Los españoles no solo hemos alcanzado la inmunidad de grupo frente al COVID-19, también ante la corrupción. Los casos turbios se suceden sin solución de continuidad pero a la ciudadanía le resbalan, se encoge de hombros y sigue a sus cosas: se ha normalizado socialmente hasta tal punto la innoble actividad patria de meter la mano en la lata del gofio público, que ya ni nos inmutamos, la damos por sabida e inevitable y concluimos que de nada vale indignarse si lo van a seguir haciendo igual. Y es ahí en donde nos equivocamos, en dejar pasar y dejar hacer sin cantar las cuarenta en la plaza pública y expulsar definitivamente de ella a quienes nos roban en nuestras propias narices. Esa actitud pasiva es la mejor coartada para que nada cambie y para que los espabilados de turno conviertan la actividad política en un mercado persa en el que hacer lucrativos negocios.
A calzón bajado
El caso de las mascarillas de Madrid no es más que el penúltimo de esos episodios, en esta ocasión alimentado por las urgencias que había al inicio de la pandemia para adquirir material sanitario en donde fuera, cómo fuera y al precio que fuera. La transparencia y el cumplimiento de las reglas relativas a la contratación pública se apartaron a un lado y se abrió de par en par la puerta a los comisionistas para que hicieran su agosto en pleno mes de marzo. Aunque no es solo el caso madrileño el que está bajo la lupa judicial, por más que algunos prefieran ocultar otros de los que también emana un olor a podrido que tira para atrás.
Tres altos cargos del Gobierno central están siendo investigados por supuestas irregularidades en la compra de material sanitario en los primeros meses de la pandemia, aunque de esto apenas es posible encontrar algo en los medios. De hecho, en estos momentos se investigan judicialmente contratos a dedo de todas las administraciones públicas durante la pandemia por importe de casi 6.500 millones de euros. Mucha tela que cortar queda todavía.
España sigue siendo terreno fértil para la corrupción pública. Lo certifica la organización Transparencia Internacional y hace poco nos lo recordó el Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO). Según Transparencia Internacional, el Índice de Percepción de la Corrupción en nuestro país ha retrocedido en los dos últimos años del puesto 32 al 34 en una clasificación mundial de 180 países encabezada por Dinamarca, el país menos corrupto del mundo. Por su parte, el último informe del GRECO revela que España no ha cumplido ninguna de las 19 recomendaciones que se le hicieron con el fin de rebajar los niveles de corrupción.
"España no ha cumplido ninguna de las recomendaciones del GRECO"
Entre otras medidas se demandaba mayor transparencia sobre la actividad de los tropecientos asesores nombrados a dedo, que pululan por unas administraciones públicas parasitadas por los partidos sin que se sepa a ciencia cierta a qué dedican el tiempo. También se recomendaba un mayor control de los grupos de presión, acabar con las puertas giratorias tan útiles para que los partidos no dejen a ninguno de los suyos atrás, mejorar la información financiera de los altos cargos y reducir el número de aforados, tarea que se ha pospuesto una y otra vez hasta las calendas griegas. En realidad, eran solo las viejas y reiteradas recomendaciones a las que los sucesivos gobiernos han hecho oídos sordos una y otra vez.
Premio por los servicios prestados
El GRECO había insistido también en la necesidad de garantizar la independencia de la Fiscalía General del Estado, hoy ocupada por una exministra socialista de Justicia que de un día para otro pasó directamente del sillón del Ministerio al de la Fiscalía sin siquiera ruborizarse un poquito. Como premio en diferido por los servicios prestados el Gobierno ha decidido que cuando deje el cargo pasará a ser Fiscal de Sala del Tribunal Supremo. Alega su sucesora en el Ministerio que se trata de cumplir la recomendación del GRECO y “garantizar una salida correspondiente a la dignidad de su cargo una vez cesada”. Lo que ocurre es que ese argumento es sencillamente falso, ya que en ningún lado dice el GRECO que a la Fiscal General del Estado haya que premiarla de algún modo cuando deje el cargo.
"Nueve de cada diez españoles consideran que la corrupción es un problema grave"
Ante este estado de cosas, tal vez lo más sorprendente de todo es que casi nueve de cada diez españoles ven la corrupción como un problema grave y, sin embargo, no la penalizan electoralmente. Es más, seis de cada diez españoles consideran que el Gobierno no hace lo suficiente para combatirla y un porcentaje similar piensa que las administraciones públicas no han actuado con transparencia durante la pandemia. Todo eso queda muy bien en las encuestas e incluso nos escandaliza durante unos cuantos minutos, pero en la práctica sirve de poco o de muy poco.
Por su parte, los dirigentes políticos siguen viendo la corrupción como un problema que afecta sólo a sus rivales. El eterno "y tú más", que tanto gusta emplear a los partidos para tirarse a la cara la corrupción política, se ha convertido en una rémora aparentemente inamovible que retrasa la aplicación de medidas eficaces. Leyes demasiado laxas y benevolentes, listones éticos que se suben o bajan según convenga, ataques al Poder Judicial y connivencia expresa o tácita de los partidos con sus respectivos corruptos hacen el resto.
Aunque sea un tópico es necesario reiterarlo: la corrupción es un cáncer para la democracia porque representa la ruptura de un contrato no escrito entre representantes públicos y ciudadanos por el cual aquellos recibirán un sueldo digno por sus servicios, pero no robarán de las arcas públicas para sí o para sus partidos. Una sociedad civil madura, atenta a la acción de sus representantes y vigilante de que merecen la confianza depositada en ellos es el mejor antídoto conocido contra la corrupción. Generalizar y despotricar en bares y tertulias sirve como mucho de desahogo, pero las cosas no cambiarán mientras no seamos conscientes de que somos nosotros quienes tenemos el poder de hacerlas cambiar.
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