Después de la efusión de ayer en las calles de España hoy toca la reflexión. El 8 de marzo de 2018 ya pertenece por derecho propio a la historia de las mujeres de este país y a su lucha por la igualdad. Eso ya no lo podrá negar ni siquiera un Gobierno como el de Rajoy, descolocado y a la defensiva desde que se anunció la primera huelga de mujeres en España. El éxito ha sido tan arrollador que tengo la sensación de que las propias organizaciones convocantes aún no se lo terminan de creer del todo. Un éxito logrado, no obstante, a pesar de ciertos aspectos de esa llamada a la movilización que, a día de hoy, pasada la jornada de protesta, me siguen pareciendo forzados e innecesarios. Como escribí hace unos días, sigo manteniendo que una protesta como la de ayer, concebida para hacer visible la realidad social de la mujer, no necesitaba obligatoriamente excluir a los hombres.
Opino que se puede haber perdido una inmejorable oportunidad para ganar aliados a través de la empatía con la justa reivindicación de igualdad. Proyectar una cierta imagen de que esta es una guerra de sexos y no una lucha contra estructuras sociales, políticas y mentales que debemos cambiar entre todos y todas, me parece erróneo. Pocos eran los hombres que se podían ver ayer en las manifestaciones multitudinarias celebradas en todo el país y estoy convencido de que la causa principal de su ausencia no es que no compartan las demandas de las mujeres. En esta línea también, algunas de las organizaciones feministas mostraron en el manifiesto de la convocatoria un lenguaje radicalizado y excluyente - por no hablar de la jerga seudoideológica utilizada - que tampoco creo que contribuyera demasiado a aunar fuerzas. Pero pelillos a la mar porque, a la postre, lo que en este caso debe subrayarse es el resultado.
En todo caso y sin desdeñar el poder de convocatoria de esas organizaciones, creo que tanto el eco mediático y el apoyo de los sindicatos y de la mayoría de los partidos políticos, bien a la huelga, a los paros o a las manifestaciones, fueron determinantes para el éxito alcanzado. Que la subida al carro de la marea morada tuviera en algunos casos no poco de oportunismo político y electoral, que lo ha tenido, es también hasta cierto punto secundario a la vista de las calles repletas de manifestantes. Quienes no solo eludieron subirse a ese carro sino que han mostrado signos claros de estar descolocados, incómodos y a la defensiva han sido el Gobierno y el PP. Sin un discurso coherente, unas veces tibio, otras desdeñoso y otras directamente ofensivo - esa peluquería a la que según la diputada Pepa Luzardo se iban las huelguistas de ayer merece una rectificación urgente - el PP y el Gobierno no han sabido en ningún momento qué posición tomar ante la que se les venía encima. Y la que se les ha venido es que ayer se fijó una línea roja, un hito en la lucha de las mujeres por su igualdad con los hombres.
A la brecha salarial hay que ponerle coto por mucho que Mariano Rajoy prefiera "no entrar en eso ahora". Esto es lo que le han dicho al presidente centenares de miles de mujeres españolas, quienes también le han exigido que remueva los obstáculos que les impiden acceder a los puestos de responsabilidad en igualdad de condiciones que los hombres. Y el tercer mensaje que debe haber resonado este jueves en los oídos de Rajoy ha sido el de la violencia machista: se debe y se puede hacer más para su erradicación, por ejemplo, poner sobre la mesa de una vez los 200 millones de euros comprometidos por el Gobierno en el pacto de estado contra esta lacra. Le guste mucho, poco o nada a Rajoy no le queda otra que actuar, si es que no ha perdido para siempre esa costumbre, y entrar a fondo en eso de lo que quiso huir de forma cobarde: la justa reivindicación de las mujeres a la igualdad de salarios y oportunidades profesionales que los hombres y el derecho a una vida libre de violencias y tratos machistas.
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