La UE acaba de parir otro ratón, aunque en realidad ya ha parido tantos sobre tantos asuntos que uno más apenas se nota. Después de días hablando de la trascendental cumbre sobre inmigración de este fin de semana, los jefes de estado y de gobierno se han pasado casi 14 horas negociando un acuerdo que, en síntesis, se traduce en que se ocuparán de los inmigrantes que lleguen a las costas europeas aquellos países a los que les apetezca hacerlo. Se entierra el sistema de cuotas obligatorias de inmigrantes por países que nadie cumplió y, en lugar de hacerlo cumplir, se da paso a la pura y dura voluntariedad para responder a un problema de una enorme envergadura humanitaria. Es lo que hay y no busquen más. Esa voluntariedad significa, por ejemplo, que aquellos países a los que la inmigración no les importa, no les afecta o las muertes en el Mediterráneo les pillan demasiado lejos de casa, pueden seguir ocupados tranquilamente en sus asuntos como si no estuviera pasando nada de nada. Llamar a eso solidaridad entre los países miembros ante un problema común es mucho más que un abuso del lenguaje, es casi un insulto.
Porque pasan cosas, ya lo creo que pasan: pasan cosas como la del Aquarius o como los inmigrantes que mueren o desaparecen en el Mediterráneo o son pura mercancía para las mafias. Todo esto pasa y pasa ante nuestro ojos y ante los ojos de los presuntos responsables de hacer mucho más de lo que hacen para que deje de pasar o pase lo menos posible. Pero ni en Bruselas ni en ninguna otra capital europeo de cierto peso político se termina de entender que este no es un problema coyuntural sino estructural, con causas desencadenantes bien conocidas. Por tanto, las puras medidas de autodefensa y seguridad por sí solas apenas si son un débil dique ante el empuje de miles de personas buscando una vida mejor. Prueba de ello es que las acciones en los países de origen y tránsito de la inmigración se despachan en el acuerdo con unas cuantas líneas vagas e imprecisas para la galería que nadie pondrá nunca en práctica
La brillante idea que se acaban de sacar de la chistera es abrir grandes centros de desembarco - podemos llamarlos también de internamiento - en el que se clasifique a los inmigrantes: los que reúnan las condiciones para quedarse en la UE bajo algún tipo de protección y los que serían repatriados si son considerados inmigrantes económicos. Cómo y quién haría todo eso y qué garantías hay de que no se vulnerarían derechos humanos básicos queda envuelto en la más espesa niebla de la indefinición. El supuesto acuerdo flaquea por los cuatro costados pero sobre todo por la ausencia absoluta de obligatoriedad: los países son libres de cumplirlo o no ofreciéndose a acoger inmigrantes refugiados o a albergar centros de desembarco.
Quien no quiera colaborar no será amonestado, ni molestado ni conminado, puede seguir haciendo lo habitual: mirar para otro lado y que se ocupen otros del problema. Y la manera de que se encarguen los demás de un problema de todos es ofreciéndoles dinero, como ya ha ocurrido con Turquía y con Libia, y como ha vuelto a ocurrir ahora con un satisfecho Pedro Sánchez. El presidente español, que se ha estrenado en este tipo de contubernios comunitarios, parece incluso contento de que Alemania y Francia le hayan prometido unos cuantos millones de euros - no se sabe cuántos - para que "gestione los flujos migratorios del Mediterráneo Occidental". No lo ha precisado Sánchez pero España y Grecia tienen muchos números para convertirse en los países que albergarían los centros de desembarco de los inmigrantes que intentan llegar a Europa. Así las cosas, Merkel puede que salve su gobierno, el filofascista gobierno de Italia se escabulle y el norte y el este de Europa silban y miran al tendido. ¿Algún voluntario?
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