La llegada del socialista Hollande a la presidencia francesa permitió abrigar esperanzas de que un gobierno socialdemócrata en París sería capaz de hacer de contrapeso del austericidio que la canciller Angela Merkel estaba imponiendo en toda Europa. Era el mirlo blanco que se suponía iba a pararle los pies a Berlín para que al menos cediera algún punto en sus políticas de ajustes y recortes a machamartillo que estaban dejando a países como Grecia, Portugal, Irlanda o España hechos unos verdaderos zorros.
Nada de eso ocurrió: Hollande se ha mostrado como un presidente débil, incapaz de hacer valer el supuesto peso de Francia en la Unión Europea y esto ha permitido a Merkel seguir campando a sus anchas en Bruselas y continuar aplicando la misma receta de aceite de ricino a pesar de los desastrosos resultados obtenidos. La puntilla han sido los calamitosos números del socialismo francés en las recientes elecciones municipales con la guinda añadida de un preocupante ascenso de la extrema derecha de Marine Le Pen. La primera decisión del presidente galo fue deshacerse de su primer ministro y nombrar en su lugar a Manuel Valls quien, nada más llegar al cargo, ha presentado un programa de ajustes que ha dejado tiritando a los franceses y a sus propios compañeros de partido, quienes ya temen por los resultados en las elecciones presidenciales de 2017.
El objetivo es ahorrar unos 50.000 millones de euros en gasto público para cumplir con el sacrosanto déficit que le exige Bruselas y para conseguirlo ha tirado del manual del buen austericida dictado por Berlín: se congelan las pensiones y los sueldos de los funcionarios, suben los impuestos de las rentas del trabajo, se recortan los recursos de las administraciones locales y se reducen las cargas laborales de los empresarios del orden de 38.000 millones de euros. Estos, a cambio, dicen que crearán millones de puestos de trabajo a cambio de ese regalo pero no especifican cuándo ni cómo. Eso sí, contentos están porque en el país de la guillotina no se recuerda un recorte igual desde la Revolución Francesa.
Algunos ya han echado cuentas y aseguran que el guillotinazo a las cuentas públicas francesas se reflejará en una caída imparable del Producto Interior Bruto y en un incremento del empleo precario, la pobreza y la exclusión social, tal y como ha ocurrido en España tras la caída del caballo de Zapatero en 2010 y las medidas, agrandadas y agravadas, que luego aplicó Rajoy nada más pisar la alfombra de La Moncloa. Y al igual que el actual presidente español, que engañó a los electores prometiendo lo contrario de lo que luego hizo, también Hollande y su primer ministro Valls impulsan un paquete de recortes que obviamente no figuraba en su programa electoral. Ahora dirán, como Rajoy en España, que “no hay otro remedio” y que se trata de “acometer reformas estructurales para garantizar el crecimiento y el empleo”.
Pero no sólo los franceses sufrirán en sus carnes los efectos de este nuevo ejercicio de austericidio perpetrado ahora por quienes de la noche de a la mañana han pasado de socialistas de toda la vida a neoliberales de nuevo cuño. Francia representa la cuarta parte del Producto Interior Bruto de la Unión Europea y si su economía se encoge – como es probable que ocurra con estas medidas – la supuesta luz de la salida de la crisis al final del túnel volverá a apagarse por tiempo indefinido en países como España, por no hablar de Grecia o Portugal, en donde ya están a un paso de alumbrarse con velas. Ahora sólo falta que el candidato de Merkel a las elecciones al Parlamento Europeo se convierta en el próximo presidente de la Comisión Europea. Entonces solo cabe concluir con aquello de apaga la luz y vámonos.
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