Mientras miles
de inmigrantes y refugiados tiritan en campamentos de mala muerte diseminados por media Europa, de Bruselas
no llega un solo indicio de vida inteligente y sensible ante el sufrimiento
humano. Ni de Bruselas ni de ninguna otra capital europea: en todas ellas
parece como si sus líderes estuvieran aún digiriendo el champán de Navidad y no
se hubieran enterado de lo que está pasando en muchos de sus países. En la
Comisión Europea hay comisarios suficientes para formar dos equipos de fútbol
pero ni uno solo de ellos se ha dignado decir o hacer algo para aliviar la
situación de estas personas. Una situación perfectamente previsible pero ante
la que ningún gobierno ni ningún burócrata comunitario de esos a los que tanto
les gusta sermonearnos sobre el déficit, movió un dedo.
Que el
invierno en Europa iba a ser gélido era algo de lo que advirtieron en su
momento las organizaciones no gubernamentales y agencias como la de la ONU para
los refugiados (ACNUR). Les importó exactamente lo mismo que si se hubieran
anunciado temperaturas primaverales, se ignoró por completo la advertencia y se
dejó que las condiciones de vida de esas personas se hayan deteriorado hasta
límites que deberían avergonzar a todos y cada uno de los líderes europeos. Los
mismos líderes que no hace tanto tiempo se reunían semanalmente para salvar
bancos o aprobar recortes, no han celebrado ni una sola cumbre o reunión para
acordar soluciones ante este drama humanitaria. Cada uno ha escondido la cabeza
bajo la nieve con la esperanza de que más pronto que tarde salga el sol y
solucione el problema.
Los gobiernos,
mientras, se limitan a poner barcos en el Mediterráneo para disuadir a los que
a pesar de todo quieren llegar o salvar de una muerte segura a los que siguen
dispuestos a intentarlo porque en realidad su viaje sólo es de ida y nada
tienen que perder más que la vida. Las cifras de la insensibilidad son más que
elocuentes: de los 180.000 refugiados que los países comunitarios se
comprometieron a acoger apenas han acogido a unos 14.000. Vean, por poner un
ejemplo cercano, el caso de España: Rajoy presumió mucho en su día de la
solidaridad de nuestro país cuando se
comprometió a acoger a 17.000 refugiados. La realidad es que a fecha de hoy
apenas son 1.000 los que han llegado y se supone que el resto
debe llegar en 2017, algo que más que imposible es utópico.
Las
comunidades autónomas e incluso las organizaciones no gubernamentales y hasta
los particulares que en su día lo prepararon todo para acoger a refugiados
siguen esperando mientras Madrid y el resto de las capitales europeas, con
Bruselas a la cabeza, arrastran los pies. ¿Cómo tienen aún sus líderes la
desfachatez de pedir a los ciudadanos que creamos en el proyecto europeo? ¿De
qué proyecto hablan? ¿Del que se basa en rescatar bancos con dinero público y
someter a los ciudadanos a ajustes inmisericordes para satisfacer a los
mercados? ¿Dónde están los valores sociales, la solidaridad y el humanismo sobre los
que los ilusos llegamos a creer que se basaba esta cada día más indigna e indignante
Unión Europea?
Por mucho que
uno los busque cada vez es más difícil encontrarlos entre dirigentes ciegos y
sordos frente a un drama humanitario ante el que son absolutamente incapaces de
reaccionar. Por fortuna, esos valores en los que cree la inmensa mayoría de los
ciudadanos europeos los hayamos aún en organizaciones como Médicos sin
Fronteras, Cruz Roja, CEAR o ACNUR y son sus voluntarios quienes mantienen
encendida una débil esperanza de que tal vez no todo está perdido. Porque son
los únicos que luchan estos días a brazo partido en campamentos miserables para
hacer algo más llevadera la existencia de quienes arriesgaron la vida para
llegar a Europa y en donde sólo han encontrado muros, vallas, frío e
indiferencia.