, idiota!

Pedro Sánchez está muy interesado en que se deje de hablar de la COVID-19 y de contar contagios y muertos en los medios y quiere que eso ocurra en cuanto remita la sexta ola. Podría decirse que a la vista de la dura resiliencia que ha mostrado el virus frente a sus proclamas propagandísticas en las que aseguraba haberlo derrotado, el presidente ha decidido cortar por lo sano y eliminarlo vía decreto, una forma de gobernar que le apasiona como es público y notorio. En esencia, su plan consiste en tratar los casos de COVID-19 como si fueran de gripe común y, a otra cosa, mariposa. No conviene olvidar que estamos a las puertas de un nuevo y largo ciclo electoral que se presenta extraordinariamente reñido en los predios de la izquierda por no mencionar los de la derecha. Por eso, cuanto antes se empiece a olvidar la manifiestamente mejorable gestión que ha hecho de la pandemia tanto mejor para sus ambiciones políticas, que al fin y al cabo son las que han guiado la mayoría de sus decisiones por encima del interés general. 

Es muy pronto para hablar de endemia

Que la actual pandemia seguramente terminará convirtiéndose en endemia es algo en lo que coincide la práctica totalidad de los expertos. Lo que no se puede asegurar es cuándo ocurrirá tal cosa, de modo que los planes del Gobierno para degradar el virus de la COVID-19 a la condición de gripe común son de momento extemporáneos. En esa apreciación hay también un amplio consenso que incluye a la Agencia Europea del Medicamento y a la Organización Mundial de la Salud. Ambas instituciones han advertido estos días de que aún no estamos ni de lejos ante el escenario que el Gobierno parece atisbar ya a la vuelta de la esquina, seguramente urgido por los compromisos electorales de Sánchez.  

La idea que baraja el Ejecutivo es cambiar la información sobre la incidencia de la COVID-19 y asimilarla a la que se emplea en el seguimiento de la gripe. Esto implica, entre otras cosas, dejar de hacer pruebas y acabar con el cansino conteo de contagios con el que día tras día nos machacan sin misericordia los medios de comunicación. Una red de médicos centinela sería la responsable de hacer un seguimiento de los casos diagnosticados y extraer las conclusiones estadísticas correspondientes sobre la circulación del virus. En definitiva, la idea de fondo es que la sociedad se acostumbre a convivir con el virus como ocurre con la gripe y alivie la presión sobre un sistema sanitario exhausto, que soporta ya a duras penas la sexta y masiva ola de contagios.

¿No anunció Pedro Sánchez que habíamos vencido al virus?

A bote pronto suena bien porque todos queremos dejar atrás cuanto antes esta pesadilla y recuperar la normalidad perdida hasta donde sea posible. Sin embargo, abrir ya el debate sobre lo que se ha dado en llamar la gripalización de la COVID-19 cuando se sigue registrando un elevado número de muertes y los contagios continúan en aumento, entraña riesgos importantes de los que también advierte la mayoría de los especialistas. El primero es la falta de rigor que supone y la confusión que este tipo de debates puede generar entre los ciudadanos, sin que haya certeza aún de cuándo alcanzaremos el pico de la sexta ola ni de lo que vendrá a continuación. 

La propia OMS ha advertido esta semana de que en los próximos dos meses se contagiarán millones de europeos y hay que recordar, además, los bajísimos porcentajes de vacunación en numerosos países de todo el mundo. ¿Y si se detecta una nueva variante más letal y nos pilla con el pie cambiado como ha ocurrido con ómicron? ¿Después de dos años de pandemia no hemos aprendido todavía a ser extremadamente prudentes cuando hacemos previsiones? ¿No anunció Pedro Sánchez su victoria sobre el virus y aún estamos como estamos? ¿Alguien previó la sexta ola o la aparición de una variante altamente contagiosa como la ómicron? ¿Cuántos muertos diarios son asumibles para dejar de hablar de pandemia y empezar a hacerlo de endemia? 

Por otro lado, algunos expertos también han recordado estos días que el carácter endémico o estacional de una enfermedad no presupone que sea menos virulenta o grave y alertan de que extrapolar los modelos de seguimiento de la gripe común a una enfermedad nueva como la COVID-19, no es precisamente lo más riguroso desde el punto de vista científico. Entre otras razones porque la COVID-19 es mucho más transmisible y letal que la gripe, como demuestran con creces los datos de contagios y fallecimientos.

No es el momento de levantar castillos de arena, sino de gobernar

Con sus medidas laxas, inoperantes y tomadas como a desgana y a destiempo, el Gobierno parece haber apostado por dejar que el virus circule a sus anchas, confiando tal vez en alcanzar así el pico de la sexta ola cuanto antes. La displicencia y la pachorra con la que se está actuando ha disparado las bajas laborales, tiene desbordada la Atención Primaria, exhaustos a los profesionales sanitarios y amenaza ya a los hospitales. Ante esta situación es irresponsable esconder la cabeza debajo del ala en lugar de poner los pies en la tierra y afrontar los hechos sin intentar difuminarlos u ocultarlos por intereses espurios. 

Es imprescindible proteger a los más vulnerables, insistir en la vacunación y en medidas de prevención de eficacia probada, vigilar la aparición de nuevas variantes y, sobre todo, cumplir de una bendita vez la promesa de reforzar una Atención Primaria que está al límite después de dos años durísimos para los que no estaba preparada y cuyos problemas crónicos no se solucionan con aplausos y palabras de gratitud. La primera y más urgente obligación del Gobierno, de cualquier gobierno, es gobernar el día a día, no levantar castillos de arena sobre escenarios tal vez aún lejanos e imprevisibles cuando la dura realidad te golpea todos los días en la cara. Y mucho menos si el objetivo inconfesable que se esconde detrás es que los ciudadanos se vayan olvidando cuanto antes de cómo se ha gestionado esta pandemia de COVID-19 e indulten al presidente cuando acudan a las urnas.

Año nuevo, problemas viejos

Un cambio de año no trae por sí solo la felicidad ni endereza las cosas torcidas, menos si están tan torcidas como en España. Aún así necesitamos expresar buenos deseos a modo de dosis de refuerzo para afrontar el futuro inmediato en el que, lo único que está meridianamente claro, es la incertidumbre generalizada. De vender optimismo a toda hora y en toda ocasión ya se encarga el Gobierno, aunque para ello tenga que negar la realidad y sustituirla por un mundo feliz en el que nadie quedará atrás y todos saldremos más fuertes. Ni los datos sanitarios ni las perspectivas económicas ni el ambiente político animan a comprar ese discurso oficial por mucho que necesitemos darnos ánimos para continuar adelante. Un gobierno responsable trataría a los ciudadanos como adultos y no intentaría escamotearles la dura realidad del país con falsos mensajes de optimismo. Por desgracia, este no es el caso. 

Incertidumbre y confusión

En el plano sanitario reina la incertidumbre y la confusión probablemente como nunca antes a lo largo de esta interminable pandemia. Ya hay tantas opiniones como expertos, los medios atizan la alarma y todo eso crece exponencialmente si uno se asoma a las redes sociales y asiste, por ejemplo, al feroz enconamiento sobre la vacunación. La desconfianza de la ciudadanía también aumenta al comprobar que lo que en su día se hizo pasar por certezas científicas en torno a las vacunas o a la inmunidad de grupo, ha pasado a mejor vida y ha sido sustituido por nuevos mantras que solo el tiempo confirmará o desmentirá. ¿Cuándo alcanzaremos el pico de la sexta ola? ¿Qué vendrá después? ¿Se terminará tratando la COVID 19 como una gripe común? Nadie lo sabe a ciencia cierta pero nadie se priva tampoco de echar su cuarto a espadas y hacer cábalas.

Mientras, el Gobierno se pone de perfil y se limita a adoptar a última hora medidas cosméticas como la de la obligatoriedad de la mascarilla al aire libre. Son las comunidades autónomas las que siguen llevando el peso de la gestión con mayor o menor fortuna y buscando el aval de los jueces. Frente a una atención primaria al límite y unos sanitarios agotados, el Gobierno central juega a ponerse medallas inmerecidas sobre vacunación y anuncia planes de refuerzo que apenas pasan del papel a la realidad que se vive en los centros de salud. Eso por no hablar de la situación de la salud mental, para la que solo hay proyectos y buenas intenciones, o de la postergación que está sufriendo la atención a los pacientes de otras dolencias. Se actúa como si la pandemia se hubiera iniciado la semana pasada y no hace casi dos años. 

La economía a la expectativa

La incertidumbre y la gestión manifiestamente mejorable de la pandemia se trasladan inevitablemente a la economía, cargada también de nubarrones a pesar de los mensajes del Gobierno. La luz seguirá subiendo al menos hasta la primavera y con ella la inflación, lo cual podría animar al Banco Central Europeo a  revisar al alza los tipos de interés. El Gobierno no se cansa de presumir del empleo que se crea pero obvia que es público en su gran mayoría. La descafeinada reforma laboral con la que Yolanda Díaz ha hecho tanta propaganda en beneficio de su proyección política personal, no evitará que se siga creando empleo precario en España. 

El futuro del turismo, actividad vital en comunidades como Canarias, sigue también sumido en la incertidumbre, y hay no pocas dudas sobre la capacidad de hacer llegar a la economía real el generoso maná de los fondos europeos. Añadamos a este panorama la inestabilidad internacional derivada de una posible nueva invasión rusa de Ucrania y los problemas de la cadena de suministros para la industria, y no será difícil concluir que el futuro próximo es de todo menos de color rosa. 

Un ambiente político tóxico

El tóxico ambiente político que se respira tampoco ayuda lo más mínimo a ver las cosas de forma menos sombría. Las próximas elecciones autonómicas en Castilla - León y Andalucía abren un nuevo ciclo electoral que no concluirá hasta que se celebren las generales y regionales en el resto de las comunidades autónomas. A medida que vayan pasando las semanas la actividad política se irá contagiando de electoralismo puro y duro y la gestión de los graves problemas del país irá pasando a un muy segundo plano. 

También serán cada vez más frecuentes las escaramuzas por cualquier quítame allá esas pajas entre el PSOE y Podemos o entre Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, a la caza ambos del voto de izquierdas. En la derecha seguramente se intensificará también la pugna Casado - Díaz Ayuso mientras Vox escala puestos en las encuestas. Si en los periodos en los que las elecciones aún están lejanas apenas es posible que el gobierno y la oposición se pongan de acuerdo en algo, con los líderes políticos entrando en celo electoral es casi utópico pensar en pactos de ningún tipo por más que los necesite urgentemente el país. 

No es necesario exagerar ni cargar las tintas para darse cuenta de que el año que estamos iniciando trae mucho más desasosiego y preocupaciones que certezas positivas. A comienzos de 2022, cuando está a punto de cumplirse el segundo año de esta pesadilla, reina en el ambiente una mezcla de déjà vu, provisionalidad, improvisación y sálvese quien pueda que lastra el ánimo social y recorta drásticamente las esperanzas en que la situación general mejore de manera significativa a corto e incluso a medio plazo. Puede que esta forma de ver las cosas no sea la más positiva para afrontar el nuevo año, pero no la cambiaría jamás por la fe del carbonero que supone creer a pies juntillas en el futuro venturoso que nos promete la propaganda gubernamental. Prefiero ser un pesimista equivocado - y ojalá lo sea - que un optimista autoengañado.