A la muerte de Franco la Jefatura del Estado pasó de las manos del dictador a las de su designado, el rey Juan Carlos. El traspaso de poderes se legitimó políticamente a través de la Constitución de 1978 que apoyaron por mayoría los españoles, aún sin haber tenido la oportunidad de elegir previamente entre monarquía parlamentaria y república. Hacer conjeturas a posteriori sobre lo qué habría sido mejor sólo conduce al terreno de la ficción histórica y a las hipótesis de imposible comprobación. Primaba el pragmatismo político para conjurar los demonios del pasado y la mayoría de los españoles, ansiosos de iniciar una nueva etapa en paz y libertad, así lo entendió también.
Aquella especie de pacto tácito entre el país y la monarquía parlamentaria implicaba que la cabeza del Estado se convertía en garante de la unidad nacional y, sobre todo, que reinaba pero no se inmiscuía en la vida política cotidiana. Y por supuesto, se daba por sentada su rectitud ética y moral tratándose como se trataba de la más alta magistratura pública de la nación. De ahí que apenas se cuestionase que la Constitución que convalidó la monarquía nacida de la dictadura levantara un alto muro de opacidad en torno a la Casa Real que ahora está empezando a desmoronarse.
No cabe duda de que los servicios de la Corona a la causa de la democracia, particularmente el 23-F, contribuyeron no sólo a mantener en pie ese muro sino a proyectar de la Casa Real una imagen cuasi idílica y de cuento de hadas. De las actividades de los miembros de la realeza sólo se podía hablar en términos elogiosos si se hacía en los medios de comunicación serios y en tono empalagoso si se hacía a través de la prensa del corazón. La Casa Real se convirtió así en asunto tabú para la prensa y para la clase política de este país, de manera que cualquier asunto comprometedor para la monarquía se contaba con sordina o sencillamente no se contaba porque podía resultar desestabilizador para la democracia.
La monarquía española ha vivido así un remanso de paz y parabienes certificado por los sondeos de opinión que ha durado casi cuatro décadas. Durante todo este tiempo muy pocos se preguntaron cuánto costaba al erario público la institución, en qué se empleaba ese dinero, cuál era la fortuna personal del rey y qué había de cierto en los rumores que circulaban sotto voce sobre determinados comportamientos del monarca. Todo iba bien y sobre ruedas, había monarquía para rato y de nada había que preocuparse.
Hasta que todo empezó a ir mal: la profunda e interminable crisis económica con sus dramáticas consecuencias sociales en forma de paro y pobreza y la gangrena de la corrupción pública y privada han abierto la espita de las preguntas y el desafecto social de las que nadie se libra. Como demuestran las recientes encuestas de opinión en las que por primera vez son mayoría los españoles que desaprueban la monarquía, la corona tampoco se libra de los reproches, las críticas, las exigencias y las preguntas. Se acabaron los terrenos vedados, las zonas oscuras, los tabúes y los miedos: están cayendo los velos que nadie hasta ahora, empezando por los medios de comunicación, se habían atrevido a rasgar.
Y lo que aparece detrás de ellos no anima a mantener el pacto tácito suscrito en los inicios de la Transición: presunta corrupción en los aledaños mismos de La Zarzuela, fortunas personales opacas y comportamientos poco éticos o edificantes han puesto a la institución, la más respetada del país hasta ahora, en la picota. Intentando hacer de la necesidad virtud, fue la propia Casa Real la que pidió al pacato gobierno del PP que se la incluyera en la Ley de Transparencia que, de momento, suena sólo a gatopardismo político: “si queremos que todo siga igual es necesario que algo cambie”.
Estos gestos casi a la desesperada de la monarquía para intentar cerrar las profundas grietas que se han abierto en su prestigio hasta ahora inmaculado cuentan con el apoyo de los dos principales partidos políticos del país, temerosos de meter el bisturí en una Constitución concebida como un tótem sagrado al que no conviene tocar para no desencadenar las iras de los dioses. Pero esa actitud gazmoña no ha impedido que resurja con fuerza el debate sobre monarquía versus república.
Hay quienes incluso niegan que tal debate exista aunque, por si acaso, lanzan anatemas sin cuento contra aquellos que osan ponerlo sobre la mesa. Pero sus deseos chocan con la realidad: el debate existe y se extiende ahora que los ciudadanos, cada día más incrédulos ante la política y sus maestros de ceremonias, empiezan a comprender que la confianza en el cumplimiento de las cláusulas del pacto con la monarquía ha sido traicionada.
En cualquier caso resulta paradójico que sean partidos democráticos los que quieran acallar un debate plenamente democrático y sereno. Resulta pueril escuchar argumentos como que ahora no es el momento, que igual sirven para un roto que para un descosido. En democracia cualquier momento es bueno para debatir y tomar decisiones y el actual es tan bueno o mejor que cualquier otro, habida cuenta de la deteriorada imagen que la monarquía proyecta sobre la mayoría de los españoles. Debatamos entonces.
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