Mostrando entradas con la etiqueta Partidos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Partidos. Mostrar todas las entradas

2050: el futuro no está escrito

Si pasamos por alto que la credibilidad de los expertos no vive sus mejores momentos y que, en cualquier caso, no hay nadie en posesión de la verdad revelada por muchos másteres que acumule, se puede afirmar que el documento bautizado como "España 2050" es un brillante ejercicio académico. De la iniciativa, parida por la Oficina de Prospectiva y Estrategia  del Gobierno de la que es sumo sacerdote Iván Redondo, han participado reconocidos y prestigiosos conocedores de los distintos campos que se abordan en el documento presentado la pasada semana por el presidente Sánchez.

Prospectiva contra el cortoplacismo político

En cerca de 700 páginas se interpretan datos, se analizan tendencias y se hacen algunas propuestas para alcanzar lo que vendría a ser una suerte de España ideal en 2050. Aunque perfectible como cualquier trabajo humano, lo cierto es que hay poco que objetar a la conveniencia de preguntarse cómo debería ser el futuro del país. Sobre todo cuando son tan recurrentes y razonables las críticas al cortoplacismo electoral con el que actúa la clase política española y la carencia de líderes capaces de mirar más allá de las próximas elecciones. Lo que ha hecho el Gobierno español también lo hacen otros países, que de este modo establecen una hoja de ruta de los caminos por los que habrá que transitar, las dificultades que seguramente será necesario sortear, las medidas y reformas que habría que implementar y los objetivos que deseamos alcanzar como sociedad. 

EFE

Es lo que se llama "prospectiva", palabra que este documento ha  puesto de moda y que, según el Diccionario de la RAE, significa simplemente "conjunto de análisis y estudios realizados con el fin de explorar o predecir el futuro en una determinada materia".  Hay cierto debate académico y político sobre si lo que presentó Pedro Sánchez fue una "prospectiva" o tan solo una análisis de datos y tendencias, lo que vendría a ser una mera relación de perspectivas, que suena parecido pero no es lo mismo. Sea "prospectiva" o "perspectiva", lo que cuenta es si el documento tendrá utilidad práctica, que en este caso equivale a utilidad política. Y es aquí en donde creo que flaquea por los cuatro costados.

Empezar la casa por el tejado 

Obviamente, no será culpa de los expertos que su esfuerzo analítico termine resultando estéril a efectos de transformación y mejora de la sociedad española en las próximas tres décadas: será responsabilidad única y exclusivamente de la clase política de este país, empezando por el Gobierno actual. La primera crítica que merece "España 2050" es que tiene la apariencia de ser un plato de lentejas, o las tomas o las dejas. En lugar de empezar por abrir el debate a toda la sociedad y trasladar luego las propuestas recogidas al ámbito de los expertos para que le dieran forma, el Gobierno prefirió guisárselo y comérselo con los especialistas que tuvo a bien seleccionar y presentarlo ahora, en un nuevo acto de autopromoción de Sánchez, con la promesa de someterlo a discusión pública. 

Empieza la casa por el tejado una vez más y evidencia que su voluntad negociadora es cuando menos cuestionable. Por otro lado, el estudio recoge propuestas de claro sesgo ideológico que, en algunos aspectos, lo asemejan más a un programa electoral del PSOE que a un verdadero documento abierto a la negociación con otras fuerzas políticas y el resto de la sociedad. En este sentido, ni siquiera es un documento del Gobierno en su totalidad, tan solo de uno de los partidos que lo conforman. Por eso, resulta tan petulante como ingenuo suponer que se puede encauzar el futuro del país con apriorismos y sin que medien grandes pactos de estado que trasciendan las legislaturas e integren a los partidos, a los agentes económicos y sociales y al mayor número posible de ciudadanos. 

El futuro lo escribimos entre todos día a día

A esa falta de verdadera voluntad negociadora de un presidente necesitado de recuperar cuanto antes la iniciativa política después del batacazo madrileño y la mala pinta de los últimos sondeos electorales, se une su muy escasa credibilidad como hombre de estado y gestor público: sus pactos políticos con independentistas y herederos de terroristas para mantenerse en el poder a toda costa o la manifiestamente mejorable gestión de la pandemia no favorecen precisamente la confianza en él y en los incontables planes para todo que ha presentado desde que llegó a La Moncloa, en un ejercicio constante de autobombo.   

Por lo demás y con el máximo respeto al trabajo de los analistas que han participado en "España 2050", a un ciudadano de a pie de la España de 2021 la cuesta mucho creer que se puede perfilar el futuro del país a treinta años vista cuando ni siquiera sabemos con un mínimo de certeza cuándo y cómo saldremos de la pandemia o qué será de la economía el año que viene. Los escenarios políticos y económicos mundiales son cada día más volátiles y la capacidad de influencia sobre ellos de gobiernos como el español es tan limitada, que pensar hoy y aquí en cómo será el país dentro de treinta años reviste todos los atributos de un artículo de fe. No estoy diciendo con esto que como españoles debamos centrarnos únicamente en el complicado presente y no levantar la vista hacia un horizonte más o menos lejano. Lo que digo es que ese debe ser un ejercicio colectivo y no partidista y que debe basarse en una única certeza de partida: el futuro no está escrito por nadie, lo escribimos día a día entre todos los ciudadanos.  

Gobernados por los jueces

De la inacción a la confusión: con estas seis palabras se resume el caos y la inseguridad jurídica en los que ha devenido el fin del estado de alarma. Tan solo ha pasado un día desde que concluyó esa medida excepcional y ya tenemos sobre la mesa varias decisiones judiciales contradictorias entre sí y a unos ciudadanos atónitos, preguntándose por qué no se hizo nada para evitar el embrollo y que sean los jueces los que, en la práctica, hayan terminado dirigiendo la lucha contra la pandemia. Doctores tiene el Derecho, pero no parece necesario estudiar en Harvard para darse cuenta de que cuando andan por medio derechos fundamentales amparados en la Constitución, conviene hilar muy fino con lo que se decide y saber elegir bien la percha legal de la que colgar las decisiones. 

El Gobierno se hace un Poncio Pilatos

El problema es que esa percha legal no existe o, en el mejor de los casos, no basta para restringir por las buenas esos derechos. A resolver el vacío existente en legislación sanitaria de emergencia se comprometió hace un año el Gobierno pero, llegada la hora de la verdad y a punto de concluir la vigencia del estado de alarma, optó por una solución mucho más descansada: hacerse un Poncio Pilatos, consistente en pasar el marrón a las comunidades autónomas y que luego decidan los jueces si lo han hecho o no ajustado a Derecho. Legislar le fatiga y alargar el estado de alarma hasta que hubiera un porcentaje de vacunados mucho más alto, también se le hacía cuesta arriba por cuanto tenía que negociarlo con una oposición no siempre dispuesta a colaborar, todo hay que decirlo. 

EFE

Sin embargo, era su obligación como Gobierno, salvo que lo que pretenda el señor Sánchez sea el asentimiento y no la negociación propiamente dicha. Lo que ha conseguido es generar una enorme confusión política y jurídica en medio de una pandemia que está muy lejos de haber concluido, aunque el señor Sánchez ya haya vencido al virus dos veces. En este escenario, escuchar a los dirigentes políticos culpar a los ciudadanos y pedirles una responsabilidad que ellos son incapaces de ejercer desde sus cargos públicos, es cada vez más revelador de las manos en las que están depositadas nuestras vidas y haciendas.   

Un Gobierno que no escucha ni sabe rectificar

El Gobierno central ha desoído olímpicamente todas las advertencias sobre los riesgos que para la seguridad jurídica y el control de la pandemia suponía poner fin al estado de alarma sin que las autonomías contaran con herramientas legales que les permitieran restringir determinados derechos fundamentales. No solo eso, ha alardeado de la tranquilidad que daría a esas comunidades que sus decisiones deban pasar por el tamiz de los jueces y ha presumido de la abundante legislación a su alcance para seguir luchando contra el virus sin estado de alarma. La pregunta cae de madura: ¿si eso era así antes de la pandemia, para qué demonios fueron necesarios entonces tres estados de alarma?


EFE

Empezando por el Consejo de Estado y continuando por las propias autonomías, se le advirtió hasta la saciedad de que las leyes sanitarias existentes eran insuficientes o carecían de la necesaria concreción. Esas advertencias llegaron incluso del Tribunal Supremo, al que el Gobierno convirtió de la noche a la mañana en el garante final de la legalidad de las medidas sanitarias de las comunidades autónomas que rechazaran los respectivos tribunales superiores de justicia. Muchos expertos recuerdan también con buen criterio que las decisiones que afecten a derechos fundamentales deben contar con el respaldo del Parlamento; dicho de otra manera, no puede ser que las comunidades autónomas decidan sobre asuntos para los que carecen de herramientas legales suficientes y se encomienden luego al parecer de los jueces que, por esta vía, se convierten en legisladores a la fuerza ante la desidia del Gobierno y el Parlamento. 

Canarias pone la guinda al despropósito: aplica medidas no ratificadas por los jueces

Con estos antecedentes no debería ser una sorpresa para nadie que en unas comunidades autónomas los jueces hayan dicho sí con matices a lo que propone el gobierno autonómico de turno y en otras no, también con matices, generando una suerte de federalismo asimétrico sanitario y judicial tan kafkiano como esperpéntico. La guinda de este despropósito le corresponde por derecho propio al Gobierno de Canarias, al que el Tribunal Superior le ha tumbado el toque de queda y la movilidad entre islas una vez concluido el estado de alarma. Una decisión similar adoptaron los jueces vascos y el gobierno autónomo desistió de ir al Supremo, cosa que sí ha dicho que hará el canario. 

En su derecho se supone que está, lo que ya no resulta admisible bajo ningún concepto legal es que quiera mantener mientras tanto unas medidas  que los jueces canarios no han ratificado al afectar a derechos fundamentales. Que lo ratificaran era precisamente el motivo por el que acudió a la Justicia, de manera que si la respuesta es negativa no hay vigencia de las medidas que valga y continuar aplicándolas suena a desobediencia y prevaricación. Si esa es la forma que tienen los políticos de entender el respeto a las decisiones judiciales, más vale que nos encomendemos al parecer de los jueces y prescindamos del costoso gobierno autonómico. Ante posiciones como esa hay que coincidir con aquel que dijo que, ya que nos nos pueden gobernar filósofos, que al menos no nos gobiernen ignorantes. 

Lecciones madrileñas que la izquierda debería aprender

Lo primero que asombra de los resultados de las elecciones madrileñas es que aún haya analistas asombrados por la magnitud de la barrida de Díaz Ayuso. Probablemente confiaban en el oráculo averiado del CIS y ahora se han dado de bruces contra la dura realidad que vaticinaban sondeos mucho más solventes que el del tabernario Tezanos. Es un espectáculo enternecedor ver cómo se contorsionan para intentar explicar por qué la candidata del PP ha obtenido ella sola más escaños que toda la izquierda junta. En el cóctel incluyen y agitan trumpismo y demagogia y atribuyen a esos factores, entre otros, el hecho de que cerca de la mitad de los votantes la prefirieron a ella. 

Primera lección: en una democracia no se insulta ni denigra a los adversarios

Se resisten a comprender que una de las principales razones de su victoria ha sido la estrategia disparatada de una izquierda pagada de sí misma, faltona, populista y demagógica que va  repartiendo moralina cada día. La primera lección que tiene que aprender esa izquierda es que no se acosa gratis con la brigada mediática amiga a una rival política y menos aún a sus votantes, porque corres el riesgo de obtener el resultado contrario al que buscas. En buena medida, a Isabel Díaz Ayuso la han llevado en volandas a la victoria los menosprecios, las burlas, las ridiculizaciones y los calificativos de tarada y fascista que toda la izquierda, sin excepción, le venía dedicando mucho antes de esta campaña brutal. 

EFE

Entre todos han hecho de Ayuso una candidata moderada y en esa estrategia constante de acoso y derribo ha sido primus inter pares el presidente del Gobierno quien, junto a todo su partido, Podemos y los medios afines, no ha dejado pasar día sin arremeter contra ella. La pandemia fue la ocasión perfecta para convertirla en la diana favorita, afeándole su gestión y poniéndole todas las pegas posibles, como si el propio desempeño del Ejecutivo ante el virus, por no hablar del de otras comunidades autónomas del PSOE, no mereciera el más mínimo reproche. Sánchez, y no Ángel Gabilondo, es el principal responsable de que el PSOE haya obtenido sus peores resultados en esa comunidad autónoma, en donde se ha visto superado por Más Madrid y en donde hasta una parte nada despreciable de su electorado ha preferido a Díaz Ayuso. Si no es para mirar con lupa la podemización socialista no sé qué puede serlo, aunque de esto no escriben nada por ahora los articulistas orgánicos de La Moncloa. 

El adiós de Iglesias: que corra el aire

Quien sí se lo ha mirado a fondo y ha enfilado el camino de Galapagar ha sido Pablo Iglesias, agente principal de la crispación política nacional en general y madrileña en particular. El que dejó el Gobierno para frenar el "fascismo" en Madrid se va tirando del victimismo y la soberbia que le son tan queridos, después de no haber superado un triste quinto puesto en la asamblea madrileña y verse adelantado por Más Madrid por toda la izquierda. Ni en los barrios obreros a los que tanto apeló y tanto ruido hizo durante la campaña han querido saber nada de él y de su demagogia guerracivilista. 

EFE

Puede que aún se esté preguntando qué pudo haber ido mal, pero su marcha en buena hora debería servir para rebajar el clima tóxico al que de forma tan destacada ha contribuido desde que llegó para tocar el cielo y ha terminado tocando el suelo. Es una desgracia política que Ciudadanos desaparezca de la asamblea madrileña y puede que hasta del escenario político nacional, en un momento en el que se requiere un partido que modere el debate público. Como en el PSOE, la responsabilidad no recae en el candidato Bal, sino en la estrategia errática de unos dirigentes que también han terminado estrellados contra el suelo por su desmedida ambición de poder.

Los méritos de Díaz Ayuso

Que a Díaz Ayuso le haya ayudado la desquiciada campaña de la izquierda para rozar la mayoría absoluta no ensombrece sus méritos como candidata. Ha hecho la campaña que más le convenía a sus fines, ha defendido sin complejos su gestión, criticable como todas, y ha desafiado a Pedro Sánchez, al que ha vapuleado en las urnas. Cuatro de cada diez madrileños le han dado su confianza y lo democrático es aceptar con deportividad el resultado en lugar de insultar a sus electores acusándolos de no saber votar. No se puede desconocer que hay elementos demagógicos en el discurso de Ayuso, pero que tire la primera piedra el partido de izquierdas o de derechas que se crea libre de un pecado tan habitual en las campañas electorales. 

Era evidente antes y ahora lo es más, que esto nunca ha ido de "fascismo o democracia" ni de "comunismo o libertad", iba simplemente de poder en una comunidad que es escaparate político nacional. Esa es la lectura que no ha tardado en hacer un Pablo Casado, necesitado como agua de mayo de este triunfo para afianzarse al frente del partido después de varias derrotas consecutivas, reunificar el centro derecha e intentar conquistar La Moncloa. El triunfo arrasador de Ayuso ha servido incluso para mantener a raya el ultraderechismo de Vox, que solo gana un diputado y cuyos votos pierden fuerza. La izquierda, salvo que sus arengas sobre el fascismo hayan sido solo propaganda, se lo debería reconocer e incluso abstenerse en su investidura, pero no pidamos peras al olmo. Antes, si quiere algún día gobernar en Madrid, tendrá que aprender muy a fondo las lecciones políticas que dejan unas elecciones en las que ha sido tan culpable de su derrota como responsable de la victoria de Ayuso.   

Madrid, circo político de cinco pistas

Si algo bueno tiene a estas alturas la insufrible campaña madrileña es que solo le queda un suspiro: ha sido la más bronca y sucia en años y miren que las ha habido a cara de perro, faltonas, llenas de insultos y golpes bajos. Las causas tienen que ver con la importancia para los partidos de la plaza en disputa, pero sobre todo con la polarización de la democracia española desde que irrumpieron en escena Podemos y Vox, extremos que se tocan y retroalimentan, convirtiendo en un desierto el campo de la moderación y el compromiso entre fuerzas de distinta ideología. El PP y el PSOE, por cierto, han contribuido también a este juego envenenado al negarse la posibilidad de alcanzar acuerdos, como ocurre en democracias como la alemana, en las que muchos españoles nos miramos con envidia.

Un circo de cinco pistas

Esta dinámica perversa busca que nos alineemos en bloques: democracia o fascismo, libertad o comunismo; no hacerlo te convierte automáticamente en compañero de viaje del otro bloque. Con esa imagen en blanco y negro comenzó una campaña que solo en sus primeros compases abordó asuntos que, sin ser madrileño ni votar allí, estoy seguro son los que preocupan a los ciudadanos con derecho a voto: la sanidad, la economía, el medio ambiente, etc. Fue solo un espejismo, a los pocos días esos temas quedaron en un muy segundo plano y la batalla pasó a mayores con insultos, descalificaciones, acusaciones sin pruebas, manifiestos de parte sobre el "infierno madrileño" y, para rematar, sobres con balas y navajas sobrevolando la campaña, convertidos en armas políticas arrojadizas sin la más mínima decencia ni respeto por la verdad o por el adversario. 

Para completar este circo, la mayoría de los medios ha jaleado el disparate alineándose sin mucho disimulo con alguno de los bandos y lamentándose luego con fariseísmo del descontrol de la campaña. Entre esos medios y los líderes nacionales han convertido en asunto de estado unas elecciones que solo conciernen a Madrid, por mucho que algunos políticos se jueguen su ser o no ser. Los españoles que no residimos en la comunidad madrileña ni nos afectan de cerca sus problemas, llevamos semanas soportando un bombardeo constante de noticias, opiniones interesadas, bulos y tertulianos como si no hubiera un mañana y el país no tuviera otros problemas.
 

Polariza que algo queda

Todo en esta campaña es un ejemplo de manual de sobreactuación política, materia en la que Pablo Iglesias es un consumado maestro: después de justificar o eludir condenar en el pasado actos de violencia callejera o contra otros dirigentes y fuerzas políticas, no solo exige ahora a los demás que condenen los dirigidos contra él - que lo han hecho - sino que se pronuncie hasta la Casa Real. En el otro extremo, Vox, que no desmerece mucho del líder podemita, recurre a la ambigüedad calculada para no rechazar con rotundidad las amenazas y tira de exabrupto buscando la reacción de la izquierda y alimentar una espiral cada vez más tóxica. El miserable cartel de los menores no acompañados es buen ejemplo de esa estrategia. Pero nada es casual: Iglesias está literalmente desesperado, le va su futuro político en que gobierne la izquierda en Madrid o su salida de La Moncloa solo tendría arreglo retirándose a Galapagar. Vox, necesitado también de movilizar a su parroquia para hacerse imprescindible en un gobierno de Díaz Ayuso, no duda en echar más leña a esta hoguera de las irresponsabilidades políticas. 

El socialista Gabilondo, candidato casi a la fuerza, ha ido de tropiezo en tropiezo y apenas ha encajado en una campaña marcada por la confrontación. Su partido, rendido con armas y bagajes a la estrategia de Podemos y haciendo propaganda hasta con el BOE, se asoma a un fracaso estrepitoso después de una campaña de contradicciones en asuntos como los impuestos y rectificaciones a la desesperada como la del pacto con Iglesias que antes había rechazado. Más Madrid, el hijo descarriado de Podemos al que Pablo Iglesias pretendió convertir en su muleta electoral, pesca en el caladero de un PSOE a la baja y seguramente superará en escaños a los morados sin la tutela del ex amado líder. Por su parte, Edmundo Bal, el moderado de centro que ha venido a salvar los pocos muebles que le quedan a Ciudadanos antes de su cierre por derribo, lo tiene muy difícil para alcanzar representación y su aportación para atemperar el frentismo político es por desgracia, a fecha de hoy, casi una quimera.

Díaz Ayuso y el cordón sanitario de la izquierda

Dejo para el final a Isabel Díaz Ayuso, la candidata popular a batir por todos, bestia negra de la izquierda, que descolocó a propios y a extraños adelantando unas elecciones que esa misma izquierda no quería celebrar. Más allá de discrepar de sus ideas sobre la economía, la sanidad o la propia democracia, varias de ellas en la órbita del populismo más genuino, lo que no se le puede negar es que ha hecho la campaña que más le conviene a sus aspiraciones y no tanto la que querían su partido y, sobre todo, sus rivales: ha condenado sin ambages ni aspavientos las amenazas violentas de las que también ha sido víctima, ha esquivado el cuerpo a cuerpo al que la han querido arrastrar la izquierda y sus medios afines y ha puesto a Pedro Sánchez en el centro de sus críticas, respondiendo a las que el presidente lanzó contra ella recurriendo incluso a la mentira. 

Dicen las encuestas que Díaz Ayuso ganará las elecciones, a falta de saber si será o no por mayoría absoluta. Aunque por ahora lo niegue, en caso de que deba recurrir a otra fuerza para gobernar la elegida podría ser Vox. La izquierda ya ha profetizado las siete plagas de Egipto si tal cosa ocurre y ha sacado a paseo el muy democrático "cordón sanitario". En cambio, no le causa reparos que sus pactos con los herederos del terrorismo etarra y con un partido cuyo líder cumple condena por sedición, bordeen y traspasen los límites constitucionales y condicionen toda la política nacional. Le niega a Díaz Ayuso el derecho a conformar una mayoría de gobierno de una autonomía con el partido que crea oportuno, aunque sus ideas nos produzcan urticaria, y se lo conceden graciosamente a Pedro Sánchez para el gobierno de España porque él lo vale y sus socios son la crème de la crème democrática. Por cosas como esta y por otras muchas, ya es tarea casi imposible coincidir con una izquierda que se cree iluminada por la luz de la superioridad moral y que no pasa día en el que no reparta certificados de demócratas a quienes la jalean y de fascistas a quienes se atreven a no comulgar con sus ruedas de molino. 

El manoseo de la Justicia

Si pidiéramos que levantaran la mano los partidos que nunca han tenido la tentación de meter baza en el Poder Judicial la levantarían todos, los nuevos y los viejos, la izquierda y la derecha, los regeneradores y los degenerados, los que criticaban en la oposición lo que no hacían en el gobierno y viceversa: sin embargo, todos mentirían. Da igual lo que digan y cuando lo digan, el sueño mal disimulado de todo partido con posibles es colocar en el órgano de gobierno de los jueces gente de ideología o sensibilidad próximas. Esto no es, por supuesto, una descalificación generalizada del colectivo judicial, en su inmensa mayoría profesional e imparcial, pero tampoco es una buena carta de presentación para presumir de estado de derecho, en el que la separación de poderes debe ser lo más nítida posible. 

Aturdidos y dopados por la pandemia, el ruido de la insufrible campaña madrileña y la megalomanía del presidente de un equipo privado de fútbol, los españoles no hemos sido conscientes de la bofetada sin manos que nos ha propinado esta semana la Comisión Europea a través del Gobierno. Solo de bochorno para España se me ocurre calificar que Bruselas nos diga cómo debemos organizarnos para que se respeten los estándares básicos de una democracia. Que esto ocurra a estas alturas de la historia de la democracia española es un síntoma más, tal vez de los más graves, del deterioro de nuestro sistema de convivencia, hecho unos zorros para satisfacer las ansias de poder y control de una clase política que, da igual su color ideológico, no se para en barras democráticas para alcanzar sus objetivos. 

Del bipartidismo a la rebatiña del Poder Judicial

El origen de la enfermedad data de 1985, cuando el PSOE y el PP, entonces amos y señores del cotarro, decidieron cambiar la ley que permitía a los jueces designar a doce de los veinte vocales que conforman el Consejo del Poder Judicial (CGPJ) y elegirlos ellos en el Congreso en función de cuotas de "progresistas" y "conservadores". Los otros ocho vocales, correspondientes a juristas de prestigio, los seguiría eligiendo también el Parlamento en función de afinidades ideológicas más o menos cercanas. Este sistema, que pervertía claramente el espíritu de la Constitución, fue recurrido ante el Tribunal Constitucional y éste, en un fallo aún hoy inexplicable, le dio el visto bueno con la ingenua condición de que los partidos no abusaran del intercambio de cromos de jueces. 

Aquel lenguaje perverso que los medios siguen empleando en la actualidad, marcó un antes y un después: los integrantes del CGPJ aparecían señalados políticamente y a la luz de ese criterio se examinan muchas de sus decisiones: todo lo demás, su trayectoria, su preparación profesional o la calidad de sus resoluciones judiciales, pasó a un muy segundo plano. Mientras el bipartidismo gozó de buena salud este sistema viciado funcionó sin grandes sobresaltos: cuando llegaba el momento de la renovación de los vocales, los partidos volvían a sacar sus estampitas judiciales y no tardaban en ponerse de acuerdo. A decir verdad, no recuerdo que entonces el estamento judicial protestara mucho por un enjuague que ya ponía en entredicho su independencia del poder político.

Sin embargo, cuando irrumpieron en el escenario los nuevos partidos que venían a regenerarnos, el plácido bipartidismo se alborotó y lo que hasta entonces se repartía solo entre dos debía repartirse ahora al menos entre cuatro o cinco. Enseguida aparecieron los vetos y las líneas rojas, lo que explica que el actual CGPJ lleve en funciones desde diciembre de 2018 por la sencilla razón de que los partidos ni siquiera son ya capaces de repartirse el pastel de la Justicia. Ante el bloqueo, del que el PP como principal partido de la oposición es tan responsable como el resto, el Gobierno del PSOE y Podemos optó por  la calle de en medio y llevó al Congreso una proposición de ley que rebajaba de tres quintos a mayoría absoluta la exigencia de votos para elegir a los vocales del Poder Judicial. 

Bruselas nos lee la cartilla

La propuesta era una vuelta de tuerca más en el descarado intento de estos partidos de controlar la Justicia solo con sus votos y los de sus aliados, ignorando a una oposición que hacía alardes de voluntad negociadora mientras bloqueaba la negociación. El escándalo político obligó a congelar la tramitación de la propuesta en el Congreso, en donde sí salió adelante y ya está en vigor otro hachazo al CGPJ: recortarle sus atribuciones para nombramientos mientras permanezca en funciones, lo que tiene paralizada la designación de varios presidentes de tribunales superiores de justicia. 

Después de que tres de las cuatro asociaciones judiciales españolas, que representan a casi la mitad del colectivo de jueces del país, elevaran su queja a Bruselas, la principal novedad ahora es que el Gobierno ha retirado la reforma ante el riesgo de terminar ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea por incumplir los estándares exigibles en un estado de derecho en materia de separación de poderes. Esto habría podido comprometer incluso el acceso a los fondos europeos, como establecen los reglamentos del Parlamento y del Consejo Europeo. 

España ha estado a punto de quedar al nivel de Hungría y Polonia, países a los que Bruselas ya ha denunciado por vulnerar la separación de poderes y concentrarlos en manos del Ejecutivo. Es más, la Comisión Europea también se ha permitido sugerir a España que la mitad de los vocales del CGPJ la elijan los jueces, algo que reclama el más elemental sentido común y la calidad del sistema democrático, aunque aún es insuficiente: como mínimo debería volverse al sistema anterior a 1985, aunque sería mucho más conveniente y democrático encontrar una fórmula que impida el manoseo político constante del Poder Judicial. El escollo a salvar es que eso depende precisamente de los mismos partidos que, solo un día después del tirón de orejas comunitario, ya andaban de nuevo a la greña con el asunto. Les puede la tentación de seguir contaminando un poder que, a pesar de los pesares y de todos los intentos para someterlo, funciona de manera razonable e impide que los partidos colonicen todos los rincones del estado. 

Sánchez dice que tiene un plan

Puesto a pulverizar récords, Pedro Sánchez terminará arrasando todos los que se proponga: en promesas incumplidas o vueltas del revés va camino de dejar chiquito a Rajoy, que tampoco era manco; no le ha crecido la nariz pero es un buen émulo de Pinocho; ha vencido dos veces al virus de la COVID-19; y, lo penúltimo, ha presentado ocho veces -¡ocho!- el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia que, si no les molesta y por abreviar, llamaré "plan" a secas. Con un título tan infatuado, fruto seguramente de la imaginación recalentada de Iván Redondo, Sánchez quiere enamorar a la Comisión Europea para que suelte los 140.000 millones de euros de los llamados fondos de reconstrucción por la pandemia. 

El principal problema del plan es su inconcreción, lo que hace más admirable aún que Sánchez lo haya proclamado a los cuatro vientos, acompañado de intensa trompetería mediática, en nada menos que nueve ocasiones si contamos la de esta semana en el Congreso. Dicen los mal pensados que Sánchez hace propaganda con el plan de marras todas las semanas y fiestas de guardar, pero para mí es que Iván Redondo le ha dicho que lo venda con entusiasmo y convicción como si fuera el bálsamo de Fierabrás. 

(BERNARDO DÍAZ)

Ni concreción ni reformas claras

En el Congreso esperaban esta semana sus señorías que el presidente acudiera con algo más que un  catálogo de buenas intenciones, conocido también como carta a los Reyes Magos. Pero eso fue exactamente lo que recibieron: 200 páginas y otras 100 de anexos llenas de "modernización", "digitalización", "transición", "motor de cambio", "crecimiento potencial", "impulso" o "capital humano". Todo eso, que a los incondicionales les suena a música celestial, carece sin embargo de letra y estribillo reconocibles: ni precisa Sánchez objetivos concretos en términos de creación de empleo o demanda o producción de los proyectos que pretende impulsar con dinero comunitario y, lo que es más preocupante, juega al escondite con las reformas que exige Bruselas a cambio de soltar los euros. 

En este capítulo entra lo que piensa hacer con el mercado de trabajo, si dejarlo estar, si derogar la reforma laboral de Rajoy o retocarla solo aquí y allá aunque Pablo Iglesias - perdón, Yolanda Díaz - deje de sonreír y le ponga mala cara. Tampoco se percibe con claridad cuáles son sus planes para hacer sostenible el sistema público de pensiones, aunque el ministro Escrivá ande lanzando globos sonda a ver qué nos parece trabajar hasta la víspera del deceso para que el tinglado no se venga abajo. 

En fiscalidad estamos ante otro de esos juegos de manos tan habituales en este país, en donde se suele llamar reforma fiscal a cualquier parche que quede bien para la demagogia política y que suele acabar recaudando mucho menos de lo previsto. Una verdadera reforma fiscal que desbroce maraña, elimine exenciones injustificadas, persiga el fraude y la elusión y fortalezca sin populismos ni aspavientos el principio de progresividad fiscal, ni está ni se le espera. Pero como todos estos asuntos son casus belli entre el PSOE y Podemos, el Gobierno parece que va a mirar al tendido y silbar cuando Bruselas le pida concreción. Hay que dormir bien por las noches y, sobre todo, no anunciar medidas impopulares en plena campaña madrileña en la que el presidente parece el candidato del PSOE.

(EFE)

Sánchez presume de un plan hecho de copia y pega

Todas esas carencias no impiden que Sánchez se refiera al plan como "el más ambicioso de la historia reciente de España" y lo compare con la entrada en la UE. Es de nota que, aún así, falten solo quince días para que lo presente en Bruselas y todavía lo tenga sin encuadernar ni ponerle el hinchado título mencionado más arriba. Porque esa es otra, tal vez habría que dejar de llamar "plan" a lo que parece un copia y pega de documentos ministeriales varios que alguien tendrá al menos que paginar para que en Bruselas no se pierdan. También presume Sánchez de diálogo, como se demuestra por el hecho de que la oposición conociera oficialmente el documento solo doce horas antes del pleno de esta semana. Alega el Ejecutivo que no es definitivo, lo cual salta a la vista, pero no aclara si lo someterá a la consideración de la cámara cuando lo pase a limpio y antes de presentarlo en Bruselas para que le den la bendición. 

Dando por hecho que Bruselas no devolverá los papeles y que los jueces alemanes no se pondrán muy tiquismiquis con la aprobación de los fondos, España recibirá una generosa lluvia de millones que se deberán administrar con cabeza, centrados en los problemas económicos de este país y en el bien común. Esa batalla ya se adivina tensa después del dictamen del Consejo de Estado, que el Gobierno guardó bajo siete llaves todo lo que pudo, en el que se subraya "la necesidad de implementar todas las medidas precisas para garantizar una adecuada y eficiente asignación de los recursos" europeos. "Adecuada" y "eficiente" son las palabras clave para no perder una oportunidad verdaderamente histórica en un país arrasado. Aquí tiene Sánchez materia sobrada para hacerse con unas cuantas marcas mundiales en eficacia, eficiencia, transparencia y sentido de estado, aunque para eso hay que pasar de una vez de la propaganda y la palabrería huera a las acciones concretas: no es hora de vender más humo sino de dar trigo. 

Del estado de alarma a Guatepeor

Si para variar Pedro Sánchez cumple la promesa de no prorrogar el estado de alarma más allá del 9 de mayo, es probable que vivamos un pifostio jurídico y político similar al del verano pasado, después de que el susodicho proclamara urbi et orbi que habíamos "vencido el virus" y animara a salir a la calle y disfrutar. Se vio entonces que, sin estado de alarma al que agarrarse, las autonomías tenían que someter sus medidas contra la pandemia al parecer de los jueces. La jarana derivó en jueces de una autonomía que desautorizaban lo mismo que autorizaban los de la autonomía de al lado y, claro, no hubo forma de aclararse. Luego pasó lo que pasó en verano con los contagios y el Gobierno, siempre tan atento, nos regalo otro estado de alarma nuevito bajo el que aún nos encontramos. La buena nueva es que Sánchez acaba de anunciar que ha vencido el virus por segunda vez en menos de un año, gesta solo equiparable a las del divino Hércules. 

El estado de alarma: clavo ardiendo de las autonomías

Aunque todavía se discute entre los juristas si el estado alarmado es herramienta jurídica adecuada para amparar cosas como el toque de queda y la consiguiente conculcación de derechos fundamentales, lo cierto es que, cuando decaiga, esa opción quedará vedada a las comunidades autónomas. A lo más que podrán llegar es a decretar cierres perimetrales muy localizados (barrio, pueblo, comarca, ciudad), aunque tampoco hay consenso jurídico al respecto; también pueden modificar aforos y horarios de establecimientos abiertos al público, aunque sus decisiones siempre deberán estar avaladas por los tribunales de justicia, cuyas resoluciones también pueden ser objeto de recurso para que siga la rueda. Dicho en otras palabras, como tenemos tantos jueces mano sobre mano y la administración de Justicia funciona que es un primor y la envidia del mundo, vamos a darles algo de lo que ocuparse.

EFE

Todo esto seguramente se habría evitado si el Gobierno y el Congreso hubieran cumplido con su obligación para que las autonomías dispusieran a fecha de hoy de un paraguas jurídico bajo el que guarecer las posibles medidas que adopten a partir del 9 de mayo. De hecho ese fue el compromiso asumido en su día por el propio Sánchez y que, como tantos otros, también se ha llevado el viento. La clave es la Ley de Medidas Especiales en Salud Pública de 1986, una norma que requiere una adaptación que afine el detalle y restringa el amplio margen interpretativo del que adolece. Aunque la norma en cuestión establece la potestad de las autoridades sanitarias para adoptar las medidas necesarias para la protección de la salud pública, lo cierto es que no precisa ninguna, lo cual equivale a tener un tío en Cuba. 

Las consecuencias de no hacer los deberes

El Gobierno, que presume de sabérselas todas y de "cogobernanza" aunque ni siquiera ha consultado a las autonomías sobre el fin del estado de alarma, ha dicho nones: aunque se lo haya pedido hasta el Consejo de Estado, no ve la necesidad de estar molestando al estresado Congreso de los Diputados con una ley de hace 35 años para una tontería como una pandemia de nada que solo ha causado cerca de 80.000 muertes. Según Sánchez y los suyos, con lo que hay ya y unos buenos acuerdos del Consejo Interterritorial de Salud que reúne a comunidades y Ministerio, va que chuta. 

Que lo que acuerde un órgano administrativo como ese bendito Consejo no puedan ser más que recomendaciones y nunca normas de obligado cumplimiento, como pretende el presidente o la vicepresidenta Calvo, es algo que no les quita el sueño: son tan avanzados que acaban de elevar el dichoso Consejo al rango de poder legislativo del estado sin consultarlo ni con Montesquieu. En un país en el que los políticos han tenido la desvergüenza de "adaptar técnicamente" el ridículo decreto de las mascarillas aprobado en las Cortes, tampoco nos deberían sorprender mucho esas salidas de tiesto. 

Mientras, las autonomías empiezan a hacerse cruces: las del PSOE cabecean obedientemente todo lo que emane de La Moncloa, aunque sospecho que la procesión va por dentro. Chillan más las del PP pidiendo que el estado de alarma se prorrogue al menos hasta junio, lo cual es digno de admiración habida cuenta de que este partido se abstuvo cuando se votó en el Congreso a finales de octubre. Imagino que en La Moncloa estas jeremiadas no impresionan demasiado, no así las del PNV, socio prioritario del PSOE, que también aboga por la prórroga. 

Es evidente que ningún presidente regional, aunque unos lo digan y otros no, quiere cargar ahora con el mochuelo de tener que pedir permiso a los jueces cada dos por tres: es una lata y, sobre todo, políticamente perjudicial en tanto mantiene vivo el debate sobre si las medidas se corresponden con la gravedad de la situación. Eso, en una población que mayoritariamente ha hecho grandes esfuerzos y sacrificios y que ha transigido sin rechistar con recortes de derechos fundamentales no siempre justificados, se hace cada vez más impopular y más cuesta arriba. 

Sánchez a punto de incumplir otra promesa más

Lo que nos seguimos preguntando es por qué Sánchez ha decidido anunciar el  fin del estado de alarma y no una prorroga: a la vista del aumento de los contagios y del ritmo todavía insuficiente de vacunación, queda mucho para llegar a la Arcadia feliz que promete el Gobierno para el día después. Una posible explicación radica en que, a fecha de hoy y en medio de la feroz campaña madrileña, conseguir que el Congreso apruebe la prórroga le costaría sudor y lágrimas y no se le ven  ni ganas ni capacidad para embarcarse en la aventura. Otra explicación en absoluto descabellada es que todo sea solo una estrategia teatral de Sánchez para que las comunidades acudan a él en procesión rogándole la prórroga, lo cual le permitiría presentarse ante el país como el tricampeón mundial de la lucha contra el virus.

La evolución de la pandemia en los próximos días, los problemas con las vacunas y la presión de socios como el PNV y otros, podrían hacerle recular e incumplir su promesa, algo que a él no le preocuparía lo más mínimo y a los ciudadanos tampoco nos pillaría por sorpresa a estas alturas. Si por el contrario mantiene que no haya prórroga, tendremos una nueva entrega de La Casa de los Líos en versión autonómica, que se podría haber evitado si el Gobierno y el Congreso hubieran hecho su trabajo. Pero así funciona un país en el que la máxima política es dejar para pasado mañana lo que urgía haber hecho antes de ayer. 

Cuando todo nos da igual

Tengo la sensación de que hemos bajado los brazos, de que ya no nos importa gran cosa que la democracia se deteriore ante nuestros ojos: nos estamos limitando a encogernos de hombros y a culpar del problema a los políticos y sus insufribles peleas de patio de colegio, como si nuestra pasividad no tuviera nada que ver con lo que ocurre. Cuando asumimos sin pestañear que una ministra desprecie la presunción de inocencia sin inmutarse o que un ministro del Interior cese a un subordinado porque se ha negado a incumplir la ley; o cuando damos por bueno que ese mismo ministro, magistrado por más señas y mayor agravante, justifique que la policía recurra al viejo y dictatorial método de la patada en la puerta para entrar en un domicilio privado sin orden judicial, es que acabamos de dejar atrás una nueva línea roja de lo que no debe ocurrir jamás en un país democrático. 

Si por añadidura nos deja fríos que el responsable político de esas barbaridades no solo no dimita sino que no sea cesado por quien tiene la responsabilidad política de su nombramiento, solo habremos certificado que se abra la puerta a más patadas en la ídem, a más injerencias políticas en terrenos que tiene vedados como la investigación policial y, en definitiva, a la vulneración sistemática de derechos fundamentales consagrados en la Constitución. 

EFE

La patada en la puerta como síntoma

La patada en la puerta es solo un síntoma más del grave deterioro que sufre la democracia ante nuestros ojos, cada vez más acostumbrados a que el Gobierno haga de las leyes y las normas de obligado cumplimiento un cuestión de pura y simple conveniencia política.  Ocurre, por ejemplo, con la rendición de cuentas que todo poder ejecutivo debe al parlamento, pero que en España ha pasado a depender de la voluntad de una mayoría parlamentaria y de un presidente del Gobierno, mucho más proclive a las comparecencias sin preguntas de los periodistas y de los lemas propagantísticos, que de vérselas cara a cara con la oposición en el Congreso. El interminable estado de alarma es desde hace más de un año la coartada perfecta para gobernar por decreto y recortar sin mayores miramientos derechos y libertades que, si en algunos casos pueden tener una justificación temporal, en otros muchos carecen de ella. 

Por estrafalario y ridículo merece capítulo aparte el disparatado decreto obligando a usar la mascarilla en descampado o playas aunque estemos completamente solos y no corramos riesgo alguno de contagiar o de que nos contagien. Que el mismo día en que el BOE publica tamaña estupidez la ministra de Sanidad hable de revisar la norma "con criterios técnicos" y que las autonomías empiecen a hacer sus propias interpretaciones "con sentido común", solo ha venido a corroborar que, no solo no gobiernan filósofos, sino verdaderos ignorantes. Los casos de mal gobierno y de vulneración de principios elementales no escritos en un sistema democrático, como el respeto debido a la oposición por poco que gusten sus críticas al ejecutivo de turno, se acumulan sin que parezca preocuparnos la deriva. 

Cuando se pierden hasta las formas y el respeto 

El Congreso es la corrala en la que los políticos - del Gobierno y de la oposición - ventilan su mala educación y montan espectáculos mediáticos sin importarles gran cosa la realidad del país. Un diputado de la oposición manda al médico a uno de un partido rival que se preocupa por la salud mental y no pasa nada. O una ministra de Educación -¡qué sarcasmo! - falta desabridamente al respeto a un diputado de la oposición que expone su legítima posición sobre la educación especial y, en lugar de indignarse, no faltan palmeros que aplaudan sus malos modos y le pidan más: si el de la crítica era de la oposición se merece eso y mucho más y puede dar gracias de que no haya sido tildado de "fascista".


Puede que sea precisamente la prepotencia y la soberbia la que nos lleve a este derrotismo y a considerar que no vale la pena perder el apetito pidiendo imposibles. Ahí tenemos a Ábalos, el inefable ministro de las mil versiones, envuelto en el turbio asunto del rescate de una compañía aérea de inconfundible aroma chavista a la que se hizo pasar por "estratégica" para regalarle 53 millones de euros de todos los españoles. Las informaciones sobre la discrecionalidad que ha rodeado la decisión se acumulan, pero a nadie parece importarle gran cosa que detrás de la oscura operación pueda haber intereses que nada tienen que ver con apoyar a una empresa vital para el país. Con la misma abulia estamos contemplando las maniobras del Gobierno para evitar el control del reparto de los fondos europeos de reconstrucción. Para ello no dudó en ocultar el informe del Consejo de Estado que recomendaba reforzar los controles  para evitar precisamente la discrecionalidad. 

75.000 muertos y ni una disculpa ni una autocrítica

Los españoles asistimos a este carrusel de ejemplos de mal gobierno y falta de transparencia en todos los ámbitos con la misma apatía que contemplamos la serie interminable de decisiones contradictorias, improvisaciones y descontrol en la gestión de la pandemia. Ya me he referido al lamentable sainete de las mascarillas obligatorias en descampado, pero en la mente de todos está el baile de la yenka con su uso al comienzo de la crisis, la falta de prudencia científica y el exceso de previsiones de barra de bar, casi siempre incumplidas, del doctor Simón, la huida a Cataluña sin rendir cuentas de Salvador Illa, el incumplimiento de la prometida auditoría externa de la gestión o el voluntarismo con las vacunas y la fórmula facilona de culpar de todo a las malvadas farmacéuticas. 

EFE

Y sin embargo, más de un año después del inicio de esta interminable pandemia, nadie del Gobierno ni de sus aliados ni de sus palmeros han pedido nunca una sola disculpa por los más de 75.000 muertos que ha producido la enfermedad ni ha reconocido un solo error - "no se podía saber" - ni se ha comprometido a intentar hacer las cosas mejor. En cambio han menudeado las declaraciones irresponsables y triunfalistas, el "hemos vencido al virus" y las decisiones equivocadas que nos tienen hoy a las puertas de la cuarta ola. Ahora bien: ¿se lo hemos exigido los ciudadanos? Me  temo que no. 

La fatiga social y el todo da igual

Mucho se habla estos días de la fatiga provocada por la pandemia, tanto en el ámbito individual como en el social: restricciones de la movilidad, recorte de libertades, pérdidas personales irreparables, secuelas mentales y físicas, incertidumbre económica, sensación de orfandad y abandono por parte de una clase política, en general insensible ante una dura realidad compleja y amorfa, pueden ser algunos de los elementos integradores de ese cansancio que, quien más y quien menos, sentimos ya sobre nosotros. Y seguramente será también la causa de que ya no nos queden fuerzas para rehacernos y afrontar el destrozo democrático que tenemos ante nosotros. 

Estamos abdicando nuestras responsabilidades como ciudadanos o, como mucho, alistándonos en las filas de los palmeros del Gobierno o en las de la oposición, tan responsable como los partidos del Ejecutivo de la polarización de la vida política cuando más se requería de todos anteponer el bien común al partidista. Nos equivocamos gravemente pensando que todo da igual y olvidando que esos políticos de los que nos quejamos o ni siquiera eso, los hemos elegido entre todos y de todos es por tanto la responsabilidad de exigirles decencia, trabajo y transparencia. Que es difícil ya se sabe pero hablamos de democracia: para encogernos de hombros o asentir ante todo lo que hace el poder ya tenemos las dictaduras y los regímenes autoritarios y estoy seguro que no es eso lo que queremos la inmensa mayoría de los españoles.

Ciudadanos, historia de un fracaso

No vengo a hacer más leña del árbol caído ni a añadir un nuevo certificado de defunción de Ciudadanos a los que ya han extendido todo tipo de articulistas y editorialistas. Solo me propongo reflexionar sobre los motivos por los que, un partido que pudo haber prestado grandes servicios a este país, se encuentra a las puertas de su desaparición

Habrá quien piense que la situación terminal de Ciudadanos tiene mucho que ver con la polarización de la vida política española y seguramente tendrá algo de razón: el espacio para el centro político se ha estrechado de tal modo que muy a duras penas hay cabida en él para una fuerza política, por mucha falta que haga moderar el crispado debate. Sin embargo, en mi opinión, si el pequeño partido que nació hace quince años en Cataluña está como está, es mucho más por la inconsistencia política y la mala cabeza de sus principales dirigentes que por cualquier otra razón más o menos coyuntural o sobrevenida. 

Un poco de historia "ciudadana"

Bien mirado, la monumental pifia murciana solo ha puesto de manifiesto que Ciudadanos ya había perdido el rumbo hacía tiempo y su supervivencia únicamente dependía del resultado que obtuviera del tacticismo cortoplacista: ya no había respeto a los principios fundacionales ni proyecto político que no fuera el de sobrevivir a costa de lo que fuera. Echar la vista atrás y ver en qué ha venido a parar este partido político es un sano ejercicio de memoria histórica que debería enseñarnos a ser más escépticos ante los profetas hueros, que buscan su paraíso particular haciéndonos creer que trabajan por el nuestro. 

(EFE)

Ciudadanos caló en un electorado que renegaba del PP y sus casos de corrupción y de un PSOE envuelto en disputas internas, que tampoco podía presumir de integridad ética y que ya no ilusionaba a un segmento importante de votantes. Tenía un campo político en donde desplegar su potencialidad como fuerza de centro y los electores se lo hicieron saber con claridad cuando, en las primeras elecciones generales de 2019 obtuvo 57 escaños, casi un 16% de los votos válidos emitidos e igualando prácticamente al PP. Pero también fue en ese momento cuando Albert Rivera demostró con la misma claridad que su liderazgo carecía de sentido de estado y que su juego se reducía a desplazar al PP como principal partido de la oposición de centro derecha. 

A su alcance tenía el fallido Acuerdo para un Gobierno Reformista y de Progreso suscrito en 2016 con el PSOE pero prefirió cerrarse en banda a cualquier posibilidad  que permitiera un gobierno con Pedro Sánchez, quien por su parte tampoco es que se desviviera por hacerse socio de Rivera. La historia contrafáctica no es historia pero siempre resulta interesante preguntarse qué hubiera pasado si Rivera hubiera aceptado reeditar el acuerdo con los socialistas. Con todas las reservas que un ejercicio teórico así requiere, es muy probable que la situación política en España hubiera discurrido por unos derroteros muy diferentes en los últimos dos años y hasta cabe pensar que hoy el clima sería algo más respirable de lo que es. Dejémoslo ahí. 

(EFE)

Lo cierto es que Rivera se enrocó y contribuyó de manera decisiva a la convocatoria de unas nuevas elecciones generales en las que de partido con posibilidades de gobernar pasó a ser fuerza residual en el Congreso, en donde se quedó con solo 10 escaños: una bofetada electoral de tales dimensiones pocas veces se había visto en la historia democrática española. A la debacle ayudó no poco la nefasta foto de Colón, a la que el desnortado líder acudió en contra del parecer de algunas de las voces más sensatas del partido y que también terminó pasándole factura electoral. No había duda alguna de que los electores habían castigado a conciencia la irresponsabilidad de un líder, que no tuvo más alternativa que dimitir como presidente del partido que había conducido literalmente del cielo al suelo político. 

Arrimadas: a peor la mejoría

El liderazgo de Inés Arrimadas no ha sacado a Ciudadanos del pozo en el que lo dejó Rivera, sino que lo ha hundido un poco más como ha demostrado el churrigueresco episodio murciano. La política catalana ya llegó a la presidencia del partido lastrada por otra decisión que aún hoy merecería una explicación convincente, si es que la hay: su negativa a someterse a la investidura como presidenta de la Generalitat al haber encabezado la candidatura más votada en las elecciones autonómicas de 21 de diciembre de 2017. 

(EP)

Pero más allá de esa circunstancia nada anecdótica, su liderazgo se ha caracterizado también por la inconsistencia política, un mal que parece crónico en este partido, en el que han abundado los eslóganes y el marketing de colorines y ha escaseado la sustancia y una línea política medianamente reconocible para los españoles. De pasar a disputarle el liderazgo de la derecha al PP, el Ciudadanos de Arrimadas lleva dos años convertido en un partido sin rumbo previsible que lo mismo respalda una prórroga del estado de alarma, llega a pactos autonómicos con el PP y Vox o rechaza los Presupuestos Generales del Estado. 

Salta la sorpresa en Murcia

Aún así, más mal que bien iba sobreviviendo en un clima político cada día más irrespirable mientras intentaba huir de la polarización que, quien más y quien menos, desde Podemos a Vox pasando por el PSOE y el PP, han ido generando en estos meses de pandemia. Pero ha sido justo cuando lo que mejor podía haber hecho era evitar contaminarse de ese aire malsano, cuando ha dado un paso en falso que seguramente será el último y definitivo: aliarse al PSOE en Murcia y autocensurarse para hacerse con el gobierno autonómico del que formaba parte con el PP. 

Las replicas políticas a aquella torpe decisión son de sobra conocidas: expulsión del Gobierno de Madrid con adelanto electoral incluido y desestabilización de Andalucía y Castilla - León. De añadidura, un rosario de renuncias, transfuguismo y dimisiones que evidencian la madera política de sus cargos públicos, quienes no dudan en abandonar el barco antes de que se hunda, y ponen en peligro la continuidad de los grupos del Congreso y el Senado y del mismo partido como tal. 

(EFE)

Coda y despedida

A esta debacle de Ciudadanos no es en absoluto ajeno el PSOE, al que las jugadas murciana y castellano - leonesa también le han salido rana. No obstante, para ello tampoco ha tenido reparo alguno en jugar a las estrategias de desestabilizar gobiernos autonómicos en medio de una pandemia: en otras palabras, en hacer lo mismo que le reprocha a quienes critican su gestión en el Gobierno central. A cambio, eso sí, elimina a un jugador moderado de la partida y extrema la polarización asimilando al PP con Vox y olvidando que gobierna con un partido populista tan tóxico como el que dice combatir. 

No es una buena noticia para ningún sistema democrático que aspire a la estabilidad perder a un partido que contribuya a conseguirla desde una posición moderadora de los extremos. Menos lo es para la democracia de un país como España, en donde la tendencia a echarse al monte y darse de garrotazos por cualquier asunto parece marcada a sangre y fuego en nuestros genes históricos. Ciudadanos estaba llamado a desempeñar esa función moderadora pero, visto en retrospectiva, a lo mejor nunca fue ese el verdadero objetivo de sus dirigentes por más que lo predicasen todos los días. A lo peor solo ha sido otro experimento fallido de lo que nos vendieron como nueva política, pero que solo ha sido política vieja de la de toda la vida. 

Madrid: doble o nada

La reacción mayoritaria en las redes tras conocerse que Pablo Iglesias había renunciado a la vicepresidencia del Gobierno de España para ser candidato en las elecciones madrileñas del 4 de mayo, ha sido de alivio. Alguien que se ha dedicado a tiempo completo durante su estancia en el Gobierno de todos los españoles a malmeter, dividir, polarizar, desprestigiar, enredar y, en sus ratos libres, ver series mientras el país vive una dantesca crisis sanitaria, económica y social, no merecía seguir en un Ejecutivo en el que nunca debería haber entrado de no haber sido por la querencia populista del socialista Pedro Sánchez. En la memoria de los españoles no quedará una sola medida o decisión del paso de Iglesias por el Gobierno que haya contribuido a mejorar sus vidas. 

Pero tras el alivio inicial, del que confieso ser copartícipe, vienen las preguntas sobre las razones que han llevado a Iglesias a dar un paso que parece incluso haber pillado por sorpresa a su valedor en La Moncloa y a su propio partido. Sin duda, la primera de ellas tiene que ver con las feas expectativas electorales de la izquierda ante los comicios adelantados por la popular Ayuso. Esa cita con las urnas ha sido refrendada ya por la Justicia, a pesar de los intentos de esa misma izquierda para evitar unas elecciones que ahora - ¡viva la democracia! - no le venían bien, aunque intenten hacernos creer que el problema es que son inoportunas, no como las de hace unas semanas en Cataluña, que eran absolutamente oportunas. 

(EP)

Polariza que algo queda

Dicho de otro modo, Iglesias asume la candidatura madrileña con el objetivo de allanar la unidad con su viejo rival de Vistalegre Íñigo Errejón - lo de viejo es un decir -, que viendo ya que va a quedar relegado en la candidatura se ha puesto la venda antes de la pedrada y ha pedido "respeto". A partir de esa unidad con Errejón, el líder podemita montará su plataforma para la polarización con Ayuso, encantada de que la presencia de Iglesias en la pugna electoral movilice a su favor a los votantes de la derecha y la ultraderecha, y seguramente a los de Ciudadanos, partido en clara descomposición después del chasco de la moción murciana, origen del pifostio político en el que nos encontramos inmersos. 

A modo de delgada loncha de jamón entre dos gruesas rebanadas de pan duro quedará el manso Gabilondo, el candidato que más a mano tenía el PSOE ante la falta de tiempo y de ganas para buscar otro más solvente e ilusionante para los madrileños. El espacio que le quedará entre dos populismos desatados como los de Ayuso e Iglesias para lanzar un mensaje diferenciado, será insignificante y seguramente se perderá en medio del ruido y la furia con el que ambos polos políticos se disputarán la cotizada plaza madrileña. 

Consejos vendo, que para mí no tengo

Pero la maniobra de Iglesias deja otras interesantes y reveladores conclusiones colaterales. No es la menor el hecho de que el líder de Podemos esté a punto de desplazar de la candidatura de Madrid a una mujer, lo cual se da de bruces con el discurso feminista de los podemitas del que es la primera abanderada la ministra de Igualdad y compañera sentimental de Iglesias, a la que de momento no se le ha escuchado queja alguna. Tampoco es un detalle menor preguntarse en dónde quedan las ampulosas proclamas que lanzó Iglesias desde la vicepresidencia social del Gobierno y en qué va a parar la tan famosa como misteriosa y etérea Agenda 2030, cuya necesidad y utilidad aún desconocemos los españoles. El líder de Podemos demuestra de nuevo que la suya no es la política institucional y de gestión, sino el activismo, la proclama, el cartel, la agitación y la división para pescar en río revuelto, fiel siempre al manual del buen populista. 

(EP)

Respecto a su liderazgo de la formación morada, que nadie imagine que no seguirá ejerciéndolo en la sombra por más que pretenda hacernos creer que ha abddicado su corona de príncipe del populismo en Yolanda Díaz. De hecho, ni se ha molestado en organizar el teatrillo de los círculos y las elecciones internas sino a designar con su divino dedo morado a su sucesora por la gracia de Iglesias. El hombre que vino a regenerar la política y acabar con la casta actúa como los viejos partidos sin molestarse siquiera en disimular. Así las cosas, ahora ha decidido por su cuenta y riesgo quemar las naves para evitar el naufragio de la izquierda en Madrid, la plaza que puede ser su tabla de salvación o su tumba política, en función de lo que los madrileños decidan el 4 de mayo y los pactos que se alcancen tras los resultados de las urnas. 

Solo falta que Sánchez se una a la fiesta

Entretanto hay que permanecer atentos a las pantallas para seguir los movimientos de Sánchez, quien por ahora acepta el trágala de Iglesias y nombra vicepresidenta a Yolanda Díaz. También conviene que nos fijemos bien en la cara del presidente para comprobar si a partir de la marcha de Iglesias y de las elecciones en Madrid duerme mejor o, si por el contrario, presenta síntomas de haberle pedido a su gurú Redondo que vaya pensando en una fecha para un posible adelanto de las elecciones generales. Con el centro derecha desarbolado y en expectativa de destino y Podemos con la atención centrada en Madrid, no debería sorprendernos a estas alturas que Sánchez se una a la fiesta con otro golpe de efecto cuando menos lo esperemos. 

(EP)

Acostumbrados como estamos ya los españoles a que los políticos brujulen en función de sus intereses y no del interés general, seguro que nos limitaríamos a enarcar una ceja y a continuar con nuestras vidas restringidas y recortadas como Dios no viene dando a entender desde hace ya un año. La pandemia, la crisis económica y social o el prosaico reparto de miles de millones de euros procedentes de la UE pueden esperar: lo primero es lo primero y lo que toca ahora y de nuevo es que los políticos encuentren sus acomodo y bienestar, lo demás es secundario.    

Del bipartidismo al camarote de los Hermanos Marx

Los ilusos españoles que creíamos que el fin del bipartidismo traería aire fresco y regeneraría la vida política, vemos hoy que lo que trajo fue populismo, ruido y confusión y, sobre todo, mucha más gente disputándose el pastel de nuestros impuestos. Hasta tal punto el clima político se ha deteriorado que no pocos empezamos a añorar los tiempos del aburrido turnismo entre el PP y el PSOE. La enésima trifulca política en curso nos lleva en esta ocasión a Murcia, en donde Ciudadanos, una de las llamadas "fuerzas emergentes", decidió romper su pacto con el PP y aliarse con el PSOE para hacerse con su primer gobierno autonómico. Todo ello, faltaba más, con la bendición de Moncloa, con la que el acuerdo llevaba semanas negociándose. 

Epicentro en Murcia y tsunami en Madrid

La onda expansiva alcanzó enseguida Madrid, plaza política de primer orden, y pilló a todo el mundo por sorpresa, incluido Ciudadanos: la presidenta popular Ayuso cesó de inmediato a los consejeros naranja con los que gobernaba y le madrugó a la oposición con un adelanto electoral antes de que le cayeran encima dos mociones de censura casi a la vez, lo cual debe haber batido varios récords históricos. Es de nota que ambas mociones se las presenten dos partidos que hasta ayer no habían movido un dedo para desalojar a Ayuso, pero a la que no han cesado de denostar cada día con el inestimable apoyo de señalados medios de comunicación. 

(EFE)

Son los mismos partidos, por cierto, que presumen de demócratas pero critican la convocatoria de elecciones, probablemente mucho más por miedo a perderlas que por inoportunas en la actual situación, aunque lo sean. No entraré en la pugna jurídica sobre si prevalece la convocatoria o las mociones, un asunto que seguramente se dilucidará en los tribunales en los que, como es de sobra conocido, los jueces están mano sobre mano sin otra cosa mejor que hacer que desenredar los líos que organizan los partidos políticos. 

Ayuso desatada y Casado se difumina

Si al final hay elecciones y las gana Ayuso, en el horizonte se dibuja un pacto con Vox - otros regeneracionistas de tomo y lomo - y a renglón seguido un ataque de nervios de Pablo Casado, que no gana para disgustos después del nuevo porrazo en Cataluña. Con una Ayuso desatada contra todos, incluidos propios y extraños, la estrategia de Casado de poner tierra de por medio con los de Santiago Abascal, que con tanto esmero viene cultivando en los últimos tiempos, se iría literalmente por el sumidero y sus barones empezarían a serrucharle la silla de una presidencia que no termina de cuajar. 

(EFE)

Más incierto es si cabe el futuro de Inés Arrimadas después de un paso que la coloca a merced de Pedro Sánchez. Todo dependerá de que el presidente la utilice para atar corto a Pablo Iglesias y evitar que el líder de Podemos - otros regeneradores también venidos cada vez a menos-  se le suba al monte más de lo que ya lo hace. Si Sánchez sigue durmiendo bien por las noches, la señora Arrimadas, a la que muchos de los suyos le afean sin miramientos la maniobra murciana, ya puede ir pensando en afiliarse al PSOE para seguir en política o hacer pareja en Twitter con Rosa Díez. 

Para cantar bingo y hacernos aún más felices, solo falta ya que la inestabilidad se extienda también a las otras plazas que gobiernan naranjas y populares: el ayuntamiento de Madrid, Castilla y León - en donde el PSOE también censura sin importarle para nada la pandemia y a sabiendas de que no prosperará la iniciativa - y Andalucía, en donde de momento parece haber continuidad. En resumen, si en todo sistema democrático saludable es imprescindible una alternativa política viable a los partidos en el poder, en España y después de lo de ayer no está ni se le espera por mucho falta que haga. 

(EP)

¿Pandemia? ¿Qué pandemia?

La otra cara de este enésimo circo político es la de los españoles, una cara de estupor y hastío. Nada de lo que ayer hicieron o dijeron los líderes políticos servirá en la lucha contra la pandemia o para la reactivación de la economía, algo que suena tan de Perogrullo que hasta produce sonrojo mencionarlo. Este es otro episodio más de ruido y furia que ha vuelto a dejar a la vista de todos que la verdadera agenda de los partidos no es que salgamos más fuertes de la crisis o que nadie se quede atrás. 

Lo que verdad les ocupa casi a tiempo completo es pelearse por los sillones y los cargos, como si no hubiera un mañana o no hubieran muerto 70.000 personas o la economía esté en coma inducido y no haya millones de familias viviendo en la más absoluta incertidumbre sobre su futuro. La situación se va pareciendo cada vez más a aquella escena de "El camarote de los Hermanos Marx" en el que todo el mundo entraba pero nadie salía. Ya solo falta que alguien desde dentro grite aquello de ¡y dos huevos duros!  

Rebatiña política en el Poder Judicial

En no pocas ocasiones las palabras ocultan mucho más de lo que revelan; incluso ocurre con frecuencia que deforman por completo la verdad hasta transmitir una idea absolutamente contraria de la realidad. Esto no suele ocurrir casi nunca por casualidad y mucho menos en el ámbito de la política, la actividad humana que con seguridad más retuerce las palabras para que digan cosas distintas de lo que se supone significan. El arte de convencer pero también de embaucar y engañar mediante la palabra es suficientemente conocido y antiguo como para que sea preciso extenderse más en él. 

Cuando escribo esto asistimos en España a otro de esos habituales momentos en los que las palabras son únicamente trampantojos con los que los políticos pretenden hacernos ver lo que desean que veamos y no lo que en realidad se esconde detrás. Ante mí tengo en estos momentos varios periódicos con titulares en los que se habla de "negociaciones" entre los partidos para renovar la cúpula del Consejo del Poder Judicial, el llamado "gobierno de los jueces". El verbo negociar sugiere oferta y contraoferta, precio y condiciones, compra y venta. Sin embargo, los medios le dan un aura de respetabilidad y hasta de buenas maneras democráticas a lo que no es otra cosa que un mercadeo de cargos públicos para un poder del estado en función del color político.

Montesquieu ha muerto

Nunca más en vigor que en estos días la lapidaria frase de Alfonso Guerra proclamando que Monstesquieu había muerto. Porque, efectivamente, desde la época del filósofo francés ha sido máxima teórica de la democracia el principio de la separación de poderes para que ninguno se imponga sobre los otros. Pero, como en tantas otras cosas de la vida, la teoría va por un camino y la práctica por otro, generalmente el contrario. Que el poder legislativa no es más que el brazo que aplaude o abuchea a los partidos del gobierno es cosa bien sabida desde hace mucho tiempo. Es cierto que históricamente hubo un periodo en el que los gobiernos temblaban cuando llevaban sus iniciativas al parlamento. Ahora, la cúpula del partido o los partidos que controlan al ejecutivo solo deben cuidarse de tener dóciles parlamentarios que voten obedientemente lo que tengan a bien decidir sus superiores y amados líderes. 

Controlado así el legislativo, toca ir a por el judicial, que se puede convertir en una verdadera molestia si algún político es pillado con las manos en la masa. Formas de controlar a los jueces hay muchas y van desde el sistema de acceso a la carrera judicial, el sueldo, los destinos o los mecanismos de ascenso a la cúspide de la judicatura. Así que los partidos, indistintamente del color, descubrieron que repartirse el nombramiento de los altos cargos del poder judicial por un sistema de cuotas en función de la afinidad política, les permitiría contar teóricamente con alguien siempre dispuesto a echar un cable en caso de apuro. 


La perversidad de jueces "progresistas" y "conservadores"

Es aquí en donde entra en juego esa chirriante terminología de jueces "progresistas" y "conservadores" con que los medios gustan motejar a los representantes del estamento judicial, comprando así el lenguaje averiado y mendaz de los políticos. Y en eso están estos días nuestros amados representantes, intercambiando cromos de jueces "progresistas" y "conservadores" como cuando de chicos intercambiábamos estampitas de Di Stefano o Tonono. Es cierto que la Constitución establece que el Congreso y el Senado - es decir, los partidos políticos - designarán a 8 de los 20 vocales que conforman el pleno del Consejo de Poder Judicial y que esos vocales deberán ser juristas de reconocido prestigio. 

Nada dice en cambio de cómo deben elegirse los 12 vocales restantes, lo que sugiere claramente la idea de que los padres de la Constitución no tenían en mente la rebatiña actual, en la que los partidos trapichean con los nombres de jueces y magistrados sin el más mínimo decoro democrático. Dicho de otra manera, en lugar de aprobar una ley que establezca que deben ser los jueces y magistrados quienes elijan a los 12 vocales en cuestión, un buen día decidieron ahorrarles esa molestia y elegirlos ellos mismos. Ese buen día tuvo lugar en 1985, cuando el PSOE y el PP aprobaron la modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1980 en la que sí se establecía que los 12 vocales los elegirían jueces y magistrados. 

A partir  de ese momento, fueron también el Congreso y el Senado - insisto, los partidos políticos - los que se arrogaron una función que solo proyecta desconfianza sobre la independencia de la Justicia. A la piñata se ha unido ahora Podemos, los "regeneradores" de la política, que en esto no le hace ascos a intercambiar cromos con el PP si con ello puede colocar a algún magistrado o magistrada de su cuerda en lo más alto de la cúpula judicial. La bendición del perverso sistema se la dio una ingenua sentencia del Constitucional, que avaló el cambio legal y con angelical ternura aconsejó a los partidos que no lo usaran para convertir el Consejo del Poder Judicial en un bazar turco. Como salta a la vista, los partidos se han pasado por el forro el bienintencionado consejo y se han dedicado a lo que mejor saben hacer, repartirse el poder judicial en función del color político. 

La solución es sencilla, pero no interesa

El colmo del esperpento viene de la mano de alguna magistrada de nítido pasado partidista, que defiende sin sonrojarse que le corresponde un puesto "progresista" en el Poder Judicial, precisamente por su afinidad pública y notoria con un determinado partido. Es la misma magistrada que no se priva de criticar que el partido rival la vete y pretenda colocar a algunos de su cuerda, corroborando así que para ella el gobierno de los jueces debe salir de un mercado persa en donde "progresistas" y "conservadores" luchen a brazo partido por los puestos. Todo lo anterior, con ser lamentable y penoso, no significa que, en general, los jueces y magistrados así nombrados no sean honrados a carta cabal y leales servidores públicos de la Justicia.  Sin embargo, el solo hecho de tildarles de "progresistas" y "conservadores" ya arroja una sombra de sospecha sobre ellos por cuanto da pie a pensar que sus actos judiciales pueden estar motivados más por el sesgo ideológico que por el Derecho, por otra parte siempre interpretable. 

Como se puede desprender de todo lo anterior, acabar con esa sospecha  está en manos precisamente de los partidos políticos, los cuales solo tendrían que aprobar una ley que devuelva a los jueces la potestad de elegir a quienes quieren que les gobiernen. Resulta sarcástico que los partidos, ahora entregados con entusiasmo al reparto de estampitas judiciales, prometieran cuando estaban en la oposición que pondrían fin a este estado de cosas para garantizar la independencia de la Justicia. Sin embargo, en cuanto han llegado al gobierno han sufrido un inesperado ataque de amnesia y, como por inercia, se han entregado de nuevo a fondo a la mal llamada "negociación", vulgo espectáculo bochornoso llevado a cabo en pleno día, con alevosía y sin una pizca de vergüenza democrática.