Es difícil concebir una democracia sin partidos políticos a pesar de que estos disten cada día más de estar a la altura de lo que la propia democracia espera y exige de ellos. Esta reflexión surge al hilo de la reciente implosión del PP, un asunto que provocó decenas de análisis y comentarios, de los cuales no fueron muchos los que subrayaron la importancia que tiene para el buen funcionamiento de nuestra defectuosa democracia que los partidos cumplan lo que establece la Constitución, a saber, que “los partidos políticos son instrumento fundamental para la participación política”. En España, aunque no solo en nuestro país, los partidos son hoy parte de los problemas de la democracia en tanto el cumplimiento de su función de instrumento democrático de participación y cauce de expresión de las demandas sociales deja mucho que desear. En resumen, sin partidos políticos que cumplan adecuadamente sus funciones no cabe esperar una democracia sana y fuerte.
Los partidos políticos no pasan por el mejor momento de su historia, una historia llena de desconfianzas y recelos hacia organizaciones que han sido vistas tradicionalmente como la semilla de la división y la discordia y como agentes al servicio de intereses particulares y no del interés general. Según el politólogo italiano Piero Ignazi, “los partidos han perdido el aura que adquirieron después de la II Guerra Mundial como instrumentos esenciales para la democracia y la libertad y para el bienestar general de sus electores”. A su juicio, y creo que también a juicio de cualquier demócrata, “la recuperación de su legitimidad es una necesidad imperiosa para contrarrestar la cada vez mayor ola populista y plebiscitaria”. Los pésimos resultados de los partidos tradicionales en la reciente primera vuelta de las presidenciales francesas confirman esa necesidad.
Los peligros del antipartidismo
Paradójicamente fue esa desconfianza en los partidos la que abrió la puerta a formaciones totalitarias en Alemania, Italia o la Unión Soviética, y cuyo objetivo era uniformar la sociedad y taponar cualquier tipo de disidencia política. De ahí que debamos ponernos en guardia ante los movimientos antipartidos, en tanto suponen un ataque directo a la democracia y fomentan el populismo, el nacionalismo excluyente o el cantonalismo tan en boga estos días. La pregunta que cabe hacerse es cómo han llegado los partidos a esta situación de descrédito. Según Ignazi, los viejos partidos políticos de masas no han sido capaces de adaptarse a la realidad de la sociedad posindustrial y los nuevos no han hecho sino copiar los métodos y los vicios de los antiguos. El caso francés vuelve a ser un buen ejemplo.
"Las viejas estructuras internas de los partidos no han cambiado"
De hecho, las viejas estructuras internas permanecen prácticamente inalteradas a pesar de la caída de la militancia y, con ella, de una parte importante de los ingresos económicos. En paralelo surge el perfil de un nuevo votante, menos interesado e implicado en la política y, sobre todo, menos leal a unas siglas. Todas estas circunstancias han conducido a los partidos a un punto muerto del que intentan escapar por dos vías: tímidas reformas internas y parasitación de los recursos públicos.
Cuando la democracia interna deja mucho que desear
Las primarias para elegir dirigentes y candidatos o la convocatoria de consultas no han aumentado la afiliación ni la participación ni la confianza pública en los partidos, por más que los dirigentes presuman de democracia interna. Antes al contrario, esos líderes ejercen ahora un mayor control con tendencia al cesarismo y al respaldo plebiscitario. Ante la carencia de democracia interna, los partidos fallan por la base: los jóvenes huyen del compromiso partidista y dejan el camino libre a los arribistas que buscan un sustento vitalicio al calor de la política.
Escasean los cuadros bien formados y es muy difícil encontrar carreras profesionales que avalen el conocimiento y la experiencia necesarios para afrontar responsabilidades relacionadas con el interés general cuando se llega al gobierno. Surgen así líderes aparentemente fuertes pero intrínsecamente débiles, sin proyecto político definido y obsesionados por su imagen en los medios y en las redes.
Es también revelador que, a pesar de la caída de la afiliación y con ella la reducción de los ingresos, los partidos europeos sean hoy más ricos que nunca gracias a la generosidad del Estado que ellos mismos se encargan de controlar. Se calcula que en países como España la financiación de los partidos depende del Estado en más del 70% y el resto procede de recursos privados. Ante ese dato no cabe esperar que ese asunto figure en la agenda política, a pesar de ser una de los motivos que alimentan el descontento y la desconfianza de los ciudadanos hacia los partidos en particular y hacia la democracia en general.
Un futuro incierto
No sé si “la era de la democracia de partidos ha pasado”, como sentenció lapidariamente hace unos años Peter Mair. Lo que sí creo es que los partidos se han desconectado de la sociedad y parecen incapaces de ser soportes de la democracia representativa. La cuestión es cómo revertir la situación y acortar la brecha entre partidos y ciudadanos. ¿Podremos seguir hablando de democracia si los partidos acaban convertidos en gestores de la agenda institucional sin más contacto con la calle que a través de las redes y en campaña electoral?
¿Hasta qué punto se puede hablar de democracia si sigue aumentando la abstención y descendiendo la participación a través de la afiliación política? ¿Qué esperan hoy los ciudadanos de los partidos políticos, si es que esperan algo a estas alturas? ¿Es preferible tener malos partidos que no tener ninguno? Hay muchas preguntas y una sola constatación: la democracia de partidos, la única imaginable a fecha de hoy, parece estar mutando hacia un sistema que aún no somos capaces de definir con precisión ni de dar nombre, pero que podría parecerse poco al actual y seguramente no para bien.
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