Nueva York acoge hoy y mañana la mayor concentración por metro cuadrado vista en mucho tiempo de jefes de estado y de gobierno de todo el mundo. Se dan cita en la primera asamblea mundial sobre los refugiados convocada por la ONU y, me apuesto lo que quieran, a que todos han llegado con discursos llenos de promesas y buenas intenciones de las que la inmensa mayoría se olvidara en cuanto acabe mañana la reunión y tomen el avión de vuelta a casa. La inutilidad de este tipo de reuniones de "muy alto nivel" ha quedado contrastada en numerosas ocasiones, pero aún así se siguen celebrando y generando gastos millonarios con los que se podrían pagar la educación, la sanidad y el cobijo de un buen número de los refugiados que tanto preocupan hoy y mañana a los llamados líderes mundiales.
No es por echarle agua al vino pero, si países relativamente ricos y prósperos como los de la Unión Europea han actuado de manera tan torpe con la mayor crisis humanitaria vivida en este continente después de la Segunda Guerra Mundial, no me imagino qué puede esperarse de países pobres y envueltos en conflictos bélicos o sociales o de ambos tipos como el Líbano, que acoge a más refugiados que toda la Europa comunitaria. A la ONU se le presume la buena voluntad convocando esta cumbre pero poco más: su capacidad ejecutiva es nula como ponen de manifiesto los innumerables incumplimientos de sus resoluciones.
En una cuestión como la de los 65 millones de seres humanos desplazados de sus hogares por la guerra o el hambre, sólo los gobiernos, trabajando de forma coordinada, tienen posibilidades reales de afrontar el drama con alguna garantía de éxito. Primero y ante todo, erradicando las causas que obligan a decenas de miles de personas a dejarlo todo tras de sí cada día, ya no solo para buscar una vida mejor sino para poner a salvo la única que tienen. La guerra o el hambre no son castigos caídos del cielo cual plagas bíblicas, tienen causas históricas, económicas y políticas perfectamente identificables que, mientras no se extirpen, harán inútil cualquier esfuerzo para resolver el problemas por bien intencionado que sea.
En realidad, el drama global de los refugiados es la respuesta lógica y casi previsible de una parte del mundo explotada y esquilmada por la otra parte. Y esa otra parte, la que debería desvelarse buscando cómo resolver la situación generada por su codicia, es la que opta en cambio por parapetarse tras muros y vallas, fomentar la xenofobia y el racismo y enviar policías a las fronteras como si fuera posible ponerle puertas al campo. Gestionar los flujos migratorios y de refugiados que huyen de la guerra o que buscan una vida mejor y hacerlo respetando sus inalienables derechos humanos requiere mucho más que una cumbre de veinte y cuatro horas en la ONU llena de buenas intenciones y promesas vacías de contenido.
Requiere, por ejemplo, un gran acuerdo global de carácter vinculante similar a los que se han firmado en las cumbres mundiales sobre el clima, mejorables sin duda pero que, el menos, obligan a quienes lo suscriben. Sus objetivos deberían ser actuar contra las causas que provocan el éxodo humano masivo que se vive en determinadas regiones del mundo y ordenar y encauzar de manera legal y generosa un problema humanitario que en mayor o menor medida afecta a casi todo el planeta. Por desgracia, no es difícil adelantar que esta cumbre de la ONU no pasará de ser poco más que un gran lavadero de conciencias y una gran oportunidad perdida para que quienes tienen la posibilidad de mejorar las condiciones de vida de millones de personas, dejen de refugiarse en las palabras y pasen por fin a los hechos.