Para preparar esta sabrosa, olorosa y creativa receta se necesitan unos cuantos políticos de diferentes tendencias y distintos niveles de madurez y ambición. Lo primero que nos hace falta es un político al dente, vagamente de izquierdas pero de color más bien gris marengo y con aire de profesor despistado; vamos, alguien que no se lo crea y que por sí mismo no tenga la suficiente presencia como para convertirse por mucho tiempo en el centro de atracción de esta creativa composición culinario-política o político-culinaria, que tanto monta, monta tanto.
Con mucho cuidado, procurando no dañar el frágil producto, lo colocamos de primer ministro del país sin necesidad de pasarlo por el baño de las urnas. Este es un paso opcional que se puede dar si hay tiempo y ganas pero que no desmerece en nada el resultado final si nos lo saltamos alegremente. Para darle un poco de volumen al plato lo situamos de pie en posición precaria en el centro y lo apuntalamos con mucho cuidando con la ayuda de unos cuantos políticos que habremos tenido macerando durante años en una espesa solución de vinagre rancio y que pocharemos a conciencia en su propio jugo hasta conseguir una salsa oscura, untuosa y olorosa. El vinagre de la marca “Berlusconi” es ideal para darle a la receta todo su sabor y aroma peculiares. Una vez hayamos conseguido el milagro de plantar a nuestro político en el centro de esta inestable arquitectura política, lo rodeamos de un buen número de otros de su misma o similar tendencia de modo que parezca que aspiran a derribarlo para ocupar su lugar de honor en el plato.
Entre ellos, uno debe de sobresalir frente a los demás para hacer suficiente contrapeso ante los que habíamos macerado en vinagre y que poco a poco se irán marchitando por los ácidos del adobo. Este es el que al final debe quedar en pie. Un ligero rebozado en las urnas sería también ideal para conseguir una textura crujiente que contraste con la reducción de vinagre, aunque si no se dispone de mucho tiempo se puede colocar en crudo sin mayores complicaciones.
Una vez hayamos culminado el emplatado, preparamos una sabrosa salsa en la que mezclaremos a partes más o menos iguales un sistema electoral del año de Maquiavelo, un déficit galopante, una deuda púbica de caballo, un paro acercándose al de España y una pizca de prima de riesgo bien caliente. Salpimentamos y mezclamos los ingredientes de forma concienzuda y rociamos con la mezcla nuestra composición que, seguramente, amenazará con venirse abajo apenas la movamos de sitio. Tenemos que conseguir mantenerla erguida hasta que llegue a la mesa, en donde la serviremos acompañada de un tinto peleón y cabezón, a ser posible de las mismas bodegas del vinagre para conseguir de este modo un maridaje perfecto.
Lo más probable es que, si el comensal es una persona entrada en años y más bien partidaria de la pasta con tomate y el tiramisú, el penetrante olor del plato le produzca alguna que otra arcada y aparte de sí el condumio con un gesto de asco profundo. En el caso de que eso ocurra y de que nuestra inspirada creación se venga abajo como un castillo de naipes no debemos desesperar.
Sólo hay que tirar el revuelto al cubo de la basura y volver a montarlo con los mismos pero renovados ingredientes y salsas. Comprobaremos que después de dos o tres intentos terminará comiéndoselo aunque se tape la nariz con los dedos y ponga cara de quien traga aceite de ricino. No se construyó Roma en un día ni la cocina creativa entra por los ojos a las primeras de cambio. Todo es cuestión de perseverar.
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