Entre otras muchas, una de las razones por la que es urgente que cuanto antes se constituya un nuevo gobierno en España es acabar de una vez con el desprecio que el Ejecutivo en funciones de Mariano Rajoy dispensa al Congreso desde hace cerca de nueve meses. Escudándose en que un Congreso distinto del que le otorgó la confianza no puede controlarlo está el Gobierno haciendo de su capa un sayo para eludir lo que en cualquier sistema democrático forma parte de las reglas básicas del juego. Si en la pasada legislatura fue una actitud pura y dura de rebeldía ante los requerimientos del Legislativo para que explicara sus decisiones en la sede de la soberanía nacional, en la presente está contando además con el inestimable apoyo de la presidenta de la Cámara y con el silencio cuando menos cómplice del Tribunal Constitucional, ante el que el anterior Congreso denunció la negativa del Ejecutivo a someterse al control parlamentario.
Es evidente que Ana Pastor se ha tomado su responsabilidad de presidenta del Congreso con mucho empeño: no hay decisión importante que no consulte con el Gobierno en funciones del que fuera su presidente hasta hace sólo un par de meses. No me extrañaría demasiado que la señora Pastor tenga a Montesquieu por un actor de cine y a la separación de poderes por una película de ciencia ficción. Cuando a Rajoy, después de reunirse con el rey, le asaltó la duda hamletiana de si ser o no ser candidato a la investidura, Pastor se sentó tranquilamente a esperar a que terminara de deshojar la margarita en lugar de instarle a fijar una fecha cuanto antes para la convocatoria del pleno parlamentario. A la vista de que a pesar de las presiones de todo tipo el malvado Sánchez no se avino a la abstención, Rajoy pensó que le podría meter más presión poniendo la sesión de investidura en una fecha tal que, de no haber gobierno, las elecciones irían de cabeza al día de Navidad.
Ana Pastor aceptó encantada la sibilina fecha del 30 de agosto pero no sólo eso: transigió con un formato de pleno a mayor gloria del candidato que los populares habían criticado con dureza cuando fue el socialista Pedro Sánchez el que pidió el apoyo de la cámara. El último episodio por ahora en el que Pastor ha demostrado que le puede más la lealtad a las siglas de su partido que la responsabilidad institucional que conlleva presidir el Congreso lo acabamos de ver con el ya conocido como "caso Soria". La presidenta se empleó ayer a fondo para evitar que la oposición, ampliamente mayoritaria, se saliera con la suya y obligara a Luis de Guindos a comparecer en un pleno urgente para explicar por qué ha mentido abiertamente a los españoles haciendo pasar por concurso público una evidente alcaldada.
Escudándose en triquiñuelas reglamentarias y jurídicas estuvo todo el día hasta que por la tarde no tuvo más remedio que dar su brazo a torcer y anunciar la celebración de un pleno sobre este asunto para la próxima semana, algo, por cierto, que a los populares les parece "ridículo"; deben considerar que debatir en sede parlamentaria sobre las mentiras del presidente del Gobierno y de su ministro de economía es pecata minuta que se puede despachar mezclada con otros asuntos en una mortecina comisión de economía con el menor eco mediático posible. Pero, por desgracia para el sistema democrático de este país y para su credibilidad y transparencia, es a eso a lo más que podremos aspirar los ciudadanos.
La vicepresidenta Sáenz de Santamaría ha salido hoy mismo al rescate de Guindos y ha dicho que el ministro de Economía en funciones no irá al pleno del Congreso para hablar de sus mentiras sobre Soria. Se vuelve a agarrar el Ejecutivo a que el Congreso no puede controlar a un Gobierno en funciones; de perlas por lo llamativamente oportuno le ha venido además que el Tribunal Constitucional haya tenido a bien posponer algunas semanas su decisión sobre la denuncia de la pasada legislatura contra la actitud rebelde de Rajoy y los suyos. El Gobierno se coloca así en los márgenes del sistema democrático y actúa como si no tuviera la obligación de responder de sus decisiones ante nadie, ni siquiera ante los representantes de la voluntad popular. Siendo grave esa posición lo es más aún que la respalde por acción o por omisión la presidenta del Congreso que debe ser la primera valedora y defensora de la separación de poderes, un concepto, por desgracia, cada vez más vacío de contenido.
Por cierto que sobre la servicial actitud de la señora Pastor para con el Gobierno debería dar alguna explicación Ciudadanos: recordemos que sus votos contribuyeron a izar a la actual presidenta al puesto que ocupa cuando bien se pudo haber optado por un candidato o candidata que no perteneciera al partido más votado. Es muy probable que nos hubiéramos evitado el bochorno actual en el que la máxima representante institucional de la voluntad de los españoles antepone a su alta responsabilidad política los intereses del partido en el que milita.
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