Sahara: Marruecos se asusta

Enfrascados en los asuntos domésticos como están, los medios de comunicación españoles apenas han resaltado una noticia que puede traer consecuencias trascendentales para encontrar una salida justa al viejo conflicto del Sahara Occidental que, casi cuarenta años después, continúa en punto muerto.

Me refiero a la petición que el lunes hará EEUU al Consejo de Seguridad de la ONU para que la Misión de Naciones Unidas en ese territorio (MINURSO) asuma competencias sobre derechos humanos en la zona y en los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf. Se trata de la única misión de las muchas que la ONU tiene repartidas por el mundo que no posee esas competencias en un territorio en el que las denuncias de violaciones de derechos humanos han sido tan reiteradas como ignoradas.

La tenaz negativa del país ocupante, Marruecos, con el inestimable apoyo de Francia y de España, temerosos de poner en riesgo sus respectivos intereses económicos en el reino alaui, explican que los soldados de la MINURSO se encuentren en el territorio en calidad de meros testigos mudos e impotentes de lo que allí ocurre.

La propuesta norteamericana ha puesto a Marruecos en estado casi de alarma nacional: de inmediato ha comenzado a desarrollar una febril actividad diplomática para intentar detener el golpe y hasta ha suspendido unas maniobras conjuntas con EEUU. Esa propuesta, que se votará a finales de la próxima semana, ya ha sido entregada al llamado Grupo de Países Amigos del Sahara Occidental entre los que se encuentran, por paradójico que resulte, Francia y España. Cabría pensar que con amigos como estos, apenas necesita el pueblo saharaui enemigos.


Pero, ironías al margen, la iniciativa obligará a Francia a retratarse ante el Consejo de Seguridad de la ONU, en el que tiene derecho a veto. Si Hollande se pone de parte de Marruecos, como hace prever su reciente alabanza durante una visita a Rabat de la autonomía que el Gobierno alaui quiere imponer en el Sahara, demostrará que le importan más los negocios franceses en el Magreb que los derechos humanos en el territorio ilegalmente ocupado.

España, a la que la ONU sigue considerando potencia administradora del Sahara mientras no se resuelva la descolonización pendiente, tiene también una oportunidad de oro para acabar con la ambigüedad que ha presidido su política en la zona, siempre mucho más atenta a no enfadar al “primo” marroquí que a cumplir sus responsabilidades como antiguo país colonizador del territorio.

Sin entrar en las razones que han llevado a EEUU a plantear esta iniciativa, su éxito o su fracaso determinarán que Marruecos pueda seguir vulnerando impunemente los derechos humanos en el territorio ocupado al tiempo que mantiene el status quo político mediante una promesa de autonomía que rechazan los saharauis. Aunque no es el riesgo de verse acusado por la ONU de violar los derechos humanos lo que más asusta al gobierno marroquí.

Su preocupación nace de que, después de este movimiento de ficha, pueda producirse otro que suponga la celebración del temido referéndum de autodeterminación que permita a los saharauis decidir sobre su futuro, la única salida ajustada al derecho internacional para resolver el conflicto. Ello pondría en serio peligro poder continuar explotando en exclusivo provecho propio los ricos recursos naturales del Sahara, de ahí el nerviosismo que cunde estos días en Rabat.

No obstante, la solución del conflicto sigue donde siempre ha estado: en el tejado de la ONU y, particularmente, en el de Francia y España, víctimas voluntarias e interesadas durante décadas del chantaje marroquí apenas se les ocurriera alzar la voz para afearle la ilegal ocupación saharaui y la vulneración de los derechos humanos. Aunque hay que reconocer que no son muchas las esperanzas, confiemos en que en esta ocasión la llamada comunidad internacional pase de las palabras a los hechos y al menos acabe de una vez con la impunidad marroquí en el Sahara Occidental.

AENA: cuando siempre pagan los ciudadanos

La Audiencia Nacional acaba de eximir a AENA de cualquier responsabilidad patrimonial por el caos que provocaron sus controladores durante el puente de la Inmaculada de 2010. En la sentencia publicada ayer se argumenta que el plante de los trabajadores de gestor aeroportuario español fue grave pero imprevisible y de imposible planificación para cualquier empresa; no fue una huelga anunciada y convocada por los cauces legales sino una protesta salvaje que afectó a unos 300.000 pasajeros y causó pérdidas millonarias a agencias de viaje, compañías aéreas, touroperadores y hoteleros.

Dice la sentencia que resultaría paradójico condenar a la empresa contra la que iba dirigida la protesta y, en consecuencia, la exime de responsabilidad patrimonial como si los controladores no cobraran sus sueldos de AENA. Los daños que sufrieron y los perjuicios que padecieron los pasajeros y los sectores económicos implicados no encuentran así consideración alguna en este fallo que parece asimilar lo ocurrido a un temporal de nieve o a cualquier otra causa de fuerza mayor que impidiera que el tráfico aéreo se desarrollara con normalidad. 


Sin duda, la sentencia habrá sido recibida con un suspiro de alivio en el Ministerio de Fomento y en AENA, una empresa ahogada en números rojos y en proceso de privatización. No es probable que a los centenares de miles de pasajeros que se quedaron tirados en los aeropuertos y a las empresas que se vieron afectadas les satisfaga la decisión judicial contra la que ni siquiera cabe recurso. Sus derechos como consumidores y sus intereses como empresarios se ignoran como se han ignorado en otras ocasiones similares a aquella.


Sin embargo, el hecho de que sea de muy difícil cuantificar y detallar el daño económico y moral causado no debería traducirse en resignación y encogimiento de hombros. La Audiencia podría haber empezado por unificar en un solo proceso las miles de reclamaciones dispersas por numerosos juzgados en los que se han producido varios fallos contradictorios entre sí. Ha preferido en cambio ignorar ese caos jurídico y dictar un fallo que, paradójicamente, a quien único satisface es a AENA y a los causantes del problema.

La imprevisible protesta salvaje y desmesurada de los controladores de la que habla el fallo judicial no lo fue tanto si recordamos que AENA y sus empleados llevaban meses de enfrentamientos a propósito del número de horas de trabajo. De hecho, en algún que otro aeropuerto ya se habían producido plantes similares al que, ampliado y agravado, se produjo durante el inicio del puente de la Inmaculada. El mismo día en el que los controladores alegaron una falsa enfermedad colectiva para no acudir a sus puestos de trabajo, sus representantes y la opinión pública esperaban un decreto del Consejo de Ministros estableciendo el número de horas máximas que debían trabajar en las torres de control. La protesta se mascaba en el ambiente y al final llegó con las consecuencias conocidas para los pasajeros, la militarización de las torres de control, el cierre del espacio aéreo y la primera declaración en democracia del estado de alarma nacional.

Pues bien, a pesar de esos antecedentes, el fallo de la Audiencia Nacional no sólo exime a AENA de asumir los daños patrimoniales causados por sus propios trabajadores sino que condena indirectamente a los ciudadanos, que no han tenido arte ni parte en lo sucedido, a asumir los costes de los platos rotos por otros. Por eso, el desalentador mensaje que envía este fallo es que de poco sirven las quejas, protestas y reclamaciones por el incumplimiento de los compromisos adquiridos si al final cabe la posibilidad de alegar imprevisibilidad, fuerza mayor o cualquier otra justificación.

Después de esta sentencia queda aún abierta la vía penal contra los responsables de aquel caos aéreo. Es de esperar que alguna sanción recaiga sobre ellos para resarcir al menos en parte a los miles de ciudadanos atrapados en un conflicto con el que no tenían nada que ver y con cuyas consecuencias no se les puede cargar como acaba de hacer la Audiencia Nacional.

Escrache a la democracia

No han caído en terreno baldío las mal disimuladas advertencias de la banca al PP y al Gobierno para que fueran “prudentes” en la ley antidesahucios. Para comprobarlo no hay más que echar un vistazo al texto que los populares han pergueñado uniendo su insuficiente decreto y la Iniciativa Legislativa Popular sobre este asunto. Cualquier parecido con la realidad entre lo que pidieron un millón y medio de ciudadanos y lo que se recoge en la propuesta de los populares es mera casualidad.

Las principales demandas de las plataformas antidesahucio eran la dación en pago de la vivienda para saldar la deuda con el banco, la paralización de las ejecuciones hipotecarias en curso y los alquileres sociales. Nada de esto se ha recogido en el texto que finalmente se convertirá en ley y entrará en vigor más pronto que tarde. Las enmiendas con las aportaciones de la oposición y que además hacían suyas las peticiones de la ILP tampoco se han tenido en cuenta, salvo algunos pequeños detalles para proyectar la idea de que el PP ha buscado el consenso y ha aceptado propuestas del resto de los partidos políticos.

Es dudoso incluso que esta nueva ley con la que el PP y el Gobierno aseguran que van a detener el drama de los desahucios del que acusan al PSOE, cumpla con la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que consideró abusiva  la legislación hipotecaria española. Como era de esperar ante su cerrazón y su temor ante la reacción de la banca a cuyo saneamiento contribuimos todos los ciudadanos, el PP se ha quedado completamente solo defendiendo un texto que, sin duda, supondrá una salida en falso del grave problema social que para miles de familias representa la pérdida de sus viviendas debido a la crisis.

Su actitud refleja una profunda insensibilidad social y una preocupante incapacidad para la negociación y el acuerdo, algo que por otro lado no es nada nuevo habida cuenta la ristra de decretos ley que acumula desde su llegada al Gobierno sobre asuntos de profundo calado social, político y económico. Negociar y consensuar no es algo que caracterice a este Gobierno por mucho que sea esa la imagen que quiere dar de sí mismo; se le da mucho mejor amenazar, multar y llamar nazis a quienes protagonicen escraches a políticos, forma de protesta sin duda antidemocrática y peligrosa, pero que posiciones como las que defiende el PP en materia de desahucios ayudan a alimentar.

Tampoco le gustan al Gobierno y al PP la iniciativa de la Junta de Andalucía para frenar los desahucios que, a pesar de las dudas sobre su legalidad respecto de la cual no se ponen de acuerdo los propios expertos en Derecho, representa al menos una propuesta original y ambiciosa que tiene la virtud de no plegarse ante el dictado de los bancos y sus sagrados intereses. Una ley antidesahucios mucho más generosa y justa para con los afectados por las hipotecas habría sido posible si el PP y el Gobierno no hubiesen preferido escrachar la ILP y las propuestas de la oposición para no molestar a la banca que, una vez más, gana la batalla.

Monarquía: pacto roto

A la muerte de Franco la Jefatura del Estado pasó de las manos del dictador a las de su designado, el rey Juan Carlos. El traspaso de poderes se legitimó políticamente a través de la Constitución de 1978 que apoyaron por mayoría los españoles, aún sin haber tenido la oportunidad de elegir previamente entre monarquía parlamentaria y república. Hacer conjeturas a posteriori sobre lo qué habría sido mejor sólo conduce al terreno de la ficción histórica y a las hipótesis de imposible comprobación. Primaba el pragmatismo político para conjurar los demonios del pasado y la mayoría de los españoles, ansiosos de iniciar una nueva etapa en paz y libertad, así lo entendió también.

Aquella especie de pacto tácito entre el país y la monarquía parlamentaria implicaba que la cabeza del Estado se convertía en garante de la unidad nacional y, sobre todo, que reinaba pero no se inmiscuía en la vida política cotidiana. Y por supuesto, se daba por sentada su rectitud ética y moral tratándose como se trataba de la más alta magistratura pública de la nación. De ahí que apenas se cuestionase que la Constitución que convalidó la monarquía nacida de la dictadura levantara un alto muro de opacidad en torno a la Casa Real que ahora está empezando a desmoronarse.

No cabe duda de que los servicios de la Corona a la causa de la democracia, particularmente el 23-F, contribuyeron no sólo a mantener en pie ese muro sino a proyectar de la Casa Real una imagen cuasi idílica y de cuento de hadas. De las actividades de los miembros de la realeza sólo se podía hablar en términos elogiosos si se hacía en los medios de comunicación serios y en tono empalagoso si se hacía a través de la prensa del corazón. La Casa Real se convirtió así en asunto tabú para la prensa y para la clase política de este país, de manera que cualquier asunto comprometedor para la monarquía se contaba con sordina o sencillamente no se contaba porque podía resultar desestabilizador para la democracia.

La monarquía española ha vivido así un remanso de paz y parabienes certificado por los sondeos de opinión que ha durado casi cuatro décadas. Durante todo este tiempo muy pocos se preguntaron cuánto costaba al erario público la institución, en qué se empleaba ese dinero, cuál era la fortuna personal del rey y qué había de cierto en los rumores que circulaban sotto voce sobre determinados comportamientos del monarca. Todo iba bien y sobre ruedas, había monarquía para rato y de nada había que preocuparse.

Hasta que todo empezó a ir mal: la profunda e interminable crisis económica con sus dramáticas consecuencias sociales en forma de paro y pobreza y la gangrena de la corrupción pública y privada han abierto la espita de las preguntas y el desafecto social de las que nadie se libra. Como demuestran las recientes encuestas de opinión en las que por primera vez son mayoría los españoles que desaprueban la monarquía, la corona tampoco se libra de los reproches, las críticas, las exigencias y las preguntas. Se acabaron los terrenos vedados, las zonas oscuras, los tabúes y los miedos: están cayendo los velos que nadie hasta ahora, empezando por los medios de comunicación, se habían atrevido a rasgar.

Y lo que aparece detrás de ellos no anima a mantener el pacto tácito suscrito en los inicios de la Transición: presunta corrupción en los aledaños mismos de La Zarzuela, fortunas personales opacas y comportamientos poco éticos o edificantes han puesto a la institución, la más respetada del país hasta ahora, en la picota. Intentando hacer de la necesidad virtud, fue la propia Casa Real la que pidió al pacato gobierno del PP que se la incluyera en la Ley de Transparencia que, de momento, suena sólo a gatopardismo político: “si queremos que todo siga igual es necesario que algo cambie”.

Estos gestos casi a la desesperada de la monarquía para intentar cerrar las profundas grietas que se han abierto en su prestigio hasta ahora inmaculado cuentan con el apoyo de los dos principales partidos políticos del país, temerosos de meter el bisturí en una Constitución concebida como un tótem sagrado al que no conviene tocar para no desencadenar las iras de los dioses. Pero esa actitud gazmoña no ha impedido que resurja con fuerza el debate sobre monarquía versus república.

Hay quienes incluso niegan que tal debate exista aunque, por si acaso, lanzan anatemas sin cuento contra aquellos que osan ponerlo sobre la mesa. Pero sus deseos chocan con la realidad: el debate existe y se extiende ahora que los ciudadanos, cada día más incrédulos ante la política y sus maestros de ceremonias, empiezan a comprender que la confianza en el cumplimiento de las cláusulas del pacto con la monarquía ha sido traicionada.

En cualquier caso resulta paradójico que sean partidos democráticos los que quieran acallar un debate plenamente democrático y sereno. Resulta pueril escuchar argumentos como que ahora no es el momento, que igual sirven para un roto que para un descosido. En democracia cualquier momento es bueno para debatir y tomar decisiones y el actual es tan bueno o mejor que cualquier otro, habida cuenta de la deteriorada imagen que la monarquía proyecta sobre la mayoría de los españoles. Debatamos entonces.

Venezuela se parte en dos

Poco tiene que celebrar hoy el ungido Nicolás Maduro tras los resultados de las elecciones presidenciales de ayer en Venezuela. Su raquítica victoria por poco más de 200.000 votos frente al opositor Capriles no es como para tirar cohetes ni celebrarla en las calles con “música, tambores y cánticos”. El resultado electoral deja una Venezuela literalmente partida por la mitad entre chavistas y opositores, dos mitades hoy por hoy irreconciliables fruto de años de acoso y hostigamiento a quienes no comulgan con el credo chavista y su populista gestión política y económica.

A expensas de lo que depare la exigencia de Capriles de que se cuenten uno por uno todos los votos antes de otorgarle credibilidad a los resultados electorales, cabe preguntarse cuál habría sido el veredicto de las urnas si el oficialismo no hubiese usado en su favor toda la maquinaria del Estado y los medios de comunicación. Es probable que de haberse celebrado estas elecciones en condiciones de equilibrio para ambos candidatos, el resultado hubiese sido otro bien distinto y tal vez el chavismo habría recibido un golpe de muerte.

Pero ni aún empleando en su beneficio el aparato estatal y los recursos públicos ha podido Maduro superar a su oponente por más del 1,5% de los votos, lo que pone en evidencia que Maduro no es Chávez – por mucho que hasta imite su modo de hablar y le invoque en forma de pajarito – y que el chavismo parece haber empezado a perder la fuerza que le confería la figura del caudillo fallecido y empleado como talismán en la campaña electoral.

En sólo seis meses, los que van de las elecciones de octubre del año pasado que ganó Chávez con el 55% de los votos, a las celebradas ayer, en las que no llegó al 51%, el chavismo ha perdido 600.000 votos que ha recogido la oposición a pesar de todos los impedimentos a los que se ha enfrentado y a los ataques e insultos sin cuartel que ha recibido su candidato Capriles desde las filas oficialistas. De confirmarse la legitimidad y limpieza de la exigua victoria de Maduro y obviando el desequilibrio de medios entre oficialismo y oposición durante la campaña, el presidente encargado y ahora electo tiene ante sí una tarea muy complicada con la reconciliación nacional como objetivo más urgente.

Difícilmente podrá afrontar los problemas económicos, sociales y políticos que padece Venezuela si no tiende la mano a quién, técnicamente, le ha igualado en las urnas. Pasada la campaña y las elecciones es la hora de la responsabilidad y de gobernar para todos los venezolanos, chavistas u opositores. La inflación galopante, la escasez de productos básicos, la insuficiencia energética, la depreciación de la moneda, el disparatado déficit público, la corrupción pública, las lagunas democráticas, la fractura política, la dependencia del petróleo y la escalofriante inseguridad ciudadana son retos de tal magnitud que sólo cabe afrontarlos con éxito desde la colaboración leal y no desde la arenga populista y la demonización del adversario.

Esa es la situación a la que han llevado a Venezuela catorce años de chavismo del que hay que pasar página de una vez y hacerlo con el concurso de todos los venezolanos. La incógnita es si Maduro, si finalmente se confirma su victoria, sabrá demostrar la responsabilidad que se necesita para estar a la altura de la difícil situación por la que atraviesa su país.

El interminable entierro de Chávez

Un mes se cumple hoy del fallecimiento de Hugo Chávez. Sin embargo, el que fuera presidente venezolano durante 14 años sigue vivo y aleteando sobre el futuro del país. Sus seguidores pasearon dos veces en kilométricas comitivas sus restos insepultos por las calles de Caracas y, un mes después de su fallecimiento, sigue sin poder descansar en paz. Los chavistas apelan a su liderazgo, ahora en forma de pajarito “chiquitico”, para vencer en las elecciones del próximo día 14 ante Henrique Capriles, el candidato de “la burguesía”, como le espetan el oficialista Maduro y los suyos.

Suerte que esta será una de las campañas electorales más cortas de la historia de Venezuela porque, oído lo oído y visto lo visto, es inimaginable lo que podrían llegar a decirse y de qué podrían llegar a acusarse oficialismo y oposición. La sarta de disparates gritados a voz en cuello estos días da ya para escribir un grueso tomo. Un par de perlas: Maduro, el elegido, ha dicho cosas tan profundas, además de la del “pajarito”, como que “en cualquier momento Chávez convoca una constituyente en el cielo para cambiar la Iglesia en el mundo y que sea el pueblo el que gobierne". También ha pontificado que "nuestro comandante ascendió al cielo y está frente a Cristo. Influyó para que se convocara a un Papa sudamericano".

Si sumamos a estos dislates las acusaciones mutuas de fraude electoral, demencia y corrupción tendremos una radiografía bastante exacta de los derroteros por los que está transcurriendo esta primera campaña electoral sin la figura física de Chávez en el poder pero con su espíritu bien visible sobrevolando los destinos del país. Este griterío que domina la campaña de los dos máximos aspirantes a la presidencia de Venezuela apenas les deja espacio para explicar a los ciudadanos qué piensa hacer cada uno para resolver los graves problemas del país: inseguridad, carencia de productos básicos para la población, devaluación de moneda, separación de poderes, libertad de prensa, respeto a las minorías, fractura política entre chavistas y antichavistas o transparencia en la gestión pública.

En realidad, es una suerte que a la campaña sólo le quede una semana porque, para la solución de esos problemas, se necesitan mucho más que frases ingeniosas y arengas populistas y esas soluciones urgen. Quien gane las elecciones del día 14 – y todo hace indicar que será Maduro – recibirá en herencia un país de vastos recursos naturales pero en el que, pese a los avances sociales alcanzados bajo los gobiernos de Chávez, aún hay enormes bolsas de pobreza y un profundo déficit democrático.

Enterrar de una vez al comandante fallecido como argumento para la lucha política y el ejercicio de la responsabilidad de gobierno es la primera y más urgente tarea que deberá afrontar el presidente que salga de las elecciones. Un cadáver no puede seguir gobernando Venezuela por más tiempo ni de él pueden seguirse esperando las respuestas a todos los problemas del país: las deben buscar los venezolanos y sus representantes, aunando esfuerzos y superando diferencias. Como dice un proverbio ruso, “añorar el pasado es correr tras el viento”.

Su Alteza ante el juez

Dijo el rey en la Navidad de 2011 que “la Justicia es igual para todos”. Arreciaba entonces el escándalo de su yerno Urdangarín y algo había que decir para salir del paso. Ahora, el juez Castro que lleva ese caso acaba de tomarle literalmente la palabra y ha decidido tener un cara a cara con la hija menor del monarca, llamada a declarar en calidad de imputada el próximo día 27, sábado, como manda la tradición. Quiere despejar la duda de si la infanta era solo una mujer florero que no se enteraba de lo que hacía su marido o si por el contrario consintió en que se usara su nombre y tratamiento para allanarle el camino en sus turbios negocios con las administraciones públicas.

Es una duda más bien retórica, porque los correos electrónicos que el ex socio de Urdangarín le ha hecho llegar en los últimos tiempos al juez evidencian que la infanta estaba al cabo de la calle de lo que se cocía en el Instituto Nóos, de cuya junta directiva también formaba parte. De ahí que el juez hable de “cooperación necesaria” e incluso de “complicidad”. Palabras mayores para una infanta de España, el primer miembro de una familia real europea que tendrá que vérselas cara a cara con un juez de instrucción.
La Casa Real, que tras conocer la noticia dijo que no “valora decisiones judiciales”, no tardó en hacerlo: se “sorprende” del cambio de criterio del juez, hasta ahora remiso a imputar a la infanta, y aplaude que la Fiscalía, convertida de pronto en abogado defensor de Su Alteza, haya decidido recurrir la imputación. Si eso no es una valoración en toda regla se le perece como se parecen dos gotas de agua.

¿Justicia igual para todos?

En efecto, el juez Castro ha dado un importante paso para hacer realidad que la Justicia es igual para todos y su decisión significará que la infanta Cristina tendrá que hacer también el paseíllo judicial que ya ha protagonizado su marido y su ex socio y esposa, su secretario personal y el asesor de la Casa Real. Sin embargo, la última palabra no está dicha. Su propio auto de imputación es toda una señal de que, de momento, no se puede hablar de “Justicia igual para todos”.

Ningún juez se habría molestado en redactar una veintena de folios con toda suerte de justificaciones para citar como imputado a cualquier otro ciudadano. José Castro se arma de argumentos y apela a las palabras del rey en el mensaje de Navidad, dice no creer que el monarca no advirtiera a su hija de los negocios poco claros de su marido y remata asegurando que imputarla es la mejor manera de no cerrar en falso la investigación, lo que suena a que la presión social no ha jugado un papel menor en su decisión. Por momentos da la sensación de estarle lanzando un salvavidas, por incómodo que resulte, para ayudarla a escapar con bien del naufragio y que no quede como un mero objeto decorativo en los trapicheos de su marido.

Por otro lado, ningún fiscal se habría tomado el trabajo de preparar un recurso contra una simple imputación sin acusaciones concretas y más bien para aclarar dudas si el afectado no fuera un miembro de la Casa Real. Será ahora la Audiencia de Palma la que acepte o rechace el recurso del Fiscal aunque no está claro si, en caso de aceptarlo, se mantiene la imputación a la Infanta.

La monarquía en la encrucijada

Pero mientras la Justicia sigue sus intrincados caminos, ni la infanta ni la Casa Real pueden continuar ocultando la cabeza bajo el ala. La monarquía está seriamente dañada por este escándalo al que se añaden las meteduras de pata del rey con sus cacerías exóticas, sus relaciones personales poco claras, en las que incluso parece haber involucrado al Gobierno, y las recientes sospechas sobre su herencia paterna en Suiza. Lo mínimo que debería hacer Su Alteza imputada es apartarse inmediatamente de la línea sucesoria por más que ocupe el séptimo lugar de la misma. Si a los políticos sorprendidos en falta se les pide la dimisión inmediata, con más razón hay que exigírsela a un miembro de la familia real en las mismas circunstancias y que vive a costa del erario público sólo por ser pariente directo del rey.

También el rey tiene que hacer de una vez un ejercicio de transparencia y dar la cara de verdad ante los ciudadanos – que no súbditos - de este país, alarmados de que, mientras la crisis golpea sus vidas y haciendas, en la cúspide del Estado se acumulan comportamientos poco éticos y poco ejemplarizantes, escandalosos y hasta presuntamente delictivos. El agua turbia ha subido tan arriba en La Zarzuela que ya no basta con un “lo siento, no volverá a ocurrir”. Abdicar empieza a ser la única salida que le va quedando al rey y cuanto más tiempo deje pasar para tomar la decisión más incierto será el futuro de la institución a la que representa.

Corea del Norte no es cosa de broma

Se devanan los sesos estos días los analistas internacionales intentando adivinar qué se esconde realmente detrás de la escalada de apocalípticas amenazas lanzadas por el régimen de Corea del Norte contra su vecino del Sur y contra Estados Unidos, con 40.000 soldados en la zona. La mayoría coincide en que se trata más de retórica belicista con fines políticos que de una amenaza en toda regla para la región y, por extensión, para todo el mundo. 

No puede olvidarse que, aunque rudimentario, Corea del Norte posee un poderoso aparato militar que incluye armas atómicas con las que está en condiciones de provocar una catástrofe nuclear en la zona e involucrar de paso a China – su aliado más fiel -, Rusia, Estados Unidos y Japón. Es cierto que, según parece, aún está lejos de alcanzar la sofisticación atómica necesaria para amenazar con misiles de largo alcance y que aún tardará varios años en conseguirlo. 

Ello, sin embargo, no debería ser motivo para tomarse a broma las amenazas procedentes del país más hermético del mundo, con una población sojuzgada y empobrecida y gobernado por una casta militar al frente de la cual se sitúa sólo por derechos de herencia un líder imberbe e inexperto que, tal vez, esté buscando con esta escalada la manera de consolidar su poder y hacerse respetar entre los suyos y buscando al mismo tiempo ser escuchado por Estados Unidos.



Recuerdan los analistas que siempre que se acercan elecciones en Corea del Sur en el norte crece la verborrea belicista. También atribuyen esta nueva y dura escalada de amenazas a las recientes sanciones de la ONU tras las últimas pruebas atómicas de Corea del Norte y a las maniobras militares conjuntas entre surcoreanos y estadounidenses en la zona, a las que en esta ocasión se han sumado incluso bombarderos y destructores norteamericanos.

Ambas partes exhiben músculo e intercambian amenazas en una espiral que, de seguir creciendo, no augura nada bueno. Corea del Norte, vestigio arqueológico de un tiempo felizmente superado, se mantiene en pie gracias al apoyo chino, que no ha dudado en utilizarlo cuando le ha convenido para hacer valer sus propios intereses políticos y geoestratégicos, y a la férrea dictadura comunista hereditaria que controla el país. En otra flagrante demostración de sus debilidades, la comunidad internacional y sus organismos supranacionales han sido incapaces de encontrarle salida a una situación que se eterniza desde el final de la Guerra de Corea a mediados del siglo pasado y que terminó con la península coreana dividida en dos partes en virtud de un armisticio – que no en un acuerdo de paz - que 60 años después sigue en vigor.

Puede que desde esta lado del mundo lo que ocurre en Corea nos parezca poco menos que extraterrestre y que la parafernalia militar, las manifestaciones histéricas y los discursos incendiarios de los militares norcoreanos nos muevan a la risa y a la broma fácil. No deberíamos de pasar por alto, sin embargo, el peligro que representa la capacidad destructiva que se puede desencadenar y extender en cualquier momento con trágicas consecuencias si no se rebaja la tensión belicista de los últimos días y no se encuentra una solución definitiva a un anacronismo histórico como el que representa Corea del Norte. La comunidad internacional en su conjunto se enfrenta a un nuevo reto y ojalá en esta ocasión se sitúe a la altura de las circunstancias.

Novartis pierde el juicio

Y lo que es peor para el gigante suizo de la industria farmacéutica: unos cuantos miles de millones de euros que pensaba ganar a costa de la población de la India, cerca de la mitad de la cual vive con menos de un euro al día. El Tribunal Supremo de ese país acaba de rechazar definitivamente la pretensión de Novartis de patentar un fármaco contra el cáncer que no aportaba absolutamente nada nuevo respecto a un genérico con la misma finalidad que ya se fabrica en ese país. La gran diferencia sólo está en el precio: el fármaco de Novartis cuesta más de 3.000 euros por paciente y mes mientras que el genérico indio sale a unos 57 euros por paciente y mes.

La sentencia supone un duro golpe para las grandes multinacionales farmacéuticas, a las que lo único que les mueve es hacer caja sin preocuparse lo más mínimo de que sus medicamentos sólo sean accesibles para una parte muy pequeña de la población, aquella que se los puede costear. Los millones de pobres que necesitan acceder a fármacos seguros y baratos como los genéricos no interesan y, de hecho, sus problemas de salud son sistemáticamente ignorados en los grandes centros de investigación de estos gigantes del fármaco, sólo atentos a las dolencias de los ciudadanos del primer mundo. Simplemente, no son rentables ni dan para pagar nóminas millonarias a sus directivos y abogados.

No es Novartis la primera que sale escaldada y con el rabo entre las piernas después de intentar patentar como novedoso un fármaco que lo único que busca mejorar es el balance contable de la compañía. Antes que ella han recibido la misma respuesta otros gigantes como Roche o Pfizer. El Tribunal Supremo de la India pone en su sitio a estos tiburones del medicamento y permite que el país siga desarrollando su potente industria de medicamentos genéricos, accesibles y económicos, lo que le ha permitido convertirse en lo que ya se conoce como la farmacia del Tercer Mundo.

De haberse salido Novartis con la suya y haber conseguido cambiar la Ley india de Patentes, respaldada por la OMS, millones de pacientes de VIH habrían perdido el acceso al tratamiento con antiretrovirales. Ha sido precisamente el desarrollo de los genéricos en India lo que ha permitido que este tipo de tratamientos se haya abaratado un 99% en la última década y llegue actualmente a un número de personas mucho mayor que entonces. Así, mientras en el año 2000 un tratamiento de ese tipo costaba una media de 8.000 euros anuales, en la actualidad sale por apenas 80.

El beneficio para los países cuyos habitantes carecen de un sistema de salud que merezca tal nombre es evidente, tanto como las pérdidas para las multinacionales farmacéuticas. De ahí que debamos felicitarnos por la trascendencia de un fallo judicial que mantiene viva la esperanza de millones de personas en todo el mundo.

Fíate y no corras

Intentó el que suscribe desconectarse al menos por uno días de la confusa realidad con la esperanza de que, a la vuelta, las cosas estuvieran algo más claras. Tal vez confió demasiado en que las novedosas plegarias del papa Francisco en la primera Semana Santa de su pontificado contribuyeran a arrojar un poco de luz sobre tanta confusión. No ha sido así, ni mucho menos. Veamos sólo un ejemplo: Chipre.

Al pequeño país mediterráneo lo ha puesto en el mapa una Unión Europea en la que se acumulan cada día nuevos y convincentes indicios de ausencia de vida inteligente. Los despropósitos cometidos en los últimos días en relación con el rescate de sus bancos han venido a confirmar la improvisación y la falta de unidad con la que se ha afrontado lo que no pasa de ser un pequeño grano en el conjunto de este gigante con pies de barro llamado Unión Europea.

El rosario de la aurora en el que ha derivado la confiscación del dinero de los ahorradores, la fuga de los capitales rusos que se olieron el pastel a tiempo y las declaraciones de unos y de otros auto exculpándose de haber sido los promotores de una iniciativa que ha convertido en papel mojado los sacrosantos principios de la garantía de los depósitos y el libre movimiento de capitales, han terminado haciendo un daño inmenso a la ya maltrecha imagen de la Unión Europea y a la confianza de los europeos en sus instituciones.

La brecha entre el Norte y el Sur crece, la germanofobia sube como la espuma en los países más castigados por la crisis y sometidos al austericidio que dicta Berlín y, en ese rico caldo de cultivo, sacan pecho formaciones populistas y de extrema derecha que ya no dudan incluso en pedir la pena de muerte para los inmigrantes. La ola de indignación que ya recorría buena parte de Europa tras los rescates griego, portugués e irlandés más el de la banca española, se agiganta ahora a la vista del trato recibido por un pequeño país de apenas 800.000 habitantes del que todo el mundo sabía que era un lavadero de dinero negro ruso desde el momento mismo de su entrada en la Unión Europea.

Nadie, ni la troika que ahora se hace de nuevas ni el gobierno de Chipre que se rasga las vestiduras, hicieron nada por acabar con esa situación. Sólo cuando la burbuja bancaria en Chipre empezó a dar signos de estar a punto de estallar tras la tragedia griega se les ocurrió que fueran los ciudadanos de a pie los que salvasen a los bancos con una parte de sus ahorros. De remate, un incompetente lengua larga colocado por Merkel al frente del eurogrupo, sufrió un ataque de sinceridad y aseguró que el rescate chipriota podría aplicarse como una “plantilla” a futuros rescates bancarios en otros países.

Fue como apagar el incendio provocado por la torpe actuación en Chipre con unas cuantas toneladas de gasolina que no han tardado en sembrar la desconfianza en todo el continente y no ya sólo entre los mercados, sino entre los ahorradores de a pie que hasta hoy – ilusos de nosotros – pensábamos que nuestros ahorros estaban seguros en los bancos al menos hasta los 100.000 euros.

De inmediato tuvieron que salir a la palestra ministros y presidentes a jurar que los depósitos son sagrados y que lo de Chipre es excepcional, único e irrepetible. Sin embargo, una vez traspasada la gruesa línea roja que marca un antes y un después en la historia de la seguridad de los ahorros de los ciudadanos en los bancos, resulta muy difícil creer en sus palabras. Entre otras cosas porque los que ahora hablan de seguridad no fueron capaces de oponerse al despropósito chipriota y una vez más agacharon la cerviz ante Alemania y ante los intereses electorales de su canciller. Conclusión: fíate y no corras.

El petróleo puede esperar

¿Hubo verdadera voluntad de alcanzar un amplio acuerdo político y social para afrontar los efectos de la crisis en Canarias? Puede que sea un iluso, pero quiero creer que sí, que las invitaciones recíprocas que el Gobierno autonómico y el PP se cruzaron fueron sinceras y constructivas. Sin embargo, dos meses después de aquella foto en la que el presidente del Gobierno y el secretario de los populares canarios se comprometían a alcanzar en un tiempo récord un Pacto por Canarias, las esperanzas del acuerdo parecen definitivamente frustradas.

A mi modo de ver, han sido varios los errores cometidos, empezando por una cierta puerilidad a la hora de reivindicar la paternidad de la idea. ¿Qué más daba de quién era la iniciativa si de lo que se trataba era de aunar esfuerzos para hacer frente a los graves problemas de Canarias y enviar un mensaje a los ciudadanos de que los políticos son capaces de hacer algo más que pelearse a diario y por cualquier cosa? ¿Cuándo superarán la enfermiza obsesión por colgarse méritos y medallas si de lo que se trata es del interés general?

Tampoco creo que ocultar el debate a la sociedad con el argumento de eludir la presión mediática fuera un buen método de trabajo. Es de los problemas de Canarias de los que estamos hablando, no de asuntos privados, y cuanta más participación y más luz y taquígrafos haya, tanto mejor. En el momento de iniciar los contactos se prometió que la discusión se abriría a todas las fuerzas políticas del arco parlamentario y a los agentes económicos y sociales. No consta que eso haya ocurrido y, a estas alturas, hay pocas esperanzas de que ocurra.

 
Pero con todo, la causa – excusa que, salvo milagro de última hora, ha hecho inviable el acuerdo han sido las controvertidas prospecciones petrolíferas que el PP defiende y que los partidos que apoyan al Gobierno rechazan. Intentar incluir este asunto en el acuerdo a través de una alambicada redacción en la que no figurara la palabra “petróleo”, como pretendía hacer el PP, parece haber dinamitado el acuerdo de manera irreparable. Si era eso lo que se pretendía, el éxito es casi seguro.

Sorprende y defrauda que un asunto que enfrenta desde el comienzo de la legislatura nacional al Gobierno central con el canario y sobre el que no parece haber acuerdo posible en estos momentos, no quedara acotado y apartado de la mesa de negociación para abordarlo si acaso sólo en última instancia y después de haber cerrado y firmado compromisos en otras muchas cuestiones, en estos momentos, más importantes que la eventualidad de que en aguas de Canarias haya petróleo.

El paro, la pobeza o las insuficiencias en educación y sanidad que padecen las Islas son, aquí y ahora, las verdaderas urgencias del Archipiélago, no las prospecciones petrolíferas. Gobierno y oposición aún están a tiempo de reconducir el diálogo y abrirlo a los agentes sociales que puedan aportar propuestas y compromisos para la solución de los serios problemas que padece Canarias, aunque ello supongo alargar un poco más en el tiempo las negociaciones.

Merece la pena abandonar posiciones irreductibles a uno y otro lado de la mesa de diálogo e intentarlo: se trata de evitar que por lo menos los acuerdos ya alcanzados terminen en el cesto de los papeles y los ciudadanos acumulen una nueva decepción ante la incapacidad de las fuerzas políticas para el consenso sobre los asuntos que de verdad les preocupan. Mientras, el petróleo puede esperar.