Me he tomado
un par de días para digerir el acontecimiento del que medio mundo estuvo
pendiente el viernes, la toma de posesión de Donald Trump. Aunque el asunto se
podía haber despachado sobre la marcha, preferí seguir las reacciones que
suscitó y que aún sigue provocando. Una vez más me ha vuelto a sorprender el despliegue mediático para algo
que, bien mirado, no daba ni para un suelto en una esquina de no ser quien es
el personaje. De nuevo, tal y como ocurrió después de las elecciones del 8 de noviembre,
se han dedicado horas y horas de radio y televisión, toneladas de páginas en
internet y kilómetros de papel periódico a glosar un discurso de 15 minutos en
el que Trump hizo y dijo lo que esperaban que dijera e hicieran sus seguidores
y sus detractores: el burro.
¿Qué es lo que
cabía esperar de ese discurso de toma de posesión: que se llevara la guitarra y
se arrancara con una de Bob Dylan? ¿Que citara a George Washington y recitara un
poema de Walt Whitman? No nos engañemos, lo único que podía esperarse de un
sujeto como este era que encadenara todos los lemas de su campaña para
convertir su coronación como emperador en un nuevo mitin electoral. Aunque no
he estudiado los discursos de la toma de posesión de los 44 presidentes
anteriores, me atrevería a jurar que el suyo merece figurar en el primer puesto
de la ramplonería, el populismo y el chovinismo americanista más nauseabundo.
Ahora bien,
que su toma de posesión no diera para tanto como se ha hablado y aún se habla y
escribe de ella, no significa que haya que perder de vista al individuo que ya
tiene en sus manos el poder ejecutivo de la primera potencia mundial. Al contrario,
es realmente a partir de ahora cuando toca vigilar de cerca todos sus pasos, sus
palabras y sus acciones. Es ahora cuando se empezará a saber si se propone
cumplir de verdad sus peligrosas payasadas o los contrapoderes de la democracia
estadounidense son capaces de pararle los pies antes de que cometa una
barrabasada.
Por lo pronto,
en su primer día en el despacho oval de la Casa Blanca ya ha iniciado la
escabechina de acuerdos comerciales como el Transpacífico, que afecta a un
total de 11 países, y ha dado el primer paso para revisar los acuerdos con
México y Canadá. Puede que no tarde mucho en ordenar el inicio de las obras del
que parece ser su sueño dorado: la construcción de un muro a lo largo de la
frontera sur del país para detener la inmigración que entra en Estados Unidos a
través de México y encima pasarle la factura a los mexicanos.
Y así, un
largo suma y sigue de disparatadas propuestas que, de un lado, parecen querer
convertir al país en un fortín inexpugnable ante todo lo que llegue de fuera,
sean bienes, servicios o personas, y de otro retornar a los peores tiempos del
unilateralismo en la política exterior en la que Rusia, la enemiga histórica,
parece haber adquirido ahora el estatus de aliado privilegiado en detrimento de
Europa Occidental. Además del aumento de la inestabilidad internacional que
puede provocar sus medidas y de las feas repercusiones económicas de una vuelta a las guerras comerciales del
pasado, el acceso de este individuo al poder es también motivo de proecupación
porque supone un acicate para los movimientos populistas, xenófobos y racistas
que pululan en varios países europeos.
Estas fuerzas, que en lugares como Francia, Alemania u Holanda escalan puestos en los sondeos electorales, engordan al calor de las consecuencias de una crisis económica, social y política ante la que liberales y socialdemócratas sólo han sabido reaccionar con ajustes fiscales y recortes del estado del bienestar. Es precisamente el auge del populismo, la xenofobia y el racismo a ambos lados del Atlántico lo que ensombrece un futuro ya de por sí lleno de incertidumbres que ahora se agravan más si cabe. Por encima de su discurso repulsivo, lo que preocupa es que la primera potencia mundial esté desde el viernes en manos de un energúmeno con poder para poner al mundo al borde del precipicio.
Estas fuerzas, que en lugares como Francia, Alemania u Holanda escalan puestos en los sondeos electorales, engordan al calor de las consecuencias de una crisis económica, social y política ante la que liberales y socialdemócratas sólo han sabido reaccionar con ajustes fiscales y recortes del estado del bienestar. Es precisamente el auge del populismo, la xenofobia y el racismo a ambos lados del Atlántico lo que ensombrece un futuro ya de por sí lleno de incertidumbres que ahora se agravan más si cabe. Por encima de su discurso repulsivo, lo que preocupa es que la primera potencia mundial esté desde el viernes en manos de un energúmeno con poder para poner al mundo al borde del precipicio.
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