Es muy difícil, por no decir imposible, encontrar aspectos positivos en la política migratoria del actual Gobierno español. En primer lugar, porque no existe nada que merezca ese nombre más allá de poner en práctica las mismas medidas que el gobierno anterior, solo que con menos diligencia y de forma mucho más chapucera. Para un Ejecutivo que llegó al poder presumiendo de sus intenciones y que sacó todo el rédito político que pudo a la crisis del Aquarius, - a cuyos pasajeros luego abandonó a su suerte -, no es como para estar precisamente orgulloso.
Debido a diversos factores como el bloqueo de la inmigración en el Mediterráneo, la inestabilidad política y la sequía en el Sahel, Canarias viene recibiendo un flujo constante de inmigrantes irregulares a través de pateras y cayucos desde finales del verano de 2019. El fenómeno se mantiene con algunos altibajos hasta la fecha, sin que haya indicios de que irá remitiendo a corto o medio plazo. Ya entonces la situación amenazaba con colapsar el frágil sistema de acogida de Canarias, heredero venido a menos del que se organizó y funcionó razonablemente en la crisis de los cayucos de 2006, en la que arribaron a las islas por mar unos 35.000 inmigrantes irregulares. Por descontado, ni en aquellas cifras ni en las actuales se cuentan las miles de vidas perdidas en el mar persiguiendo el derecho a una vida mejor lejos del hambre, la enfermedad, la miseria y la guerra.
Un sistema de acogida desmantelado
El sistema de acogida de 2006 se desmanteló casi en su totalidad, pensando tal vez que una llegada masiva como aquella no se repetiría jamás. Se equivocaron por completo aunque, para pasmo de los ciudadanos, el Gobierno anterior y el actual siguieron consignando una partida presupuestaria para financiar los gastos del centro de internamiento de extranjeros de Fuerteventura. El pequeño detalle es que el centro llevaba cerrado varios años.
Solo ese hecho, anecdótico si se quiere, pone por sí solo de relieve el desbarajuste que ha presidido la política migratoria en este país. Cuando la nueva oleada migratoria del otoño de 2019 empezó a encender todas las alarmas ante la situación humanitaria que se nos podía venir encima si no se actuaba, la reacción política fue literalmente la de mirar a otro lado y practicar la estrategia del avestruz. A pesar de las advertencias de las organizaciones no gubernamentales e incluso de representantes diplomáticos españoles conocedores de la realidad del Sahel, tanto el Gobierno de Canarias como el central hicieron oídos sordos: el mantra más repetido fue que el repunte de pateras era el habitual de todos los años por esas fechas y obedecía a las condicionales favorables para la navegación entre la costa occidental africana y las Islas; incluso cuando pasó el otoño y llegó el invierno y las condiciones del mar empeoraron, siguieron repitiendo el mismo argumento cada día más insostenible.
La milonga alternativa en Canarias, Madrid y Bruselas era que había que ayudar al desarrollo de los países emisores de emigrantes, al tiempo que insistían en advertir del riesgo de que se produjeran fenómenos racistas y xenófobos si se hablaba demasiado del problema. Lo mejor por tanto era ponerle sordina al drama humanitario que iba tomando forma en los puertos de llegada de las pateras. En resumen, dijeron de todo pero no movieron un dedo para prepararse y actuar en consecuencia hasta que avanzado 2020 la cruda realidad acabó con sus ensoñaciones de políticos mediocres.
Para cuando quisieron darse cuenta, el muelle de Arguineguín, en Gran Canaria, se había convertido en un inmenso campamento humano en el que llegaron a pernoctar en condiciones indignas y en plena pandemia de COVID-19 cerca de 4.000 personas. Las imágenes del hacinamiento que sufrían los inmigrantes día a día mientras continuaban llegando más, no tardaron en dar la vuelta al mundo e inundar las redes sociales. Sensibles como siempre a las críticas, los negligentes políticos que con su dejadez habían propiciado aquellas situación salieron por fin de su letargo y empezaron a actuar de prisa y corriendo.
Sin embargo, de los tres centros de internamiento de extranjeros que había en las Islas solo funcionaba el de Tenerife y para entonces ya estaba desbordado. Otro tanto empezaba a ocurrir con los establecimientos para menores inmigrantes no acompañados, que tampoco daban más de sí. La mágica solución que encontró el inefable ministro del Interior fue levantar nuevos campamentos en otros puntos de Canarias y utilizar instalaciones militares abandonadas para dar acogida a los inmigrantes. Todo esto después de una bochornosa descoordinación entre los ministerios de Interior, Defensa y Migraciones que vino a agravar más el problema.
Canarias, cárcel flotante en el Atlántico
Cuando el Gobierno socialista de Canarias se percató de que sus compañeros del Gobierno central no tenían ninguna intención de derivar inmigrantes a otras comunidades autónomas para aliviar la situación en las Islas, el presidente autonómico cambió de discurso y adoptó un tono de enfado impostado que ni entonces ni ahora ha conseguido convencer más que a los suyos. En medio de la crisis, con miles de personas durmiendo al raso en un muelle pesquero, el ministro Escrivá dijo en sede parlamentaria que visitaría las Islas cuando encontrara "holgura" en su agenda, lo que indignó aún más a la opinión pública insular. Y para coronar la cadena de despropósitos, el ministro Marlaska se negó a derivar inmigrantes alegando que la UE lo prohíbe, algo que Bruselas solo tardó unas horas en desmentir con rotundidad. Así las cosas, ¿qué podía salir mal?
La situación actual sigue siendo igual de mala e incluso más preocupante desde el punto de vista social. Ante la presión, Interior accedió finalmente a derivar a inmigrantes a la Península, pero lo hizo de una forma tan poco transparente y chapucera, abandonando a estas personas a su suerte en varias ciudades españolas, que lo único que consiguió fue diseminar el problema. En Canarias, del "campamento de la vergüenza" de Arguineguín se ha pasado a otro como el de Barranco Seco en el que las condiciones de vida son similares y el respeto a los derechos de estas personas vuelve a brillar por su ausencia. Grupos de menores no acompañados han sido alojados en instalaciones de pequeñas ONGs que apenas tienen capacidad para atenderlos y otros 4.000 inmigrantes residen en hoteles turísticos, ahora vacíos por la pandemia.
Lo lógico y razonable sería incrementar las derivaciones y aumentar los medios materiales y humanos y los acuerdos bilaterales para repatriar a aquellos que alteren el orden público o no tengan derecho a asilo o refugio. En paralelo es necesario arbitrar soluciones para la situación de los menores, más allá de confiárselos a alguna ONG con buena voluntad pero escasa capacidad de gestión. Esto de manera inmediata antes de que se extienda más la percepción cierta de que el Gobierno central y la UE tienen la indisimulada intención de convertir a Canarias, y en particular a Gran Canaria, en una suerte de nueva Lesbos o Lampedusa en el Atlántico.
Después habrá que exigir a Bruselas que de una bendita vez se plantee algún tipo de política migratoria que permita regular y ordenar unos flujos humanos que seguirán operando haya o no vías legales para hacerlo. A la vista está el fracaso de la política de pagar a países poco amigos de respetar los derechos humanos como Turquía o a estados fallidos como Libia, a cambio de que frenen la llegada ilegal por mar de personas a suelo comunitario.
Lo que no se puede hacer es actuar como malos bomberos que llegan al incendio cuando el fuego se ha descontrolado a pesar de haber sido alertados con tiempo más que suficiente. Porque eso es justamente lo que hicieron los Gobiernos de Madrid y de Canarias mientras en la UE miraban a los celajes. Debieron actuar con prontitud ante el fenómeno pero prefirieron encomendarse al hombre del tiempo a ver si escampaba solo. Esperemos que todavía no sea demasiado tarde para enmendar tanta incompetencia.
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