Lo reconozco, todo salió el sábado a pedir de boca. Desde la sonrisa de circunstancias hasta los reiterados silencios y evasivas, las seis horas que la infanta Cristina pasó enclaustrada todo un sábado en un juzgado de Palma respondieron como un guante a un guión no escrito pero sí muy bien ensayado. Buenos maestros tuvo la infanta en sus abogados que, al término del largo interrogatorio, estaban exultantes y confiados en que la hija del Rey saldrá con bien de este mal trago para ella y para la familia real, a la que en realidad representan y defienden junto a la Fiscalía en todo este asunto.
Lo dejó patente ella en su declaración y lo reiteraron sus defensores a la puerta del juzgado: estamos ante una proba ama de casa que no sabe de números ni de leyes, que firmaba lo que le ponía delante su amado esposo en el que tanto confiaba -¿ya no confía? – y que ni por asomo se imaginaba que el dinero que gastaba en su palacete o en sus clases de salsa y merengue procedía de actividades presuntamente ilícitas. Sí sabía, no obstante, que su padre el Rey le había pedido a su yerno que abandonara las sospechosas actividades una vez empezaron a hacerse preguntas y a publicarse informaciones comprometedoras para la Casa Real. Eso ocurría hace tanto como casi ocho años pero ni por asomo se le pasó nunca por la cabeza que su esposo pudiese estar llevándoselo crudo amparado en el parentesco real y el título nobiliario.
Seguro que tampoco se le ocurrió preguntarle a Urdangarín a qué venía la petición de su padre para que pusiera fin a aquellos negocios antes de que el nivel y el olor del lodo pusieran a la propia Corona contra las cuerdas, como al final ha terminado ocurriendo. En su declaración del sábado ante el juez Castro argumentó que fue por “estética” que, aunque suene algo parecido, nada tiene que ver con la ética, que es de lo que se trata. Tal vez fue solo un lapsus linguae.
El resto de esa declaración fue un largo rosario de “no sé”, “no me acuerdo”, “no me consta” a las reiteradas preguntas del juez y, de paso, un corte de mangas en toda regla al viejo principio jurídico de más de 2.000 años de antigüedad, según el cual, el desconocimiento de la Ley no exime de su cumplimiento. Y luego está ese enternecedor e impagable gesto de acudir rauda a La Zarzuela a contar en la casa paterna todo lo que preguntó el juez y lo que no contestó ella, antes de poner tierra de por medio y refugiarse de nuevo en Ginebra junto a su silencioso esposo y sus hijos a la espera de novedades judiciales.
Si el juez Castro se está planteando acusarla formalmente tendrá que hilar al menos tan fino como en el segundo auto de imputación para evitar que el caso muera en la Audiencia de Palma sepultado bajo una tonelada de recursos. Por eso parece que se tomará unos días con el fin de volver a escuchar con detenimiento el contenido de ese interrogatorio lleno de vacíos y evasivas.
Quien ha decidido no perder más tiempo es el fiscal, que al parecer ya tiene listo el borrador de acusación, aunque lo más probable es que lo tuviera redactado antes incluso de escuchar la declaración del sábado a la vista del fervor digno de mejor causa con el que se ha volcado en defender la inocencia de la infanta. Se propone, entre otras cosas, pedir 17 años de cárcel para Urdangarín y levantar la imputación de la infanta, a la que exige 600.000 euros por responsabilidad civil como partícipe a título lucrativo en la empresa pantalla Aizoon a la que cargaba sus gastos. Desde luego, para ser una simple ama de casa que no sabe de números ni sospecha nada de los negocios de su amantísimo esposo, se trata de una participación lucrativa más que respetable. Puede que el fiscal se avenga a que los pague en cómodos plazos si finalmente su marido se queda sin trabajo.
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