Ahora que el “caso Urdangarín “ y su infanta consorte anda cuasi olvidado en los medios a la espera de que el juez Castro decida si mantiene o levanta la imputación de la hija del rey, se nos acaba de descolgar el ministro de Justicia anunciando que también la reina y los príncipes de Asturias pasarán a engrosar la ya larga lista de aforados de este país. Si algún día – Dios y el rey no lo quieran – se vieran salpicados por algún escándalo de mayor cuantía podrán declarar desde la Casa Real y con escribano propio a su servicio, como debe ser. ¿Se imaginan a todo un príncipe heredero o una reina madre haciendo el paseíllo en unos juzgados de medio pelo o en el mejor de los casos ante una audiencia?
Los ingenuos bien pensados dirán que no hay relación entre una cosa y la otra pero, a los que tenemos la mala costumbre de pensar torcido, no se nos pasa por alto la posibilidad de que el ministro quiera hacerle un nuevo favor a la monarquía. No debe de haberle parecido suficiente con poner a la fiscalía a fiscalizar todos y cada uno de los pasos del juez Castro en sus investigaciones sobre las andanzas de la infanta. Para ponerle la guinda al regalo, ahora les otorga también el privilegio del aforamiento judicial a su madre y a su hermano ante eventuales catástrofes futuras. El argumento es irrebatible: ¿cómo puede ser que un país tan moderno como España no tenga aforados a su reina y a su heredero del trono? Todo un atraso legal que es necesario corregir de inmediato.
En realidad, la reina y el príncipe sólo vienen a sumarse a la legión de políticos y otros cargos públicos aforados de los que tanto se enorgullece este país, hasta el punto de que constituyen ya uno de los activos más valiosos de la marca España. Es sin duda un signo de modernidad y un ejemplo palpable de que, en efecto, como sentenció el rey en aquel famoso discurso que ya cantan los trovadores patrios por los confines del país y allende nuestras fronteras, la Justicia es igual para todos.
La única diferencia, aunque reconozco que pequeña y sin importancia alguna, es que si a un ciudadano corriente y moliente lo pescan en un renuncio y es imputado tendrá que acudir en persona al juzgado de instrucción correspondiente a prestar declaración ante el juez que le toque en suerte, le guste mucho, poco o nada. Si el pescado es un diputado, un consejero autonómico o un ministro, pongamos por caso y sin ánimo de señalar a nadie, siempre tendrá a su disposición la posibilidad de hacerlo por escrito desde su casa, desde su oficina o desde su apartamento de veraneo en Marbella, lo que le sea más cómodo y relajado.
Y todo ello, faltaba más, ante un juez como es debido, de un tribunal superior, y no ante uno de tantos aspirantes a juez estrella que pululan por los juzgados de instrucción de este país y con los que Ruiz-Gallardón también quiere acabar por la vía rápida. Quien no vea en todo esto un avance imparable hacia la igualdad de los ciudadanos ante la Ley es que está completamente ciego. Y quien saque la conclusión de que para luchar contra la corrupción política habría que empezar por eliminar la anacrónica figura del político aforado o, como poco, restringirla al máximo se equivoca gravemente o es un mal pensado como yo.
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