El hombre de la foto se llamaba Clayton Lockett y ha muerto en una prisión de Oklahoma (EEUU) cuarenta y cinco minutos después de que sus verdugos le suministraran una inyección letal. Sin embargo, no murió debido al veneno con el que el sistema penal estadounidense quería castigarle por el crimen del que fue encontrado culpable. Esos tres cuartos de hora se los pasó jadeando en una agonía interminable hasta que los muy pulcros responsables del penal ordenaron detener la ejecución. Al final murió pero de infarto mientras los testigos, supuestamente horrorizados, contemplaban el espectáculo de la muerte que se desarrollaba en vivo y en directo ante sus ojos.
Ahora, el estado de Oklahoma ha abierto una investigación para averiguar porque la inyección no cumplió la función de matar para la que fue pensada. Desde su tumba el muerto seguramente se lo agradecerá eternamente tanto a sus chapuceros verdugos como al gobernador del estado que firmó la orden de ejecución. Y sobre todo, a un sistema penal que coloca al Estado y a sus servidores al mismo nivel moral que el de los reos condenados a muerte.
Más allá de las numerosísimas consideraciones éticas y morales que cabría hacer sobre una pena tan bárbara como ésta, hay pruebas irrefutables sobre la ejecución de inocentes a través de los variados métodos legales de matar que emplea el país más poderoso del mundo que no duda, al mismo tiempo, en emplear la fuerza para imponer su sistema de valores allá donde se tercie.
Amnistía Internacional lleva décadas denunciando que el dinero, la raza y el lugar en el que se ha cometido el crimen son factores muchos más determinantes para enfrentarse a la pena capital que las circunstancias concretas de los hechos. Según esta misma organización, solo una de cada cien personas detenidas en Estados Unidos por asesinato es ejecutada. El resto son exoneradas y puestas en libertad, en muchos casos horas antes de que se les amarre a una silla eléctrica, se les ahorque o se les inyecte una combinación letal de venenos menos chapucera de la que se usó esta semana para acabar con la vida Clayton.
La pena de muerte en Estados Unidos es una especie de ruleta rusa en la que el racismo juega un papel decisivo. La propia Corte Suprema de Estados Unidos ha llegado a admitir que cuando alguien mata a una persona blanca es cuatro veces más probable que sea condenado a muerte en comparación con una que acabe con la vida de un negro o un latino. De hecho, la pena de muerte casi nunca llega a aplicarse si la víctima es latina. Los que defienden la Ley del Talión argumentan que de este modo se repara el daño causado a los familiares de la víctima. A la vista de estos datos parece evidente que no todas las familias merecen el mismo resarcimiento que las de las víctimas blancas. Sin contar con el hecho de que los medios de comunicación suelen olvidar por completo a las familias de las víctimas y centrarse únicamente en el criminal.
Desde luego, que otros países también apliquen la pena de muerte – cada vez menos - no puede ser ningún consuelo ni un argumento para mantenerla en los que aún la incluyen en su legislación, caso de EEUU. No es cierto tampoco que la mayoría de los grupos religiosos apoyen la ejecución de los reos: desde los judíos a los católicos pasando por los protestantes, los bautistas, episcopalianos o presbiterianos, la mayoría la tachan de acto inmoral. Y para quienes en el colmo del cinismo consideran que es más barato para el erario público ejecutar a un reo que mantenerlo preso el resto de su vida, los datos de Aministía Internacional también demuestran todo lo contrario.
Sólo queda la supuesta gran baza de que la pena de muerte previene el crimen. A la vista está que no, o de lo contrario los crímenes habrían disminuido drásticamente en un país que aplica la pena de muerte desde su fundación. Así las cosas, sólo cabe la perplejidad ante el empecinamiento del país más poderoso del mundo, el adalid mundial de la democracia y las libertades que cuenta con poderosos medios para prevenir el crimen - estricto control de las armas de fuego para empezar - en seguir aplicando una pena bárbara, inhumana, repugnante y viciada de racismo por los cuatro costados.
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