No son inmigrantes, son seres humanos

Europa tiene muchos retos por delante, el primero de ellos que el propio proyecto de integración sea de verdad inteligible y creíble para los ciudadanos europeos. Tiene también ante sí el desafío de lidiar con el energúmeno que sienta sus reales en la Casa Blanca y con las consecuencias del brexit; la  lucha ante el cambio climático tampoco es menor, por no hablar de la de librarse del merecido estigma de haberse ocupado más de salvar bancos que de rescatar personas durante la crisis económica. Aunque la madre de todos los retos es la inmigración por lo que comporta desde el punto de vista humano y los derechos básicos que entran en juego. Sin embargo y por desgracia, a la vista está el estrepitoso y dramático fracaso europeo hasta la fecha. Estrepitoso porque no hay una mínima señal de que se sepa lo que hay que hacer y cómo hacerlo, más bien hay desconcierto, pasividad, indiferencia y envenenado populismo a raudales; y es dramático ese fracaso porque todo lo anterior está costando muchas vidas, dolor y lágrimas a las puertas del viejo continente.

No creo que exagere si digo que Europa se está jugando su  futuro como espacio de libertad, democracia y respeto a los derechos humanos de manera cobarde, más tentada a eludir el envite que se le presenta que a aceptarlo y superarlo. En lugar de la idea que ha dado sentido al llamado proyecto europeo, con sus avances, sus estancamientos y sus retrocesos, lo que se está imponiendo es justamente lo contrario: la exclusión, la xenofobia, el racismo y el populismo. Los partidos tradicionales se baten en retirada mientras ocupan el escenario fuerzas políticas que parecen salidas del túnel de los tiempos por sus proclamas excluyentes y segregadoras. Son partidos como los que ya gobiernan en Italia,  Hungría o Austria y que tienen posibilidades de hacerlo también en Francia, Alemania u Holanda. Sus idearios y sus políticas son lo más antitético que se pueda imaginar uno con respecto a la idea de una Europa unida e integradora.

Foto: El Español
Uno quisiera creer que en Bruselas y en otras capitales europeas son conscientes de la gravedad de la situación y de lo que está en juego. Me temo, sin embargo, que no es así y que se confía aún en que esta crisis es pasajera o que la deben resolver en todo caso los gobiernos de los países afectados por su cuenta y riesgo. El caso del Aquarius debería haber hecho saltar todas las alarmas en la UE y no parece que haya sido así: la cumbre europea de finales de mes ya tenía previsto abordar la cuestión, pero dudo de que se hubiera incluido en el orden del día después del plantón de Italia y Malta como no fuera para hacer alguna declaración vaga y borrosa. El generoso gesto español acogiendo a los inmigrantes del Aquarius ha generado una ola de expectación - tal vez excesiva y un tanto circense - y de solidaridad que corre el peligro de morir en la playa como le ha ocurrido a tantas personas que soñaban con ganar el paraíso en la tierra.

Será así si la UE, en tanto organización supranacional y no mera agregación de estados, no asume sus obligaciones morales y políticas. Entre ellas figura en lugar prioritario la actuación sobre las causas que originan el problema para abrir cauces legales de emigración y la gestión en destino de estos potentes flujos humanos. El gran reto es hacer compatible el respeto a los derechos humanos con la seguridad en las fronteras comunes evitando el efecto llamada que no beneficia ni a los receptores ni a quienes buscan un futuro mejor. Se trata al mismo tiempo de perseguir y anular a las mafias que se lucran con la desesperación humana y de evitar caer en la tentación de pagar a regímenes tan poco recomendables como el turco o el libio para que nos libren del problema. Es eso, sin embargo, prácticamente lo único que se ha hecho hasta la fecha y a la vista está el inapelable fracaso y el dramático resultado de pensar más en inmigrantes irregulares que en seres humanos, dignos del mismo respeto y atención que exigiríamos para nosotros en las mismas circunstancias.  

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