El estado de la desunión

Intentando escapar del asfixiante ambiente político español con sus másteres y sus tesis - por no hablar de sus Torras - me he dado de bruces con los Orban, Junker y demás familia. Ha sido como salir de Guatemala y caer en Guatepeor, con perdón de los guatemaltecos que de esto no tienen culpa ninguna. No se puede decir tampoco que en los predios comunitarios se respire paz y aburrido sosiego. Lo que reina es populismo, xenofobia, desconcierto y ruido, mucho ruido. Habrá aún quienes sigan creyendo en el mantra de la integración europea y les admiro por su fe inquebrantable. A mí, en cambio, creer en tal cosa se me hace cada vez más cuesta arriba aunque reconozco que la alternativa es aterradora. A ver cómo se suma uno al coro de voces blancas que alaban las bondades de la Unión Europea mientras escucha al xenófobo Orban o el mortecino Junker. Al primero le han leído la cartilla en Bruselas y le han abierto un proceso que podría terminar retirándole el voto a Hungría en la organización comunitaria. 

Me parece que eso no le va a llevar a moderar su odio contra todo lo que suene a inmigración y derechos humanos, así que a ver cómo lo arregla Bruselas. Máxime cuando ni siquiera el Partido Popular Europeo, del que para vergüenza propia y ajena sigue formando parte el partido de Orban, ha sido capaz de expulsarlo. Pero para qué rasgarnos las vestiduras si los eurodiputados españoles del PP - entre ellos el canario Gabriel Mato - votaron en contra del proceso sancionador contra Hungría, como si no estuviera en juego precisamente el núcleo y la razón de ser de la UE. Puede que los mismos que apoyan al ultraderechista Orban luego se lamenten del ascenso de la xenofobia en Europa, aunque para entonces tal vez sea tarde. Resulta tan descorazonador como indignante que el PP haya preferido echarle un cable a un correligionario político de la ultraderecha que defender los valores fundacionales de la UE. Ello no les impedirá volver a bombardearnos con el mensaje de la integración en cuanto se acerquen las elecciones. ¿De qué integración cabe hablar en una Unión Europea que no cesa de enviar señales de declive, agotamiento y división? ¿Qué significa exactamente a estas alturas y después del penoso desempeño de la crisis por parte de la Unión Europea la palabra "integracion"? ¿Qué sentido tiene hablar de "integración" después del brexit y el ascenso de los partidos ultraderechistas en buena parte del continente?  


No ha mejorado mucho mi percepción de la salud comunitaria leer lo que ha dicho al grisáceo Jean Claude Junker, el presidente de la Comisión Europea, en ese discurso pomposamente llamado sobre el "Estado de la Unión", con el que parece querer emular al presidente de los Estados Unidos, cuyo discurso sí es seguido con mucho interés por los estadounidenses. En el caso europeo, el nulo interés de los ciudadanos, que en su práctica totalidad seguramente ni saben quién es Junker ni a qué se dedica, es el mejor termómetro para medir eso que algunos se siguen empeñando en llamar integración europea. De lo que dijo Junker me quedo, si acaso, con un par de reflexiones en voz alta sobre inmigración, el mayor reto al que se enfrenta la UE y ante el que está actuando con la ya conocida descoordinación y a partir del principio de que cada cual se las arregle como pueda. 

Las novedosas ideas de Junker para gestionar este asunto se reducen a reforzar las fronteras exteriores y acelerar las devoluciones. Pretende así tranquilizar a los países del norte y del este, poco proclives cuando no completamente contrarios a la solidaridad inmigratoria con el resto, y a los del sur que se enfrentan en solitario a la incesante llegada de inmigrantes. No digo que no le falte razón en el primero de los dos asuntos, pero una cosa es decirlo y otra poner de acuerdo a los países miembros para buscar el dinero que lo haga posible sin vulnerar los derechos de los inmigrantes. Esa misma advertencia cabe hacer a la agilización de las expulsiones: se requieren medios suficientes y adecuados para que las repatriaciones no se conviertan en expulsiones en caliente. 

Lo más lamentable es que Junker apenas hizo mención alguna a la necesidad de incrementar la cooperación en los países de origen y tránsito de los flujos migratorios hacia la UE y buscar vías legales y seguras de acceso al territorio comunitario. En realidad, ni falta que le hacía esforzarse tanto toda vez que sus propuestas probablemente irán a parar a algún cajón en donde serán olvidadas para siempre. Sin el preceptivo y vinculante visto bueno alemán, las ideas de Junker no son más que eso, ideas sin posibilidad alguna de convertirse en acciones concretas. A uno se le ocurre que quien debería pronunciar cada año el discurso del Estado de la Unión sería la canciller alemana: al menos sabríamos mejor a qué atenernos y en qué grado de desintegración comunitaria nos encontramos.   

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