Soy consciente de que me adentro en terreno minado y complejo pero seguirá adelante. No vengo aquí a pontificar sobre la democracia, sino a expresar mi desasosiego ante la deriva del que, como dijo W. Churchill, sigue siendo para mí "el peor de los sistemas políticos con excepción de todos los demás". Quede claro antes de continuar que ni la autocracia ni el autoritarismo disfrazados con determinados procesos políticos o institucionales (elecciones, parlamento, etc.) son en ningún caso sustitutivos de la democracia liberal aunque sus defensores los colmen de elogios. Tampoco me propongo abogar por una democracia idílica, de funcionamiento perfecto: los sistemas políticos son construcciones históricas ideadas por seres humanos hijos de su tiempo y la democracia no es ninguna excepción. Solo en el plano de la teoría política más abstracta es posible pensar en un sistema democrático exento de cualquier tipo de disfunciones o fallos.
Ahora bien, mi particular sensación es que lejos de avanzar en la dirección de superar esos defectos nos alejamos del objetivo. Tampoco creo útil recurrir a la Grecia clásica como modelo inspirador ante los males de la democracia contemporánea, aunque es innegable que hay un principio político común expresado en el propio nombre del sistema. Sin embargo, a efectos prácticos tienen poco que ver entre sí las polis griegas en las que floreció la democracia clásica con los estados nación en donde lo hizo hace relativamente poco tiempo la democracia liberal que hoy conocemos. Simplemente basta con recordar que en las ciudades griegas mujeres y esclavos estaban excluidas de la vida política, reservada exclusivamente a los hombres libres. En nuestras sociedades no existe la esclavitud, la mujer tiene una participación creciente en la vida pública y la globalización económica cuestiona cada vez más los viejos límites fronterizos del estado nación y la capacidad de sus gobiernos para actuar de forma plenamente soberana.
La separación de poderes
La democracia que conocemos y de la que - a pesar de sus evidentes fallos disfrutamos - tiene en realidad una vida bastante corta en comparación con la de otros sistemas políticos. Parece evidente que solo se puede hablar con propiedad de democracia a partir del momento en el que hay, al menos, sufragio universal de hombres y mujeres, reconocimiento expreso de derechos y libertades individuales y políticos, posibilidad de encauzar las discrepancias políticas a través de organizaciones partidistas, elecciones libres y un cierto grado de separación de poderes. Debo subrayar que cuando hablo de separación de poderes - judicial, legislativo, ejecutivo - me refiero ante todo a separación formal reconocida constitucionalmente. Cuestión distinta es la separación real y no quisiera parecer cínico: no creo que en ningún momento de la corta historia de la democracia esa separación haya sido completa, entre otras cosas porque la práctica política demuestra que sin algún grado de colaboración entre los tres poderes el sistema colapsaría.
Otra cuestión diferente es que esa necesaria colaboración sea en realidad injerencia, control o dominio de un poder sobre los otros dos, particularmente del ejecutivo sobre el legislativo y el judicial. Encontramos aquí precisamente uno de los aspectos más preocupantes del funcionamiento actual de la democracia: cuando los partidos políticos se reservan para sí en función de cuotas designar a los principales responsables del poder judicial, el único mensaje que la ciudadanía percibe es que la Justicia está politizada, en otros términos, que no es completamente independiente del poder político y que, por tanto, puede ser manipulada por este en su beneficio; y si la percepción es que la justicia está sujeta a intereses partidistas - aunque eso solo sea cierto en parte - la que sufre un deterioro importante no es solo la imagen del poder judicial sino la de todo el sistema democrático.
Democracia y partidos políticos
La reflexión anterior nos conduce a abordar la función de los partidos políticos en la democracia. Más que de función habría que hablar de elementos constitutivos e inseparables de la democracia aunque con algunas matizaciones importantes. Es cierto que en regímenes dictatoriales o autoritarios pueden existir partidos políticos y de hecho existen, aunque su papel habitual es de meras comparsas del poder ejecutivo que los utiliza para disfrazarse de democrático. En el mejor de los casos, las posibilidades de los partidos opositores en esos sistemas de llegar al gobierno - si es que el sistema los tolera - chocan con toda clase de obstáculos impuestos por el partido en el poder. Por tanto, junto con la existencia de partidos políticos es imprescindible que exista también un espacio de libertad lo suficientemente amplio en el que pueda tener lugar lo que Raymond Aron llamó "la competencia por el poder" traducido en elecciones periódicas y libres, rasgo característico de la democracia contemporánea. Toca por tanto analizar a grandes trazos cuál es la dinámica partidista para llegar al poder.
Partimos de que cuando hablamos de alcanzar el poder nos referimos a las mayores cotas posibles de poder, aunque solo sea como principio consustancial a la finalidad de cualquier organización política partidista. Ante eso, solo un entramado institucionalmente reforzado puede frenar la tendencia natural de los partidos a colonizar cuantas más instancias de poder mejor. Por eso es esencial que el propio sistema - obra en definitiva de los partidos - se refuerce ante esa apetencia casi instintiva que los caracteriza. En el diseño de contrapesos y filtros que frenen o limiten la extensión de los tentáculos partidistas hacia todos los ámbitos de poder se asienta un pilar fundamental de una democracia sana con espacio autónomo de actuación para otras organizaciones sociales no partidistas.
Más allá de las retóricas electorales de las que me ocuparé un poco más adelante, los partidos políticos siguen funcionando en la actualidad como los describió hace más de un siglo Robert Michels en un libro ya clásico. A él le debemos la idea de la "ley de hierro" de los partidos políticos que, en síntesis, viene a decir que la cúpula de estas organizaciones se suele suceder a sí misma, con lo que las posibilidades de ascender están condicionadas de forma determinante por la afinidad o discrepancia con los postulados que en cada momento defienda la dirección. Es esa cúpula la que determina las listas electorales cerradas y la que suele tener la última palabra en el reparto de cargos públicos cuando el partido alcanza el poder.
(Continuará)
"Lo que inquieta al hombre no son las cosas, sino las opiniones acerca de las cosas". (Epicteto)
Un galdosiano menos
Si fuera o me considerara galdosiano tendría que ponerme ya a escribir mi correspondiente artículo antes de que termine el centenario del fallecimiento del insigne literato canario. No debería ser yo menos que tantos como estos días echan su cuarto a espadas en defensa o detrimento de Galdós, aunque en su placentera vida literaria anterior no se les conozca una sola línea sobre si el homenajeado novelista era un pelmazo insufrible o el segundo Cervantes patrio. Por tanto, aclaro antes de continuar que no soy galdosiano aunque sí lector de Galdós. Lo digo porque, aunque parezca que lo segundo debe ser la condición para lo primero, no siempre ocurre así. De hecho empiezo a sospechar que el número de galdosianos sobrevenidos con motivo del centenario ya gana por goleada a los simples mortales que leen o han leído a Galdós en algún momento de sus simples vidas.
Yo soy uno de esos simples mortales y ni tan siquiera puedo decir en mi descargo que empecé a leer a Galdós antes de decir ta-tá o desde que llevaba pantalón corto. Mi acercamiento a la obra galdosiana fue mucho más tardío, esporádico y asilvestrado, así que no tengo nada de lo que presumir por ese lado: ahora una obra de teatro, dentro de un año una novela y alguna vez que otra un episodio nacional. Y pare usted de contar, salvo que añada que de chico escuché en Radio Nacional lo que entonces me pareció una magnífica dramatización de los Episodios Nacionales y aprendí a solidarizarme con las penas y aventuras de Gabriel de Araceli.
La forma y el fondo
Si me preguntan si me gusta el estilo galdosiano no diría ni sí ni no sin dudarlo un segundo, aunque ese criterio lo suelo aplicar a cualquier escritor cuya obra caiga en mis manos: siempre hay aspectos con los que disfruto y otros con los que más bien me aburro, me fatigo o me irrito y en Galdós encuentro de todo esto en abundantes cantidades. Advierto de que si no quiero pasar por galdosiano menos quisiera parecer crítico literario, hablo solo desde el punto de vista de un lector que lee mucho y que, como cualquier otro en su lugar, tiene sus gustos y sus fobias. De Galdós valoro ante todo su portentosa capacidad para definir caracteres humanos y dotarlos de vida propia, tanto por la descripción física como por la moral, coronada siempre con el lenguaje adecuado para cada personaje real o ficticio.
Los chispeantes diálogos galdosianos - mero costumbrismo para los más puristas - denotan un profundo conocimiento de las expresiones lingüísticas de los grupos sociales de la época, así como una suerte de ternura que Galdós no niega ni siquiera a algunos de sus personajes más abyectos: en todos encuentra siempre un resquicio, por pequeño que sea, que impide la condena total e inapelable. Pero tengo para mí que Galdós se dejaba llevar por los gustos de su tiempo y era un sentimental incorregible al que le apasionaban las largas escenas folletinescas, capaces de poner a prueba la paciencia del lector más curtido.
Con todo, no es tanto el estilo galdosiano lo que más me interesa de su obra: cuando leo a Galdós busco sobre todo el espíritu ético y moral que anima toda su creación literaria, me intereso por su visión de la España de su tiempo, sus atrasos y problemas seculares. Ese es el Galdós que más me atrae con permiso de Javier Cercas, para quien un escritor debería refugiarse en una suerte de torre de marfil y abstenerse de cualquier compromiso con la realidad de su tiempo. El autor canario no hace nada de eso, al contrario, se remanga y se mete en el barro: arremete contra una España plagada de frailes, monjas, curas, nobles decadentes, traidores, afrancesados, reyes felones y espadones. Deplora el atraso del país, el uso de las instituciones para el lucro personal y la prebenda de por vida, la conspiración constante, la traición, la falta de ética y de moral entre quienes deberían dar ejemplo.
Galdós puso una mirada mordaz y ética sobre una España que perdió el tren del siglo XIX en mil y una batallas estériles, atrapada entre un pasado de grandeza marchita y un presente de miseria moral y material. En ese ambiente surgen con inusitado vigor moral los personajes más nobles de Galdós que generalmente son sencillos ciudadanos de a pie, como el que protagoniza la primera serie de sus Episodios Nacionales. Ellos son para Galdós los llamados a regenerar un país casi analfabeto, sumido en el oscurantismo de las sacristías, las covachuelas de los intrigantes y los salones de palacio a los que se acudía a pedir prebendas y canonjías a la monarquía.
Galdós tampoco ha sido profeta en su tierra
Dicho todo lo anterior, solo me queda añadir que la llegada del centenario de la muerte de Galdós no ha producido en mí unas ansias locas de ponerme a leer su obra como si no hubiera un mañana u otras cosas que leer. Lo que sí he hecho es imponerme como objetivo seguir leyendo a Galdós sin pausa pero sin prisa, más allá de modas literarias y polémicas más relacionadas con la búsqueda de notoriedad pública que con un interés sincero por la obra galdosiana. A mí, esto de los centenarios de escritores muertos, los nombramientos de hijos predilectos o adoptivos y los homenajes de políticos por lo general iletrados, siempre me han olido a sahumerio rancio y a destiempo. Siempre he creído que a quienes por su obra merezcan reconocimiento público y social se les debe brindar en vida y no un siglo después de su muerte.
Lo dice todo y demuestra que nadie es profeta en su tierra, que el ayuntamiento de la ciudad que lo vio nacer y el cabildo de la isla en la que Galdós dio los primeros pasos lo nombren ahora hijo adoptivo, buscando más el efecto propagandístico del centenario que un verdadero interés por difundir y divulgar la obra del homenajeado tan a destiempo. Desde 1920 a 2020 lo más que ha hecho el ayuntamiento por su hijo predilecto ha sido rotular una calle con su nombre y bautizar con personajes galdosianos las calles de un barrio periférico. Algo más activo ha sido el cabildo con la apertura del museo y biblioteca en la casa natal de Galdós y la puesta en marcha en 1995 de una cátedra galdosiana en colaboración con la ULPGC dirigida - esta vez sí - por una verdadera galdosiana, la investigadora que seguramente más sabe de la vida y obra de Galdós, la profesora Yolanda Arencibia.
Mi modesta recomendación es que ignoremos olímpicamente polémicas de campanario y leamos a Galdós sin elevarlo a lo más alto de los altares ni despeñarlo al fondo de los abismos literarios. Fue hijo de un tiempo del que nos ha dejado un retrato de España que en no pocos aspectos sigue vigente cien años después de su muerte, por más que a algunos parezca pesarle aún.
Yo soy uno de esos simples mortales y ni tan siquiera puedo decir en mi descargo que empecé a leer a Galdós antes de decir ta-tá o desde que llevaba pantalón corto. Mi acercamiento a la obra galdosiana fue mucho más tardío, esporádico y asilvestrado, así que no tengo nada de lo que presumir por ese lado: ahora una obra de teatro, dentro de un año una novela y alguna vez que otra un episodio nacional. Y pare usted de contar, salvo que añada que de chico escuché en Radio Nacional lo que entonces me pareció una magnífica dramatización de los Episodios Nacionales y aprendí a solidarizarme con las penas y aventuras de Gabriel de Araceli.
La forma y el fondo
Si me preguntan si me gusta el estilo galdosiano no diría ni sí ni no sin dudarlo un segundo, aunque ese criterio lo suelo aplicar a cualquier escritor cuya obra caiga en mis manos: siempre hay aspectos con los que disfruto y otros con los que más bien me aburro, me fatigo o me irrito y en Galdós encuentro de todo esto en abundantes cantidades. Advierto de que si no quiero pasar por galdosiano menos quisiera parecer crítico literario, hablo solo desde el punto de vista de un lector que lee mucho y que, como cualquier otro en su lugar, tiene sus gustos y sus fobias. De Galdós valoro ante todo su portentosa capacidad para definir caracteres humanos y dotarlos de vida propia, tanto por la descripción física como por la moral, coronada siempre con el lenguaje adecuado para cada personaje real o ficticio.
Los chispeantes diálogos galdosianos - mero costumbrismo para los más puristas - denotan un profundo conocimiento de las expresiones lingüísticas de los grupos sociales de la época, así como una suerte de ternura que Galdós no niega ni siquiera a algunos de sus personajes más abyectos: en todos encuentra siempre un resquicio, por pequeño que sea, que impide la condena total e inapelable. Pero tengo para mí que Galdós se dejaba llevar por los gustos de su tiempo y era un sentimental incorregible al que le apasionaban las largas escenas folletinescas, capaces de poner a prueba la paciencia del lector más curtido.
Con todo, no es tanto el estilo galdosiano lo que más me interesa de su obra: cuando leo a Galdós busco sobre todo el espíritu ético y moral que anima toda su creación literaria, me intereso por su visión de la España de su tiempo, sus atrasos y problemas seculares. Ese es el Galdós que más me atrae con permiso de Javier Cercas, para quien un escritor debería refugiarse en una suerte de torre de marfil y abstenerse de cualquier compromiso con la realidad de su tiempo. El autor canario no hace nada de eso, al contrario, se remanga y se mete en el barro: arremete contra una España plagada de frailes, monjas, curas, nobles decadentes, traidores, afrancesados, reyes felones y espadones. Deplora el atraso del país, el uso de las instituciones para el lucro personal y la prebenda de por vida, la conspiración constante, la traición, la falta de ética y de moral entre quienes deberían dar ejemplo.
Galdós puso una mirada mordaz y ética sobre una España que perdió el tren del siglo XIX en mil y una batallas estériles, atrapada entre un pasado de grandeza marchita y un presente de miseria moral y material. En ese ambiente surgen con inusitado vigor moral los personajes más nobles de Galdós que generalmente son sencillos ciudadanos de a pie, como el que protagoniza la primera serie de sus Episodios Nacionales. Ellos son para Galdós los llamados a regenerar un país casi analfabeto, sumido en el oscurantismo de las sacristías, las covachuelas de los intrigantes y los salones de palacio a los que se acudía a pedir prebendas y canonjías a la monarquía.
Galdós tampoco ha sido profeta en su tierra
Dicho todo lo anterior, solo me queda añadir que la llegada del centenario de la muerte de Galdós no ha producido en mí unas ansias locas de ponerme a leer su obra como si no hubiera un mañana u otras cosas que leer. Lo que sí he hecho es imponerme como objetivo seguir leyendo a Galdós sin pausa pero sin prisa, más allá de modas literarias y polémicas más relacionadas con la búsqueda de notoriedad pública que con un interés sincero por la obra galdosiana. A mí, esto de los centenarios de escritores muertos, los nombramientos de hijos predilectos o adoptivos y los homenajes de políticos por lo general iletrados, siempre me han olido a sahumerio rancio y a destiempo. Siempre he creído que a quienes por su obra merezcan reconocimiento público y social se les debe brindar en vida y no un siglo después de su muerte.
Lo dice todo y demuestra que nadie es profeta en su tierra, que el ayuntamiento de la ciudad que lo vio nacer y el cabildo de la isla en la que Galdós dio los primeros pasos lo nombren ahora hijo adoptivo, buscando más el efecto propagandístico del centenario que un verdadero interés por difundir y divulgar la obra del homenajeado tan a destiempo. Desde 1920 a 2020 lo más que ha hecho el ayuntamiento por su hijo predilecto ha sido rotular una calle con su nombre y bautizar con personajes galdosianos las calles de un barrio periférico. Algo más activo ha sido el cabildo con la apertura del museo y biblioteca en la casa natal de Galdós y la puesta en marcha en 1995 de una cátedra galdosiana en colaboración con la ULPGC dirigida - esta vez sí - por una verdadera galdosiana, la investigadora que seguramente más sabe de la vida y obra de Galdós, la profesora Yolanda Arencibia.
Mi modesta recomendación es que ignoremos olímpicamente polémicas de campanario y leamos a Galdós sin elevarlo a lo más alto de los altares ni despeñarlo al fondo de los abismos literarios. Fue hijo de un tiempo del que nos ha dejado un retrato de España que en no pocos aspectos sigue vigente cien años después de su muerte, por más que a algunos parezca pesarle aún.
Nos queda la palabra
Parafraseo en el título un poema de
Blas de Otero que he recordado cuando pensaba en cómo iniciar este
artículo: "Si he perdido la vida, el tiempo / todo lo tiré como un anillo al agua./Si he perdido la voz en la maleza,/ me queda la palabra.
La palabra nos humaniza porque nos diferencia del resto de los animales al tiempo que nos dota de una herramienta con un poder inigualable. Aunque perdamos todo lo demás, mientras nos quede la palabra conservaremos la condición humana. En la Grecia clásica, de cuya cultura seguimos siendo deudores, aunque la mayoría de nuestra sociedad lo ignore o lo desprecie, la palabra integra un concepto mucho más amplio que incluye también el pensamiento y la razón: el logos.
La palabra nos humaniza porque nos diferencia del resto de los animales al tiempo que nos dota de una herramienta con un poder inigualable. Aunque perdamos todo lo demás, mientras nos quede la palabra conservaremos la condición humana. En la Grecia clásica, de cuya cultura seguimos siendo deudores, aunque la mayoría de nuestra sociedad lo ignore o lo desprecie, la palabra integra un concepto mucho más amplio que incluye también el pensamiento y la razón: el logos.
En realidad estamos ante diferentes
manifestaciones de una misma idea, la capacidad humana para el
pensamiento racional y su comunicación mediante la palabra escrita o
hablada. Si la palabra fuera solo una herramienta para satisfacer
nuestras necesidades primarias – aunque también sirva a ese fin –
su función no se diferenciaría demasiado del lenguaje de otros
animales. La diferencia radical es la capacidad de transmitir con
palabras ideas y conceptos abstractos con los que buscamos convencer,
disuadir, entusiasmar o emocionar a quienes nos escuchan. En las
palabras viajan miedos y esperanzas, tristezas y alegrías,
proyectos e intereses; en definitiva nuestra percepción de una
realidad de la que queremos que nuestros oyentes sean en alguna
medida copartícipes.
Al transmitir así nuestra cosmovisión
nos abrimos también a recibir la de los demás, generando un
complejo proceso de comunicación de ida y vuelta característico de
las relaciones humanas. En ese proceso la palabra puede ser tanto una
poderosa herramienta de libertad como de esclavitud en el sentido
moral y ético de este término. “Somos esclavos de nuestras
palabras y dueños de nuestros silencios”, dice un antiguo
proverbio. Porque de la palabra nacen las más nobles y elevadas
aspiraciones del ser humano pero también las más viles y ruines; la
palabra sirvió a la causa de la Revolución Francesa pero también a
la del nazismo; ha peleado por la razón y la justicia contra la
sinrazón de la esclavitud y ha justificado las atrocidades de los
campos de exterminio. Con sus dos caras según el uso con el que se
emplee, la palabra es con diferencia el arma más poderosa de los
seres humanos para bien y para mal, para el avance hacia un mundo
mejor o para la regresión.
Todo cambia, también la palabra
Tengo la inquietante sensación de que
avanzamos rumbo a una sociedad cada día más ágrafa e incapaz de
ponderar el peso, el valor y el poder de la palabra. En la era de las
tecnologías de la información, la palabra padece una profunda
transformación de consecuencias aún imprevisibles para la
comunicación humana. Los mensajes sincopados en las redes sociales
están empobreciendo el proceso de la comunicación que ya se
desarrolla en buena medida en ese tipo de ámbitos en detrimento de
otros canales. Pareciera como si ya solo fuéramos capaces de
transmitir gran parte de nuestros pensamientos o estados de ánimo a
través de mensajes breves y emoticonos, convencidos de que al
hacerlo en redes encontraremos un eco mayor cuando en realidad solo
contribuimos a generar más ruido y a aislarnos más de nuestros
semejantes.
Los usuarios de las redes somos
invitados a intentar transmitir en unos pocos caracteres ideas
complejas y apoyarlas en todo caso con algunos emoticonos
estandarizados que a duras penas pueden reflejar los matices del
pensamiento y las emociones: no hay espacio para la reflexión, el
matiz o la duda que solo la palabra hablada o escrita sin
limitaciones artificiales puede reflejar. En resumen, se nos empuja a
ser usuarios compulsivos de redes en las que es imposible la
reflexión o el debate, las grandes virtudes de la palabra tal y como
la concebían los griegos.
Soy periodista radiofónico, por lo que
la palabra ha sido necesariamente mi principal herramienta de
trabajo. Bastantes años después de haber dado los primeros pasos en
este medio, mi respeto por la palabra no ha dejado de crecer. Estoy
convencido de que una vida entera no es suficiente para desentrañar
todos los secretos y posibilidades de la palabra escrita o hablada,
como es mi caso. No me refiero solo a los aspectos formales
(gramática, sintaxis), conjunto de reglas que es imprescindible
respetar y manejar con una cierta solvencia para conseguir una
comunicación eficaz. Hablo sobre todo de una serie de aspectos mucho
más sutiles que tienen que ver con el sentido y la intencionalidad
consciente o inconsciente en el empleo de las palabras.
La palabra, medio y fin
Me sorprendo cada día descubriendo
nuevos matices en la entonación o en el ritmo de las frases; percibo
posibilidades nuevas en una inflexión de la voz, en una parada
enfática o en un sesgo irónico. Soy consciente de transmitir de una
manera más o menos explícita mi visión de la realidad o mi estado
de ánimo. No creo en el lenguaje neutro e impersonal y veo imposible
que el uso de determinadas palabras en lugar de otras o la fuerza y
el acento con la que se pronuncian no denoten de algún modo el
pensamiento de quien las emplea. Si se me permite el símil, creo que
la palabra es como el cincel del escultor que se expresa a través de
la obra que esculpe: los humanos damos forma a nuestro mundo y le
conferimos orden y sentido con palabras al igual que el escultor
organiza y modela el suyo a golpe de cincel.
Sería una locura por mi parte
atreverme a predecir el futuro de la palabra pero lo que percibo me
intranquiliza. Doy por hecho que la necesidad de comunicación de la
especie humana a través de esa herramienta única no podrá
desaparecer porque sería como si la propia especie perdiera su
característica más definitoria. Cuestión diferente es la calidad y
la profundidad de esa comunicación, si es algo más que una serie de
espasmódicos mensajes en medio de un océano inabarcable de mensajes
similares o es un intercambio razonablemente fluido de pensamientos,
experiencias y estados de ánimo.
No es mi intención restarle ni un
gramo de importancia al avance que han supuesto las redes para la
transmisión de noticias casi en tiempo real; no es imposible, aunque
no frecuente, encontrar reflexiones breves pero con enjundia o
análisis certeros de la realidad, capaces de decir más en unos
pocos caracteres que en unos cuantos folios. Las redes nos acercan de
forma instantánea las reacciones y valoraciones de la gente
corriente ante todo tipo de acontecimientos públicos de
trascendencia social, aunque también suelen ser el vehículo de la
banalidad o la trivialidad más absolutas. Es precisamente la
tentación de reaccionar a toda prisa y hacerlo con las entrañas
antes que con la razón la que genera climas por momentos
irrespirables y cargados de una inusitada violencia verbal. Al mismo
tiempo, los bulos y las noticias falsas que circulan en las redes se
han convertido en una seria preocupación política por la capacidad
desestabilizadora que tienen para el sistema democrático.
El panorama de la palabra
Lo que tenemos ante nosotros es una
comunicación cada vez más atomizada, plana y atenta sobre todo a
provocar el efecto inmediato sobre el receptor: que esos mensajes
sean ignorados por la red o que nadie o muy pocos nos respalden con
comentarios o “me gusta” decepciona y hasta genera problemas de
ansiedad y aislamiento entre los jóvenes nativos digitales, a
quienes parece como si les costara imaginar formas distintas de
comunicación.
Reducir cada vez más la comunicación
al estrecho marco que nos impone el imperio de las redes, es
renunciar al universo infinito de posibilidades que nos ofrece la
palabra como vehículo insustituible para interactuar socialmente,
con toda la flexibilidad y la riqueza de matices que un mensaje de
unos cuantos caracteres nunca podrá lograr por muchos emoticonos que
lo acompañen. No permitamos que nos roben la palabra viva y rica que
nos define como seres racionales, aprendamos a amarla, a respetarla y
no nos rindamos nunca ante la engañosa facilidad de comunicación
que nos ofrecen las redes, lo cual no implica actuar como si no
existieran o no constituyeran un fenómeno social con el que hay que
contar. Pero ante todo, no perdamos la palabra y nuestro contacto
cotidiano vivo y profundo con ella porque entonces estaremos en
trance de haberlo perdido todo.
Los tiempos están cambiando
¡¿Qué sorpresa, verdad?! Seguramente muchos habían pensado que este blog había pasado a mejor vida como tantos otros en la blogosfera global. Pues no, no estaba muerto ni estaba de parranda, solo estaba ivernando una larga temporada. Ahora empieza a desperazarse poco a poco y en un tiempo prudencial puede que vuelva a estar bien despierto y atento a lo que acontezca por aquí y por allá. Eso sí, se tomará su tiempo antes de estar de nuevo en forma pero ese momento está cada más cerca a partir de hoy. Aún no sabe si vendrá con cambios o recuperará las viejas costumbres que, no por viejas, son menos respetables. Tal vez sea preferible mantener el toque vintage para llevar la contraria a la hipermodernidad con la que cierta tropa más bien ignara cree haber descubierto la pólvora y hasta la rueda. Pero no adelantemos acontecimientos, todo se irá desvelando en su momento justo. Solo hay que seguir atentos al blog y él avisará. Hasta más o menos pronto.
Política low cost
La actuación de los partidos y del Gobierno de Sánchez está derivando lamentablemente hacia un teatrillo perpetuo, en el que prima mucho menos lo que se dice y cómo se dice que el ruido mediático que se pueda hacer. De estas prácticas tan perniciosas para la calidad del sistema democrático participan los principales partidos de lo que en tiempos se llamaba "arco político" y hoy podríamos motejar de "circo parlamentario". El Congreso y el Senado ya no son tanto los ámbitos del debate político razonable a partir de opciones políticas divergentes, como las cajas de resonancia mediática de chascarrillos, broncas, descalificaciones y postureos varios. Se me podrá argumentar que, poco más o menos, son así todos los parlamentos del mundo y puede que en parte sea cierto. Sin embargo, tengo la sensación de que, desde el advenimiento de la política - espectáculo y la polarización de los medios, ese tipo de comportamientos ha empezado a desbordar todos los límites permisibles en un sistema democrático que se respete. Esta forma de hacer política se caracteriza por la urgente necesidad de no perder comba en las redes sociales y provocar cuantos más "me gusta" mejor. Si se suman también todo tipo de insultos y mofas no parece importar mucho, lo importante - como dice la sabiduría popular - es que hablen de uno aunque sea para mal.
Debates sobre asuntos de importante alcance político y social se sustancian en una mañana y por la tarde ya estamos enfrascados en la siguiente polémica, bailando al son que tocan los asesores de imagen y los gabinetes de comunicación. Las ideas se lanzan a los cuatro vientos sin precisarlas ni en el fondo ni en la forma y, lo que es peor, sin haber sopesado sus implicaciones ni haberlas discutido previamente con nadie. Solo es necesario envolverlas en un brillante papel de celofán con un sonoro lema político y esperar que las redes sociales y el resto de los medios hagan su trabajo de engullirlas y regurgitarlas cuanto antes para que surtan el efecto deseado en la opinión pública. La serenidad y el sosiego en los debates sobre los asuntos importantes para una sociedad parecen ya rémoras de un pasado lejano y aburrido, relegado en favor del griterío y los memes en las redes sociales.
Esta situación no es hipotética sino completamente real como hemos tenido oportunidad de comprobar esta misma semana. Un ejemplo lo encontramos en la propuesta de Pedro Sánchez sobre los aforamientos, lanzada en un acto de autobombo de su Gobierno por los cien primeros días en La Moncloa. Las redes y los digitales titularon de inmediato que Sánchez iba a acabar con los aforamientos y nada más lejos de la realidad: si su propuesta sale adelante solo acabaría con una mínima parte de los 250.000 que hay aproximadamente en España. De precisar ese extremo nada baladí y aclarar que quedan excluidos los casos relacionados con la actividad política del aforado, tuvo que encargarse La Moncloa pero a instancias de los medios, no de oficio. El objetivo en este caso era conseguir que la oposición y los medios poco afines dejaran de hablar de las dudas sobre la tesis de Sánchez y, en honor a la verdad, hay que admitir que lo consiguió al menos por unas horas. Sin embargo, el debate se fue diluyendo a medida que pasaban las horas y empezaba a conocerse la letra pequeña de la propuesta: menos de veinticuatro horas después ya ningún medio hablaba de ese asunto en sus primeras páginas y apenas se comentaba en las redes sociales. Dos días después, la propuesta de Sánchez sobre los aforamientos parece algo del siglo pasado.
¿Es de recibo que una cuestión de este calado político, que implica una reforma constitucional y un muy amplio respaldo político, se haya abordado de manera tan frívola como ha hecho el presidente del Gobierno solo para desviar la atención mediática de sus problemas académicos? De ningún modo son aceptables estos juegos de manos cuyo único objetivo parece ser descolocar a los rivales y recuperar la iniciativa política ante la opinión pública cuando se está contra las cuerdas. Del mismo modo, tampoco se puede pretender legitimar una acción como la enmienda del PSOE contra el veto del Senado a los presupuestos a través de una ley completamente ajena, alegando que el PP hacía lo mismo cuando estaba en el Gobierno. Esa decisión y esas explicaciones son indignas de un partido de izquierdas que en la oposición clamaba contra unas prácticas que ahora reproduce y de un presidente de Gobierno al que a diario se le llena la boca hablando de la calidad de la democracia. Anuncios como el de los aforamientos y decisiones como la enmienda contra el veto del Senado son las que de verdad enturbian aún más la calidad de la democracia y rebajan la acción del Gobierno y de los partidos a política low cost.
Videojuegos y consenso
El Gobierno de Canarias no ha tenido más remedio que plegar velas y guardar en un cajón la consola de los videojuegos que pretendía introducir en la escuela pública por la vía de las actividades extraescolares y a través de una liga de colegios. Me alegré sinceramente cuando conocí la noticia y así lo expresé públicamente en las redes sociales. Analizando más de cerca las circunstancias que han llevado al Gobierno a replantearse el proyecto, llegué a la conclusión de que tal vez la satisfacción no estaba plenamente justificada. Supuse, tal vez de forma un tanto precipitada, que el cambio de opinión estaba directamente relacionado con el cerrado rechazo cosechado por el Gobierno entre padres, profesores, profesionales de distintos campos y, sobre todo, de la práctica totalidad de las fuerzas políticas; de hecho, el único apoyo político con el que contaba el Gobierno era el de la Agrupación Socialista Gomera y la propia CC.
Abrir este asunto al debate social y político - como anuncia ahora la Consejería de Educación - me parecía y me sigue pareciendo la forma correcta de afrontar una realidad insoslayable de la sociedad actual. Ahora bien, lo que me pregunté entonces y me sigo preguntando ahora es la razón por la que la Consejería no buscó ese consenso desde el primer instante en lugar de ofrecerlo cuando ya no queda más remedio que transigir ante el rechazo generalizado. Me gustaría que alguien de la Consejería explicara a los ciudadanos y a la comunidad educativa qué impidió convocar a los sectores concernidos para debatir y acordar sobre esta cuestión. Todo ello, sin menoscabo de la autoridad del Gobierno para tomar sus decisiones que, no obstante y tratándose de un Ejecutivo en clara minoría parlamentaria, debería hacer un mayor esfuerzo si cabe para que sus decisiones reciban el mayor respaldo posible.
Foto: eldiario.es |
Por desgracia me temo que este inesperado ataque de consenso que ha experimentado la administración educativa es menos sincero de lo que me pareció a primera vista. Dicho en otras palabras, el repentino cambio de posición - hasta el mismo día anterior la consejera Monzón había defendido que el Gobierno seguiría adelante con la idea - se debió sobre todo al temor a un cambio de la ley de Educación encaminado a prohibir los videojuegos en las aulas. La medida, anunciada por el PP en el Parlamento, habría conseguido una amplia mayoría y habría dejado al Gobierno sin capacidad de maniobra para continuar adelante con la contestada iniciativa. Se puede decir por tanto que el Gobierno ha hecho de la necesidad virtud negociadora cuando pudo haber actuado mucho menos pagado de sí mismo y haber sometido al debate público sus planes sobre los videojuegos.
Tal vez así podría haberse reducido ese "déficit de información" que Educación le atribuye de forma insistente a quienes recelan de los videojuegos, en buena medida con razonamientos fundados en evidencias científicas que la Consejería parece desdeñar alegremente, escudándose en una jerga poco comprensible sobre el acompañamiento de las familias a los chavales que practican videojuegos. Espero que el Gobierno haya aprendido la lección y aunque sea a la fuerza se avenga ahora al consenso, más impuesto que buscado, con espíritu abierto. En un asunto en el que entra en juego la educación de las futuras generaciones no se puede actuar de manera unilateral, en virtud de preferencias personales ni al calor de intereses particulares, por muy legítimos que sean. Ojalá que la oferta de consenso sobre los videojuegos sea para bien y que fructifique en un acuerdo amplio que determine, en su caso, el alcance y el papel de su presencia en la escuela.
El funambulismo de Sánchez
La vocación política de Pedro Sánchez parece ser la de vivir de forma permanente en el alambre, rectificar sus propias palabras o las de sus ministros y lanzar anuncios a los cuatro vientos para desdecirse de ellos o modificarlos a las primeras de cambio. Se trata de una suerte de funambulismo político que tiene a los ciudadanos a medio camino entre el desconcierto y el hastío. El último de esos anuncios ha sido el de la modificación exprés de la Constitución para eliminar la figura de los aforados. No digo que no sea necesario hacerlo, si bien la propuesta de Sánchez es tan limitada que apenas afectaría a una mínima parte de los 250.000 aforados que hay en España y siempre y cuando el caso no esté relacionado con su actividad política sino con su vida privada. Lo que cuestiono son las formas: estamos hablando de modificar la Carta Magna, no una ley cualquiera, y esa es una tarea que antes de acometerla conviene sopesarla y discutirla sin urgencias electoralistas o de otro tipo de por medio. Que se sepa, Sánchez no ha consultado a ningún especialista y ni siquiera se la ha presentado al resto de los grupos políticos, que en definitiva serían los encargados de aprobarla. Ahora bien, no nos engañemos: el anuncio de Sánchez, hecho en un acto de autoalabanza de sus cien primeros días en el Gobierno, busca en realidad desviar el foco mediático y político, centrado en los últimos días en su tesis doctoral y en la manifiestamente mejorable gestión de las bombas para Arabia Saudí.
Sinceramente, dudo mucho que el presidente lo consiga por más que su tesis no parece ser plagiada, que Sánchez afirme que la escribió él, que no recibió trato de favor y que se haya publicado urbi et orbi. Aún así me cuesta creer que Sánchez sea tan ingenuo como para pensar que los medios y los partidos de derechas de este país van a soltar la presa para echarse a correr detrás de la liebre de los aforamientos. Más bien sospecho que el presidente debe estar pasando por los peores momentos de su corta estancia en La Moncloa y ha recurrido a la reforma constitucional con la débil esperanza de recuperar la iniciativa política. Por lo demás, y aunque todo parece indicar que su tesis está limpia de polvo y paja, haría bien el presidente en comparecer en el Congreso como le han pedido PP y Ciudadanos, incluso a sabiendas de que no creerán sus explicaciones sobre ese asunto. Negarse a hacerlo aduciendo que llevar esta cuestión a la cámara es "enturbiar la calidad de la democracia" es una pobre excusa: por desgracia, la calidad democrática de este país ya deja mucho que desear y su comparecencia no empeoraría las cosas, antes al contrario, ayudaría a mejorarlas.
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La transparencia y la rendición de cuentas en sede parlamentaria es uno de los peajes que los representantes políticos están obligados a abonar en un régimen democrático, en el que si un presidente del gobierno obtuvo sus títulos académicos de acuerdo a las normas legales y éticas no puede ser considerado un asunto de ámbito estrictamente personal. Aunque bien mirado, apenas si necesita Sánchez de la oposición para acelerar su desgaste al frente del Gobierno. Si no es la tesis es el máster de Montón o el cambio de postura en relación con la revalorización de las pensiones o la subida del diesel o cualquier otro asunto. Lo último ha sido la completa y absoluta desautorización de la ministra de Defensa a propósito de la venta de cuatrocientas bombas a Arabia Saudí. Margarita Robles, que inexplicablemente aún no ha dimitido, ha visto como su compañero de gabinete, Josep Borrell, le enmendaba la plana y el presidente la dejaba a los pies de los caballos.
Se le abren a uno las carnes escuchando al ministro de Exteriores o a la portavoz Celáa alabando la precisión de esas bombas porque "no causan daños colaterales"; más se le abren aún oyendo al propio presidente de un gobierno socialista anteponer las relaciones comerciales con una satrapía como Arabia Saudí y los puestos de trabajo en Cádiz a las vidas de miles de inocentes civiles en Yémen. Un Gobierno de estas características - descoordinado e incoherente - solo hace felices a los partidos de la oposición, se cava su propia fosa política y sume a los ciudadanos en la confusión y en la desconfianza. Las peripecias de Sánchez sobre el alambre de la política resultan cada día más arriesgadas para sus expectativas electorales y, lo que es peor, para un país que merece un Gobierno que baje de una vez a tierra firme y deje de columpìarse un día sí y al otro también.
El estado de la desunión
Intentando escapar del asfixiante ambiente político español con sus másteres y sus tesis - por no hablar de sus Torras - me he dado de bruces con los Orban, Junker y demás familia. Ha sido como salir de Guatemala y caer en Guatepeor, con perdón de los guatemaltecos que de esto no tienen culpa ninguna. No se puede decir tampoco que en los predios comunitarios se respire paz y aburrido sosiego. Lo que reina es populismo, xenofobia, desconcierto y ruido, mucho ruido. Habrá aún quienes sigan creyendo en el mantra de la integración europea y les admiro por su fe inquebrantable. A mí, en cambio, creer en tal cosa se me hace cada vez más cuesta arriba aunque reconozco que la alternativa es aterradora. A ver cómo se suma uno al coro de voces blancas que alaban las bondades de la Unión Europea mientras escucha al xenófobo Orban o el mortecino Junker. Al primero le han leído la cartilla en Bruselas y le han abierto un proceso que podría terminar retirándole el voto a Hungría en la organización comunitaria.
Me parece que eso no le va a llevar a moderar su odio contra todo lo que suene a inmigración y derechos humanos, así que a ver cómo lo arregla Bruselas. Máxime cuando ni siquiera el Partido Popular Europeo, del que para vergüenza propia y ajena sigue formando parte el partido de Orban, ha sido capaz de expulsarlo. Pero para qué rasgarnos las vestiduras si los eurodiputados españoles del PP - entre ellos el canario Gabriel Mato - votaron en contra del proceso sancionador contra Hungría, como si no estuviera en juego precisamente el núcleo y la razón de ser de la UE. Puede que los mismos que apoyan al ultraderechista Orban luego se lamenten del ascenso de la xenofobia en Europa, aunque para entonces tal vez sea tarde. Resulta tan descorazonador como indignante que el PP haya preferido echarle un cable a un correligionario político de la ultraderecha que defender los valores fundacionales de la UE. Ello no les impedirá volver a bombardearnos con el mensaje de la integración en cuanto se acerquen las elecciones. ¿De qué integración cabe hablar en una Unión Europea que no cesa de enviar señales de declive, agotamiento y división? ¿Qué significa exactamente a estas alturas y después del penoso desempeño de la crisis por parte de la Unión Europea la palabra "integracion"? ¿Qué sentido tiene hablar de "integración" después del brexit y el ascenso de los partidos ultraderechistas en buena parte del continente?
No ha mejorado mucho mi percepción de la salud comunitaria leer lo que ha dicho al grisáceo Jean Claude Junker, el presidente de la Comisión Europea, en ese discurso pomposamente llamado sobre el "Estado de la Unión", con el que parece querer emular al presidente de los Estados Unidos, cuyo discurso sí es seguido con mucho interés por los estadounidenses. En el caso europeo, el nulo interés de los ciudadanos, que en su práctica totalidad seguramente ni saben quién es Junker ni a qué se dedica, es el mejor termómetro para medir eso que algunos se siguen empeñando en llamar integración europea. De lo que dijo Junker me quedo, si acaso, con un par de reflexiones en voz alta sobre inmigración, el mayor reto al que se enfrenta la UE y ante el que está actuando con la ya conocida descoordinación y a partir del principio de que cada cual se las arregle como pueda.
Las novedosas ideas de Junker para gestionar este asunto se reducen a reforzar las fronteras exteriores y acelerar las devoluciones. Pretende así tranquilizar a los países del norte y del este, poco proclives cuando no completamente contrarios a la solidaridad inmigratoria con el resto, y a los del sur que se enfrentan en solitario a la incesante llegada de inmigrantes. No digo que no le falte razón en el primero de los dos asuntos, pero una cosa es decirlo y otra poner de acuerdo a los países miembros para buscar el dinero que lo haga posible sin vulnerar los derechos de los inmigrantes. Esa misma advertencia cabe hacer a la agilización de las expulsiones: se requieren medios suficientes y adecuados para que las repatriaciones no se conviertan en expulsiones en caliente.
Lo más lamentable es que Junker apenas hizo mención alguna a la necesidad de incrementar la cooperación en los países de origen y tránsito de los flujos migratorios hacia la UE y buscar vías legales y seguras de acceso al territorio comunitario. En realidad, ni falta que le hacía esforzarse tanto toda vez que sus propuestas probablemente irán a parar a algún cajón en donde serán olvidadas para siempre. Sin el preceptivo y vinculante visto bueno alemán, las ideas de Junker no son más que eso, ideas sin posibilidad alguna de convertirse en acciones concretas. A uno se le ocurre que quien debería pronunciar cada año el discurso del Estado de la Unión sería la canciller alemana: al menos sabríamos mejor a qué atenernos y en qué grado de desintegración comunitaria nos encontramos.
Montón, una de las nuestras
Tal vez se pueda, no digo que no, pero tengo serias dudas de que el escándalo del máster de Montón se pudiera gestionar peor de lo que lo han hecho sus actores principales, el Gobierno y el PSOE. Comprendo e incluso admiro a quienes sacan pecho a toro pasado y presumen de que en el PSOE sí se depuran responsabilidades políticas, mientras señalan con el dedo de acusar a los partidos que no lo hacen. Quienes defienden este bucólico relato de los hechos olvidan interesadamente lo que ocurrió el lunes y el martes, desde el momento en el que eldiario.es publicó la información que ha acabado con la carrera ministerial de Montón. Es cierto que la ex ministra compareció poco después pero sus explicaciones fueron tan incompletas e insatisfactorias que fue inevitable pensar en su final en el Ministerio de Sanidad. Esa hipótesis, que poco a poco se fue convirtiendo casi en certeza, la abonaron a conciencia el PSOE y Moncloa: ni desde Ferraz ni desde el Gobierno salió nadie el lunes a defender a Montón. Ella insistía el martes a primera en una entrevista radiofónica en su inocencia y en su determinación de continuar en el cargo.
Casi al mismo tiempo se conoció un nuevo dato sobre su máster: algunas de las notas habían sido manipuladas después de haberse cerrado las actas, algo incluso claramente más grave que matricularse fuera de plazo o no ir a clase en un máster de tipo presencial. Fue entonce y parece que a instancias de Pedro Sánchez, cuando se produjo el primer signo externo de apoyo a Montón. El número dos del PSOE, José Luis Ábalos, y la portavoz, Adriana Lastra, salieron a la palestra en defensa de la ministra, mientras en el seno del partido aumentaba el clamor para que se la dejara caer. Haciendo caso omiso a esa demanda, Sánchez completó la faena con una defensa de la labor de Montón en Sanidad, evitando en todo momento referirse a las irregularidades del máster. De repente y en menos de un minuto, Sánchez indultó políticamente al líder del PP, Pablo Casado, enredado también en un máster más que dudoso y sobre el que pesa la posibilidad de ser investigado por el Supremo en relación con este asunto.
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Apenas después llegó la traca final cuando se supo que Carmen Montón también plagió buena parte de su trabajo de fin de máster, ese que los periodistas le pedían que les dejara ver y ella se negaba en redondo. Acabó aquí su resistencia - bien es verdad que ha demostrado tener mucha menos que Cristina Cifuentes - y presentó su dimisión. Eso sí, no hubo en esa comparecencia sin preguntas ni una palabra para reconocer que se benefició indebidamente de un trato de favor por parte de la Universidad Rey Juan Carlos; lo que no faltaron en cambio fueron muchos ditirambos para Pedro Sánchez por el apoyo recibido.
Puestos a repartir responsabilidades políticas es difícil decidir por dónde comenzar y quién se lleva la peor parte. Montón debió haber dimitido el mismo lunes por la mañana si no iba a ser capaz de contrarrestar de manera convincente la información sobre su máster. Al aferrarse al cargo obligó al partido y al presidente a salir en su defensa para luego dejarlos, literalmente, con el culo al aire. Sánchez ha quedado retratado de nuevo como un presidente falto de la determinación necesaria para tomar decisiones difíciles en situaciones como esta. En eso no se ha diferenciado en absoluto de lo que ante este tipo de escenarios hacia Rajoy: callar mientras podía y cuando no le quedaba más remedio que hablar, defender a su gente contra viento y marea y hasta contra las evidencias.
Aún peor resulta el hecho de que el presidente ha demostrado con claridad que estaba dispuesto a salvar de la quema a Montón, aunque eso convirtiera en filfa su discurso regenerador y liberara de paso de responsabilidades políticas a Casado. Ahora, quienes sostienen que Montón y Sánchez han actuado de manera ejemplar, piden la dimisión del presidente del PP. Tal vez debería dimitir, pero olvidan quienes lo piden con tanta convicción que durante dos días con sus cuarenta y ocho horas, Pedro Sánchez y el PSOE han dado muestras de que confiar en que serán fieles a sus promesas de la oposición dependerá en última instancia de que haya o no de por medio alguien de los nuestros.
Montón en la cuerda floja
El ruidoso silencio con el que el PSOE y el Gobierno han acogido los apuros de la ministra Montón con su máster en la Universidad Rey Juan Carlos - dónde, si no - hace presagiar que Carmen Montón tiene las horas contadas al frente de Sanidad. Me atrevería a decir, aunque puede que me equivoque, que lo único que falta para que se produzca el cese o la dimisión es que Pedro Sánchez encuentre a quien la sustituya al frente de una cartera de mucho peso social en un Gobierno que presume de social. No se trata ahora tanto de entrar en la enredina relativa a los matices sobre las circunstancias en las que Montón obtuvo su máster en Igualdad. Se trata, en líneas generales, de discernir si la aún ministra fue consciente de que estaba recibiendo un trato de favor por parte de una universidad pública, ya tristemente famosa por su afición a entregar másteres a dirigentes políticos que ni siquiera se molestan en cubrir las apariencias.
La Rey Juan Carlos está pidiendo a gritos una auditoría externa que arroje luz sobre las corruptelas académicas que parecen rodear al menos aquellos másteres cursados por políticos, independientemente del color de su partido. Si el dinero público se está empleando en inflar los currículos académicos de los políticos es algo que los ciudadanos tenemos derecho a saber y, en su caso, a conocer a cambio de qué se han otorgado tales prebendas y exigir que se depuren las responsabilidades correspondientes. Volviendo al caso de la ministra, las explicaciones que sobre las informaciones difundidas por eldiario.es ha dado Montón hacen pensar que, efectivamente, ella también ha sido agraciada con un máster en Igualdad como lo fueron Cristina Cifuentes y Pablo Casado con uno de Derecho Autonómico. Negarlo todo - como en su día hiciera Cifuentes - o decir que se limitó a hacer lo que le indicaron sus profesores - como afirma Casado - es a toda luces una explicación isatisfactoria por insuficiente y porque alberga contradicciones no aclaradas con la información periodística y de la propia universidad Rey Juan Carlos.
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Puede que no fuera ella la que pidiera el trato de favor a sus profesores pero cuesta creer que no se diera cuenta de que lo estaba recibiendo. De otro modo no se explicaría que se le permitiera la matrícula fuera de plazo, que no tuviera que acudir a clase en un máster exclusivamente presencial o que obtuviera brillantes notas en asignaturas a cuyas clases nunca acudió; por no hablar de la manipulación de sus notas, reconocida por la propia universidad. Podría argumentar alguien que a caballo regalado no se le mira el diente, pero no rige ese principio en este caso ni debería regir en ningún otro. Carmen Montón era nada menos que diputada del PSOE y responsable de Igualdad en el partido cuando cursó ese máster. Era su obligación moral no prestarse por acción u omisión a convertirse en receptora de ningún tipo de favor académico ni privilegio con respecto a los restantes alumnos del máster.
Si así fue, como todo hace indicar, se hace imprescindible su dimisión o su destitución como ministra. La decisión está en sus manos o, en su defecto, en las de Pedro Sánchez, quien ha puesto tan alto el listón de la regeneración política que no está ahora en condiciones de contemporizar y dejar pasar como en sus buenos tiempos hacía Rajoy con este tipo de casos. Eso, además de desautorizar su discurso, implicaría de paso indultar a Cristina Cifuentes - investigada por el Supremo - y a Pablo Casado, sobre el que también podría caer en las próximas semanas la condición de investigado y que, por eso y no por otra cosa, adopta ahora esa postura de hipócrita respeto a la presunción de inocencia de Montón. Así que el margen de Sánchez es más bien escaso para no dejar caer al segundo miembro de su gabinete en solo tres meses en La Moncloa, un récord que de producirse será difícil de batir.
El dilema de Casado
Vuelve a demostrarse que, en verdad, lo que desgasta a un político es la oposición, no el poder. La prueba es lo que le viene ocurriendo al PP desde que Rajoy fue desalojado de La Moncloa por Pedro Sánchez y sus interesados socios. Apenas han pasado tres meses desde que el ex presidente se dedica a la bien remunerada actividad de registrador de la propiedad, y al partido que gobernó con mano de hierro en guante de seda se le empiezan a ver las costuras internas. De hecho, ya el proceso sucesorio no fue precisamente una exhibición de cortesías versallescas, sino más bien una carrera de zancadillas y puñaladas traperas entre los candidatos y sus respectivas familias políticas. Al final, ignorando el parecer de una militancia a la que se tomó como coartada para aparentar democracia interna, los compromisarios bendijeron a Casado y desairaron a Soraya Sáenz de Santamaría, la ganadora en las urnas. Pasado mes y medio del congreso popular, es evidente que las heridas abiertas entonces no sólo no se han cerrado sino que supuran aún y amenazan con serios daños en un partido que se suponía rocoso y unido.
Las fricciones entre la ex vicepresidenta y el nuevo líder son cada vez más notorias y amenazan con ir a más en las próximas semanas o meses. La pretensión, un tanto extraña, de quien fuera mano derecha de Rajoy de ocupar en la nueva dirección un peso similar al apoyo que recibió en el congreso del partido, fue solo el primero de una serie de roces que en parte han quedado tamizados al interponerse el verano de por medio. Ahora que esta en marcha un nuevo curso político frenético e intenso, con la posibilidad nada descabellada de un adelanto electoral, las desavenencias amenazan con exacerbarse. Es mucho lo que el PP se juega en la cita electoral del año que viene cara a recuperar el poder del que fue desbancado por la moción de censura y necesita estar lo más unido posible para conseguir ese objetivo. Sin embargo, de momento, no es esa la sensación que se tiene: lo acabamos de ver hace unos días en el Congreso cuando Sáenz de Santamaría faltó a la primera reunión del curso del grupo parlamentario popular, convocada por Casado. Cuando ella llegó a la cámara el presidente del PP ya se había marchado, lo que ilustra a la perfección la falta de sintonía entre ambos. Pero por si no había quedado meridianamente clara su posición, el sábado tampoco acudió a la Junta Directiva que los populares celebraron en Barcelona.
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En el aire flota desde entonces la posibilidad de que Sáenz de Santamaría abandone la primera línea política. Ella, de momento y demostrando lealtad política, no suelta prenda antes de hablar con Casado y trasladarle sus quejas. El líder popular, por su parte, insiste en recordar que Sáenz de Santamaría tiene un sillón en la Ejecutiva popular, algo que la ex vicepresidenta considera a todas luces insuficiente para los méritos que seguramente considera atesorar y el resultado conseguido en el congreso del partido. Y es aquí en donde se le presenta el dilema a Casado: acceder a lo que quiere Sáenz de Santamaría le enajenaría los apoyos que le hicieron presidente del PP, entre ellos los del aparentemente incombustible José Manuel Soria - capaz de ganar batallas después de haber sido declarado políticamente muerto -, José Manuel García - Margallo o Dolores de Cospedal.
Ellos y sus respectivas familias políticas se conjuraron para condenar a Sáenz de Santamaría al ostracismo y no verían con buenos ojos que Casado le devolviera parte del poder que tenía. Sin embargo, no hacerlo condenaría al presidente del PP a prescindir de alguien que en experiencia y conocimiento de la administración le puede dar unas cuantas vueltas y, por tanto, serle muy útil en el inmediato y complicado futuro para su partido. Si además de enfrentarse a esa disyuntiva la Justicia considera que debe comparecer como investigado para explicar su supersónico máster, mucho me temo que Casado tendrá que hincar mucho los codos para aprobar el curso político que tiene por delante.
Clavijo y los medianeros
Es bien conocida la aversión del presidente canario, Fernando Clavijo, a tratar con medianeros de otros partidos políticos: a él lo que le pone es tratar en persona y personalmente con los jefes máximos de esos partidos. Así se lo espetó en su día a los socialistas canarios y así ha vuelto a hacer ahora con los populares. Justo cuando Asier Antona empezaba a entonar su aria de bravura presupuestaria, va Clavijo y se reúne en Madrid con Pablo Casado, un encuentro que vale por toda una declaración de intenciones. La versión oficial dice que el encuentro tenía como objetivo pedirle al líder de la derecha - uno de los dos líderes de la derecha, preciso - que le eche una mano para que Pedro Sánchez permita a Canarias gastarse en servicios públicos esos 600 millones de euros de superávit, que parecen pesarle como una losa al Gobierno de Canarias.
Ni al más lerdo observador político se le pasaría por alto que en la reunión tiene que haber salido a relucir la reiterada petición de los populares canarios para que Clavijo acometa de una vez una rebaja generalizada del IGIC. Eso, o el PP no le apoyará las cuentas públicas del año que viene, año de elecciones, con lo que eso suele fastidiar a un partido en el Gobierno que aspira a repetir. Ahí tienen, además, a Pedro Sánchez remoloneando con la "agenda canaria" y posponiendo para las calendas griegas la firma de los compromisos con las Islas. Mientras él se dedica a tiempo completo a la crisis catalana y a los caprichos de Torra, algunos de sus ministros viajan a ultramar más en clave electoralista que institucional, provocando un razonable malestar ante el ninguneo.
No creo que a Casado le cueste mucho convencer a su hombre en Canarias para que no le amargue el dulce presupuestario a Clavijo. Bastará con que le recuerde que apoyó a Sáenz de Santamaría en el congreso del PP en el que el elegido fue Casado, para que Antona se avenga a razones. Si a eso une en su recordatorio que las candidaturas del año que viene las visará Casado, el aria de bravura presupuestaria de Antona es posible que se transforme en aria amorosa ma non troppo, entonada a dúo con Clavijo en el teatro de Teobaldo Power. Claro que antes de ese dulce instante pasarán semanas y semanas en las que Antona y los suyos repetirán de lunes a lunes y de la mañana a la noche que sin bajada generalizada del IGIC no habrá presupuestos. Es el ineludible peaje que habrá que pagar un año más para escuchar al final a los populares justificando el apoyo a unas cuentas que juraron rechazar hasta el día del Juicio Final.
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Es probable que para guardar las apariencias y hacerle el trance menos duro al PP, Rosa Dávila se avenga a tocar el IGIC aquí y allí, pero nada más: de rebaja general nada de nada por más que CC la lleve prometiendo para un año siguiente que nunca termina de llegar. Cuando Paulino Rivero, entonces y ahora miembro de CC, subió el IGIC amparado en las exigencias de la crisis, prometió solemnemente que en 2012 se revertiría la situación y se volvería a la presión fiscal anterior. Les ahorro el cálculo de los años que han pasado aplazando al año siguiente el cumplimiento de esa promesa, que tampoco se va a cumplir en 2019 por mucho que Antona se suba a la parra. CC volverá - ya lo está haciendo - a esgrimir sus conocidos argumentos de que sin un nuevo modelo de financiación autonómico que ponga al día los recursos que necesita Canarias para atender en condiciones sus servicios públicos, no es oportuno bajar los impuestos.
Y no le falta parte de razón en esa justificación en la que, sin embargo, obvia el espectacular crecimiento de la recaudación en los últimos años y el efecto positivo que tendría para el consumo y la propia recaudación una menor presión fiscal, al menos en productos y servicios esenciales para la mayoría de los ciudadanos. En todo caso y a la vista de lo ocurrido el año pasado, no tengo muchas dudas de que Clavijo conseguirá una vez más salirse con la suya y sacar adelante sus segundo presupuestos autonómico a pesar de contar con menos de un tercio de los diputados de la cámara. Y ya puede Antona arrancarse por soleares si se cumple de nuevo que en donde manda capitán no manda marinero ni medianero.
Cuenta atrás para Sánchez
El plazo de gracia que por cortesía se concede a los nuevos gobernantes para que formen equipo, aclaren sus ideas y fijen sus prioridades toca a su fin para Pedro Sánchez. El presidente lleva tres meses en La Moncloa y lo mejor que se puede decir de su ejecutoria es que lo único que parece moverle es el deseo de seguir en el puesto. Sus primeros pasos con Cataluña fueron prometedores por cuanto apaciguaron el tenso clima político. No obstante, la evidente ausencia de una clara hoja de ruta y la contumacia de un independentismo dispuesto a persistir en sus tesis, han llevado a Sánchez a cometer algunos errores de bulto, entre ellos dudar sobre la conveniencia de defender al juez Llarena tras la denuncia de Puigdemont. Al presidente se le nota demasiado que hace lo imposible para no incomodar al independentismo, hasta el punto de que se aviene a la obscenidad de poner sobre la mesa la posibilidad de influir sobre la Fiscalía para que sea comprensiva con los líderes del procès en prisión. Los independentistas, mientras, responden a sus desvelos con más de lo mismo y con un soberano corte de mangas a su conocida propuesta de elaborar un nuevo Estatut y someterlo a referéndum.
Por lo demás, estos tres meses se han caracterizado por un goteo permanente de propuestas y anuncios pensados más para la galería y la hinchada ideológica de parte del PSOE y de Podemos, su implacable socio parlamentario. En la mayoría de los casos se trata de iniciativas traídas por los pelos, como la brillante idea de la vicepresidenta Calvo de reescribir la Constitución para dotarla de un lenguaje "inclusivo". En ese grupo cabe también incluir la llamada "resignificación" del Valle de los Caídos que ha devenido ahora en "cementerio civil". Franco y la memoria histórica se han convertido en los banderines de enganche de un Gobierno que, consciente de su debilidad política, intenta disimularla con trucos de magia como la creación de una "Comisión de la Verdad sobre la Guerra Civil", nada menos que ochenta años después de su fin y como si la gigantesca bibliografía histórica sobre ese asunto no hubiera aclarado nada Lo anterior no significa que no deba el Gobierno dar cumplimiento a la Ley de Memoria Histórica y al acuerdo parlamentario sobre la exhumación de los restos del dictador. Lo que se cuestiona es la urgencia y el expeditivo sistema del decreto ley empleado para la puesta en práctica de la medida. Tanto gusto parece haberle cogido Sánchez al decreto ley que ya se ha olvidado de cuando criticaba al PP por hacer lo mismo que él hace ahora sin que medie ni urgencia ni necesidad inaplazable.
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En esta feria de propuestas, anuncios y ocurrencias no faltan los resbalones, los olvidos y las contradicciones de un Gobierno al que se le nota descoordinado y falto de ideas concretas de lo que se propone hacer. El último de esos episodios ha sido el incremento de la fiscalidad del diesel, anunciado por la mañana en la radio por el presidente y calificado poco después de "globo sonda" por la ministra de Industria; por no hablar del "gol por la escuadra" del sindicato de prostitutas, o del impuesto a la banca que iba a contribuir a financiar las pensiones y del que nada más se ha vuelto a saber. No ha sido menor el desconcierto y la cofusión en inmigración, con un Gobierno que empezó enarbolando la bandera del Aquarius para pasar a las devoluciones en caliente por las que tan duras y merecidas críticas recibió el PP por parte del PSOE en la oposición.
Sánchez dice ahora que la única opción del Gobierno es aprobar unos nuevos presupuestos en el primer trimestre del año que viene. Lo que no dice es si está dispuesto a adelantar las elecciones si no lo consigue, aunque es lo que parece deducirse de su afirmación. De buscar el acuerdo con el PP y Ciudadanos no ha dicho nada Sánchez, que en esto tampoco se diferencia de Rajoy, quien ni siquiera se molestaba en llamar a negociar a aquellos con los que daba por hecho a priori que no podría llegar a acuerdos. Tengo la impresión de que Sánchez empieza a tentar a su suerte y a estirar su estancia en La Moncloa más allá de lo que le conviene electoralmente. Tal vez convendría que fuera pensando en llamar a las urnas antes de que el souflé de las encuestas empiece a bajar, algo de lo que empieza a detectarse algún que otro síntoma. El tiempo y su manifiestamente mejorable presidencia de estos tres meses empiezan a jugar seriamente en su contra.
Sánchez - Cuenca y la confusión sobre Cataluña
Decía Platón que el colmo de la injusticia es parecer justo sin serlo. En relación con un reciente libro del profesor Ignacio Sánchez - Cuenca, me atrevería a decir que el colmo de la indecencia intelectual es parecer honeste sin serlo. Su libro "La confusión nacional", en el que aborda el conflicto catalán, reúne más ingredientes propios del panfleto y la proclama de parte, que un análisis reposado y riguroso de las causas, el estado actual del problema y las posibles soluciones. El autor, que en un libro anterior ya había ajustado cuentas con todos los intelectuales que no comulgan con su credo, vuelve sobre sus pasos para presentarnos un cuadro lleno de furibundos nacionalistas españolistas, que con su incomprensión legalista sojuzgan las democráticas aspiraciones de la minoría de ciudadanos catalanes que supuestamente quieren dejar de ser españoles. Pronto se desmiente a sí mismo el autor, después de haber prometido en las primeras páginas del libro que analizaría de forma objetiva los fallos de una y otra parte en este embrollo. Sin embargo, nada más hecha la promesa, se lanza a una amplia relación de recortes periodísticos con los que pretende demostrar que la carga de la prueba corresponde únicamente a una de las partes, la del nacionalismo españolista que él ve hasta en la sopa.
Según la tesis del profesor Sánchez - Cuenca, ese nacionalismo "carpetovetónico" se agarra al legalismo constitucional e impide con su posición cerril que se pueda abrir una vía de diálogo con los santos varones del nacionalismo catalán, expresión ésta última que procura emplear lo menos posible. Las casi doscientas páginas del libro se hacen de empinada lectura ante tanta impostura intelectual: de principio a fin, es una diatriba incansable contra los partidos constitucionalistas, el Poder Judicial y los medios de comunicación que defienden el orden constitucional. De aquellos otros medios que lo atacan, lo vilipendian, se mofan y se lo pasan por el arco del triunfo, como la televisión autonómica catalana, no dice una sola palabra el ecuánime politólogo. Compra de la manera más acrítica la versión independentista de los hechos ocurrido en el referéndum ilegal del 1-O - tampoco lo llama nunca así - e ignora la contumacia de los dirigentes soberanistas y las mentiras económicas e históricas sobre las que han cimentado su reclamación. A su juicio, sólo Madrid tiene la culpa ya que, unos por acción y otros por omisión, han dejado pudrirse un problema que debió haber tenido una respuesta política y no judicial.
Es tal vez en la necesidad de arbitrar vías políticas en donde únicamente se puede coincidir parcialmente con sus planteamientos, solo que su posición de partida, cargando toda la responsabilidad en una parte y exonerando a la otra, que aparece en el libro poco menos que como la doncella mancillada en sus derechos, lo invalida de golpe. Porque del sentido general del libro solo cabe concluir que el Estado español - que no el nacionalismo, como torticera e insidiosamente machaca una y otra vez - debió haberse plegado a las ilegales exigencias de los representantes de una minoría del pueblo catalán y, llegado el caso, poner también la otra mejilla. Y esto lo afirma alguien como yo, en el que nadie podrá encontrar un gramo de ese obtuso nacionalismo españolista que Sánchez - Cuenca achaca a los ciudadanos de este país y al que culpa de los problemas en Cataluña. Solo lo dice un ciudadano de a pie para el que sin respeto a la legalidad y al orden constitucional - por poco que a nuestro profesor parezcan gustarle esos conceptos - no hay democracia que valga.
Como ciudadano de este país tengo derecho a expresar mi posición, como lo tiene el resto de los españoles, sobre un asunto como el que nos ocupa. Su denodados esfuerzos de malabarista para convencer al lector de que la soberanía se puede trocear cuando lo exige la minoría de una minoría, no convencerían ni a un estudiante de primero de Políticas. Sánchez - Cuenca debería saberlo porque enseña esa materia y tendría que ser más honesto con aquello que explica a sus alumnos. Retuerce a conciencia el orden constitucional - ya sabemos que eso le trae sin cuidado - y exprime la ciencia política como un consumado trilero para hacerles decir lo que quiere que digan: que no hay nada inconstitucional en que una minoría imponga su criterio a la mayoría.
Son también de premio sus analogías entre la soberanía que el Estado español ha cedido en el proceso de la construcción europea con la que cedería en el caso catalán. En su imaginativa osadía, considera que esa podría haber sido una solución al asunto catalán, pasando por alto que lo que piden los independentistas no es compartir la soberanía con el Estado español sino crear un Estado soberano con todas las de ley. Llegado el caso y al menos en teoría, España podría recuperar la soberanía cedida a la UE como pretende hacer el Reino Unido con el brexit, pero no podría recuperar la que le cediera a una Cataluña independiente salvo que se revirtiera la independencia de algún modo. También es de nota como un autor tan equidistante y riguroso como prometía ser al inicio del libro, pasa de puntillas por el desprecio que los independentistas han dispensado a las leyes y a las instituciones catalanas. No hay una sola palabra en el libro sobre la fuga de empresas y apenas si se hace mención a la corrupción que salpica a buena parte de los prohombres del independentismo, empezando por las cuentas en Andorra de la familia Pujol. De esto último también culpa al españolismo y a las que considera campañas orquestadas por Madrid y los medios de comunicación para desacreditar políticamente a los independentistas.
En fin, para qué seguir: les ahorro comentar la propuesta del profesor para superar la crisis catalana. Alguien con su falta de honestidad intelectual está deslegitimado para plantear ningún tipo de salida merecedora de un mínimo de credibilidad. Al comienzo de su libro se quejaba también el profesor del bajo nivel político e intelectual del debate que tenemos en España sobre Cataluña y se suponía que su aportación serviría para elevarlo algunos peldaños. Sin embargo, lo único que ha hecho es empobrecerlo y envilecerlo, con lo que flaco servicio le ha hecho a esa causa que dice preocuparle tanto. No obstante, estoy convencido de que quienes, por las razones que sean, están dispuestos a comulgar con las ruedas de molino del independentismo catalán se lo agradecerán como se merece.
Según la tesis del profesor Sánchez - Cuenca, ese nacionalismo "carpetovetónico" se agarra al legalismo constitucional e impide con su posición cerril que se pueda abrir una vía de diálogo con los santos varones del nacionalismo catalán, expresión ésta última que procura emplear lo menos posible. Las casi doscientas páginas del libro se hacen de empinada lectura ante tanta impostura intelectual: de principio a fin, es una diatriba incansable contra los partidos constitucionalistas, el Poder Judicial y los medios de comunicación que defienden el orden constitucional. De aquellos otros medios que lo atacan, lo vilipendian, se mofan y se lo pasan por el arco del triunfo, como la televisión autonómica catalana, no dice una sola palabra el ecuánime politólogo. Compra de la manera más acrítica la versión independentista de los hechos ocurrido en el referéndum ilegal del 1-O - tampoco lo llama nunca así - e ignora la contumacia de los dirigentes soberanistas y las mentiras económicas e históricas sobre las que han cimentado su reclamación. A su juicio, sólo Madrid tiene la culpa ya que, unos por acción y otros por omisión, han dejado pudrirse un problema que debió haber tenido una respuesta política y no judicial.
Es tal vez en la necesidad de arbitrar vías políticas en donde únicamente se puede coincidir parcialmente con sus planteamientos, solo que su posición de partida, cargando toda la responsabilidad en una parte y exonerando a la otra, que aparece en el libro poco menos que como la doncella mancillada en sus derechos, lo invalida de golpe. Porque del sentido general del libro solo cabe concluir que el Estado español - que no el nacionalismo, como torticera e insidiosamente machaca una y otra vez - debió haberse plegado a las ilegales exigencias de los representantes de una minoría del pueblo catalán y, llegado el caso, poner también la otra mejilla. Y esto lo afirma alguien como yo, en el que nadie podrá encontrar un gramo de ese obtuso nacionalismo españolista que Sánchez - Cuenca achaca a los ciudadanos de este país y al que culpa de los problemas en Cataluña. Solo lo dice un ciudadano de a pie para el que sin respeto a la legalidad y al orden constitucional - por poco que a nuestro profesor parezcan gustarle esos conceptos - no hay democracia que valga.
Como ciudadano de este país tengo derecho a expresar mi posición, como lo tiene el resto de los españoles, sobre un asunto como el que nos ocupa. Su denodados esfuerzos de malabarista para convencer al lector de que la soberanía se puede trocear cuando lo exige la minoría de una minoría, no convencerían ni a un estudiante de primero de Políticas. Sánchez - Cuenca debería saberlo porque enseña esa materia y tendría que ser más honesto con aquello que explica a sus alumnos. Retuerce a conciencia el orden constitucional - ya sabemos que eso le trae sin cuidado - y exprime la ciencia política como un consumado trilero para hacerles decir lo que quiere que digan: que no hay nada inconstitucional en que una minoría imponga su criterio a la mayoría.
Son también de premio sus analogías entre la soberanía que el Estado español ha cedido en el proceso de la construcción europea con la que cedería en el caso catalán. En su imaginativa osadía, considera que esa podría haber sido una solución al asunto catalán, pasando por alto que lo que piden los independentistas no es compartir la soberanía con el Estado español sino crear un Estado soberano con todas las de ley. Llegado el caso y al menos en teoría, España podría recuperar la soberanía cedida a la UE como pretende hacer el Reino Unido con el brexit, pero no podría recuperar la que le cediera a una Cataluña independiente salvo que se revirtiera la independencia de algún modo. También es de nota como un autor tan equidistante y riguroso como prometía ser al inicio del libro, pasa de puntillas por el desprecio que los independentistas han dispensado a las leyes y a las instituciones catalanas. No hay una sola palabra en el libro sobre la fuga de empresas y apenas si se hace mención a la corrupción que salpica a buena parte de los prohombres del independentismo, empezando por las cuentas en Andorra de la familia Pujol. De esto último también culpa al españolismo y a las que considera campañas orquestadas por Madrid y los medios de comunicación para desacreditar políticamente a los independentistas.
En fin, para qué seguir: les ahorro comentar la propuesta del profesor para superar la crisis catalana. Alguien con su falta de honestidad intelectual está deslegitimado para plantear ningún tipo de salida merecedora de un mínimo de credibilidad. Al comienzo de su libro se quejaba también el profesor del bajo nivel político e intelectual del debate que tenemos en España sobre Cataluña y se suponía que su aportación serviría para elevarlo algunos peldaños. Sin embargo, lo único que ha hecho es empobrecerlo y envilecerlo, con lo que flaco servicio le ha hecho a esa causa que dice preocuparle tanto. No obstante, estoy convencido de que quienes, por las razones que sean, están dispuestos a comulgar con las ruedas de molino del independentismo catalán se lo agradecerán como se merece.
Un cuento nacionalista
Cuando llega Navidad o se aproximan unas elecciones, los más viejos del lugar reúnen a los nietos y al resto de la familia en torno al fuego y cuentan una extraña y antigua historia. Aseguran que viene de sus abuelos, quienes a su vez la recibieron de los suyos. Abreviando, porque el relato tiene más capítulos que "Las mil y una noches", la historia es más o menos como sigue. Había en tiempos remotos y míticos un archipiélago al que los antiguos, después de unos cuantos vinos añejos y sin rebajar, llamaron Islas Afortunadas. En ese archipiélago, llamado también Islas Canarias, gobernaba un partido político conocido como Coalición Canaria. Su objetivo y razón de ser era sacarle los cuartos al gobierno de Madrid, del que dependía políticamente el archipiélago del cuento. Lo que hacían con los cuartos que conseguía lo explico otro día para no extenderme demasiado.
Nunca obtuvo ese partido votos suficientes para gobernar en solitario, pero siempre supo arreglárselas muy bien para ponerle una vela a Dios y otra al diablo; así, unas veces gobernaba con Dios y otras con el diablo porque lo importante, en definitiva, era gobernar. Y como, además, Dios y el diablo eran como el agua y el aceite y no había forma humana ni divina de que se pusieran de acuerdo para quitarle el poder a Coalición Canaria, ésta seguía gobernando tan ricamente. Sucedió en cierta ocasión que hubo que decidir quién debía ser el aspirante del partido a llevar el bastón de mando en las siguientes elecciones. Como entre las dos islas mayores del archipiélago imperaba un viejo encono crónico, los de la isla que en ese momento tenían agarrado el bastón por el mango se negaron a soltarlo para que lo llevaran los de la isla rival. Fue grande la pelotera y como resultado de la misma se produjo una división en Coalición Canaria de la que nació Nueva Canarias.
A partir de ese momento, el nuevo partido se hace apellidar "nacionalistas de izquierda", un apellido que los politólogos de todos los tiempos aún no han conseguido descifrar. Sus antiguos compañeros de fatigas se han seguido llamando nacionalistas, sin más precisiones, y no les ha ido nada mal: han continuado aliándose con Dios y con el diablo, según les venga mejor, y han conservado el poder hasta la fecha presente. O sea, que las cosas le han seguido saliendo tan bien como siempre a pesar de la mencionada división, un fenómeno que también han intentado desentrañar sin éxito politólogos de todas las escuelas conocidas. Según unos es el sistema electoral y según otros es que los rivales sufren el síndrome de Estocolmo y ansían con desesperación que Coalición Canaria les llame para pactar. Aunque lo más misterioso de este cuento que narran los abuelos, es que cada cierto tiempo, se calcula que cada cuatro o cinco años, se escuchan en las frías y ventosas noches de invierno unas voces gimientes que piden la vuelta a la unidad nacionalista; a veces se reconocen las voces de los nacionalistas de izquierda, a veces las de los nacionalistas a secas y a veces las de ambos.
Se lamentan estas voces de todo lo que se podría conseguir en Madrid si en lugar de tirarse mutuamente de los pelos, unieran sus fuerzas y fueran de nuevo de la mano. Narran los viejos que cuando el viento trae estos lamentos hay gran mortandad de baifitos y se ven extraños prodigios en el cielo en las noches de luna llena. Ocurre que como lo que se repite con demasiado frecuencia termina aburriendo y el temor que estos extraños fenómenos pudiera provocar acaba por tomarse a risa, cuando se escuchan de nuevo estas llamadas a la unidad nacionalista los pastores se limitan a meter las cabras en el corral y esperar a que pase el guineo. No me pregunten si esto que cuentan los más viejos del lugar es verdad o puro cuento. Yo me limito a contarlo como me lo contó mi abuelo, que incluso estuvo en Cuba y sabía de brujería. Él decía que se lo había contado su abuelo y yo, lo único que digo, es que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Brujas, haberlas haylas, y por tanto puede que también haya algún día reunificación nacionalista y no mueran más baifitos. Cosas más raras se han visto.
Nunca obtuvo ese partido votos suficientes para gobernar en solitario, pero siempre supo arreglárselas muy bien para ponerle una vela a Dios y otra al diablo; así, unas veces gobernaba con Dios y otras con el diablo porque lo importante, en definitiva, era gobernar. Y como, además, Dios y el diablo eran como el agua y el aceite y no había forma humana ni divina de que se pusieran de acuerdo para quitarle el poder a Coalición Canaria, ésta seguía gobernando tan ricamente. Sucedió en cierta ocasión que hubo que decidir quién debía ser el aspirante del partido a llevar el bastón de mando en las siguientes elecciones. Como entre las dos islas mayores del archipiélago imperaba un viejo encono crónico, los de la isla que en ese momento tenían agarrado el bastón por el mango se negaron a soltarlo para que lo llevaran los de la isla rival. Fue grande la pelotera y como resultado de la misma se produjo una división en Coalición Canaria de la que nació Nueva Canarias.
Foto: Canarias 7 |
Se lamentan estas voces de todo lo que se podría conseguir en Madrid si en lugar de tirarse mutuamente de los pelos, unieran sus fuerzas y fueran de nuevo de la mano. Narran los viejos que cuando el viento trae estos lamentos hay gran mortandad de baifitos y se ven extraños prodigios en el cielo en las noches de luna llena. Ocurre que como lo que se repite con demasiado frecuencia termina aburriendo y el temor que estos extraños fenómenos pudiera provocar acaba por tomarse a risa, cuando se escuchan de nuevo estas llamadas a la unidad nacionalista los pastores se limitan a meter las cabras en el corral y esperar a que pase el guineo. No me pregunten si esto que cuentan los más viejos del lugar es verdad o puro cuento. Yo me limito a contarlo como me lo contó mi abuelo, que incluso estuvo en Cuba y sabía de brujería. Él decía que se lo había contado su abuelo y yo, lo único que digo, es que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Brujas, haberlas haylas, y por tanto puede que también haya algún día reunificación nacionalista y no mueran más baifitos. Cosas más raras se han visto.
Sondea, que algo queda
Ni me enfría ni me caliente que el PSOE se "dispare", que Podemos se "hunda" o que el PP y Ciudadanos "empaten" en la encuesta electoral publicada este miércoles por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Ni siquiera los contundentes términos empleados por los medios para atraer visitas a sus ediciones digitales pueden con mi escepticismo. Que me perdonen los estadísticos, pero mi nivel de confianza en sus proyecciones de voto lleva tiempo bajo mínimos. Las causas son varias, pero la principal es el escaso grado de acierto de esos sondeos cuando llega la hora de la verdad y los ciudadanos se expresan en las urnas. Aunque me ha dado un poco de pereza comprobarlo, supongo que los medios estarán plagados de sesudos análisis sobre las causas y consecuencias de los datos de la encuesta del CIS. Imagino también que tendremos, como en botica, explicaciones para todos los gustos, desde quienes auguran elecciones anticipadas para pasado mañana hasta quienes no tienen duda de que Pedro Sánchez agotará la legislatura.
Creo que sacar conclusiones tan contundentes sobre un instante concreto de la coyuntura política es un ejercicio estéril y ocioso que no conduce a ninguna parte ni tiene más posibilidades de hacerse realidad que de acertar la Primitiva. No quiero decir con ello que los partidos no valoren el dato y lo tengan en cuenta en la definición de sus estrategia. En realidad, creo que uno de los grandes problemas de la política actual, es que los partidos tienen tanta dependencia de los sondeos que no dudan en decir Diego donde habían dicho digo para adaptarse a la volátil opinión pública. Pero de ahí a concluir que con los datos de esta encuesta es más probable un adelanto electoral dista un buen trecho. En primer lugar porque dudo mucho de que los propios partidos crean ciegamente en los resultados del sondeo, por mucho que lo firme el CIS. No creo que lo hagan ni los que mejores resultados obtienen - el PSOE en este caso - y mucho menos los peor parados. Salvo que el dato se repita y consolide en sondeos sucesivos, sería un atrevimiento político poco responsable tomar una decisión de esa trascendencia sin sopesar otros muchos factores.
En todo caso, este sondeo del CIS publicado hoy me da pie para un par de reflexiones sobre la proliferación de este tipo de encuestas en los últimos tiempos, a pesar de sus reiterados desaciertos cuando se enfrentan al veredicto de las urnas. En todo sondeo es imprescindible la participación de dos actores, el encuestador y el encuestado. El primero suele ser una empresa demoscópica contratada por uno o varios medios de comunicación que hacen uso a discreción de los resultados y los comentan y analizan profusamente, que para eso han pagado. Al ciudadano apenas si le llega una parte mínima de los entresijos del trabajo: muestra, fecha de la encuesta, margen estimado de error y poco más. Sin embargo, nada sabe de la "cocina" empleada en el proceso e interpretación de los datos recogidos.
Cuestiones como a quién se pregunta, qué se pregunta o cómo se pregunta no son baladíes y pueden cambiar sustancialmente los datos. Estudios sociológicos han demostrado que el resultado se altera si se cambia el orden en el que se colocan en una encuesta los diferentes candidatos a una elección. Por poner un ejemplo, no es lo mismo preguntar si se prefiere para presidente del gobierno a Pedro Sánchez o a Pablo Casado que preguntar si se prefiere a Pablo Casado o a Pedro Sánchez. Por otro lado, las muestras son a veces literalmente ridículas y cuesta creer que se puedan extrapolar las respuestas de dos mil o tres mil ciudadanos a las de un censo de más de 36 millones de electores.
Desde el punto de vista del encuestado, no son menos ni menos importantes las pegas que cabe interponer a la fiabilidad de los sondeos. Por lo general, al ciudadano se le insta a responder sobre la marcha a cuestiones sobre las que no ha tenido tiempo de formarse una opinión o carece de elementos de juicio suficientes para decidir en cuestión de segundos a quién prefiere de presidente del gobierno. En esas circunstancias, el abanico de posibles respuestas puede ir desde ser sincero a ocultar el voto, pasando por mentir o afirmar que no votará. Respuestas todas ellas que se corresponden a un momento concreto y determinado y que pueden variar por completo en muy poco tiempo. Todo ello, unido a la menguante fidelidad de los votantes a un partido concreto y al hecho de que el voto se decide cada vez más en el último momento, imprimen una elevada volatilidad a las intenciones electorales de los ciudadanos que impide hacer previsiones con algo de fiabilidad más allá de periodos cada vez más cortos.
En este fenómeno tienen una influencia decisiva las omnipresentes redes sociales y los propios medios de comunicación que encargan las encuestas: los asuntos de actualidad que las redes y los medios priorizan y el tratamiento informativo que reciben, son un factor clave en la conformación de la opinión pública que, con razón, muchos llaman opinión publicada. Como señaló el profesor Giovanni Sartori, "los sondeos son un eco de retorno, un rebote de los medios de comunicación, y por tanto ya no expresan una opinión del público sino opiniones inyectadas en el público". En otras palabras, sondea, que algo queda ya que el espectáculo debe continuar.
Creo que sacar conclusiones tan contundentes sobre un instante concreto de la coyuntura política es un ejercicio estéril y ocioso que no conduce a ninguna parte ni tiene más posibilidades de hacerse realidad que de acertar la Primitiva. No quiero decir con ello que los partidos no valoren el dato y lo tengan en cuenta en la definición de sus estrategia. En realidad, creo que uno de los grandes problemas de la política actual, es que los partidos tienen tanta dependencia de los sondeos que no dudan en decir Diego donde habían dicho digo para adaptarse a la volátil opinión pública. Pero de ahí a concluir que con los datos de esta encuesta es más probable un adelanto electoral dista un buen trecho. En primer lugar porque dudo mucho de que los propios partidos crean ciegamente en los resultados del sondeo, por mucho que lo firme el CIS. No creo que lo hagan ni los que mejores resultados obtienen - el PSOE en este caso - y mucho menos los peor parados. Salvo que el dato se repita y consolide en sondeos sucesivos, sería un atrevimiento político poco responsable tomar una decisión de esa trascendencia sin sopesar otros muchos factores.
En todo caso, este sondeo del CIS publicado hoy me da pie para un par de reflexiones sobre la proliferación de este tipo de encuestas en los últimos tiempos, a pesar de sus reiterados desaciertos cuando se enfrentan al veredicto de las urnas. En todo sondeo es imprescindible la participación de dos actores, el encuestador y el encuestado. El primero suele ser una empresa demoscópica contratada por uno o varios medios de comunicación que hacen uso a discreción de los resultados y los comentan y analizan profusamente, que para eso han pagado. Al ciudadano apenas si le llega una parte mínima de los entresijos del trabajo: muestra, fecha de la encuesta, margen estimado de error y poco más. Sin embargo, nada sabe de la "cocina" empleada en el proceso e interpretación de los datos recogidos.
Cuestiones como a quién se pregunta, qué se pregunta o cómo se pregunta no son baladíes y pueden cambiar sustancialmente los datos. Estudios sociológicos han demostrado que el resultado se altera si se cambia el orden en el que se colocan en una encuesta los diferentes candidatos a una elección. Por poner un ejemplo, no es lo mismo preguntar si se prefiere para presidente del gobierno a Pedro Sánchez o a Pablo Casado que preguntar si se prefiere a Pablo Casado o a Pedro Sánchez. Por otro lado, las muestras son a veces literalmente ridículas y cuesta creer que se puedan extrapolar las respuestas de dos mil o tres mil ciudadanos a las de un censo de más de 36 millones de electores.
Desde el punto de vista del encuestado, no son menos ni menos importantes las pegas que cabe interponer a la fiabilidad de los sondeos. Por lo general, al ciudadano se le insta a responder sobre la marcha a cuestiones sobre las que no ha tenido tiempo de formarse una opinión o carece de elementos de juicio suficientes para decidir en cuestión de segundos a quién prefiere de presidente del gobierno. En esas circunstancias, el abanico de posibles respuestas puede ir desde ser sincero a ocultar el voto, pasando por mentir o afirmar que no votará. Respuestas todas ellas que se corresponden a un momento concreto y determinado y que pueden variar por completo en muy poco tiempo. Todo ello, unido a la menguante fidelidad de los votantes a un partido concreto y al hecho de que el voto se decide cada vez más en el último momento, imprimen una elevada volatilidad a las intenciones electorales de los ciudadanos que impide hacer previsiones con algo de fiabilidad más allá de periodos cada vez más cortos.
En este fenómeno tienen una influencia decisiva las omnipresentes redes sociales y los propios medios de comunicación que encargan las encuestas: los asuntos de actualidad que las redes y los medios priorizan y el tratamiento informativo que reciben, son un factor clave en la conformación de la opinión pública que, con razón, muchos llaman opinión publicada. Como señaló el profesor Giovanni Sartori, "los sondeos son un eco de retorno, un rebote de los medios de comunicación, y por tanto ya no expresan una opinión del público sino opiniones inyectadas en el público". En otras palabras, sondea, que algo queda ya que el espectáculo debe continuar.
Más libros y menos marcianos
Me pueden llamar anticuado, desfasado y cavernícola; si lo prefieren pueden decir que me quedé en la época de los Picapiedra, lo que deseen. Ni aún así me convencerán de las bondades de meter los llamados eSports en la escuela, aunque sea a través de una aparentemente inocua liga escolar. Ya, ya sé que que para quienes apoyan la decisión del Gobierno de Canarias, los videojuegos son la pera limonera y que privar a los tiernos infantes e infantas de un invento tan pistonudo sería como hacerles sumar con granos de millo y trazar la "o" con un canuto de caña. Aún así, me sigue sin convencer el amplio muestrario de razones que exhibe el Gobierno para apostar por una actividad, se quiera o no, vinculada a las adicciones, el sedentarismo y la obesidad; por no mencionar los contenidos generalmente violentos o de mera evasión de la realidad de los que se nutren los videojuegos. Pero no hay manera, ninguna de esas pegas, algunas de ellas expuestas por la mismísima Organización Mundial de la Salud, animan al Gobierno a darle un par de vueltas más al proyecto antes de hacerlo realidad o meterlo en un cajón.
Dice también en su defensa el Gobierno que los eSports deben considerarse una modalidad deportiva más, aunque lo único que puede llegar a sudar durante su práctica sean los dedos gordos de las manos. Para tranquilidad general promete que el proceso estará acompañado y supervisado muy de cerca por docentes y padres, los primeros que arrugaron la nariz cuando la Consejería de Educación anunció la iniciativa. Ya puestos, me permito sugerir que se incluyan también en las actividades deportivas escolares algunas competiciones de Whatsapp y subida de fotos a Instagram, dos entretenimientos a las que los chicos también dedican sus buenos ratos diarios y que, de acuerdo con los argumentos de la Consejería, deberían recibir el mismo trato de favor que los eSports.
No sé, a mí todo esto me parece muy extraño: no entiendo el empeño digno de mejor causa del Gobierno en continuar adelante con un proyecto del que recelan padres, profesores, partidos, pedagogos, pediatras y expertos en educación física. El decidido y tenaz apoyo a la idea por parte de un determinado medio de comunicación privado no es algo que me tranquilice precisamente, sino todo lo contrario. Me preocupa y me parecería reprobable - y así lo digo abiertamente - que lo que se pretenda sea sencillamente meter el caballo de Troya en las aulas disfrazado con seudoargumentos pedagógicos y sociológicos que no convencen más que a quienes están detrás de la idea.
Puede ser también que tanto a mí como a otras muchas personas que desconfiamos de este plan, nos falten los conocimientos de los videojuegos que sí parece atesorar el presidente del Gobierno, no digo yo que no. Tal vez sea eso, junto al convencimiento de que la escuela tiene metas y objetivos mucho más elevados y trascendentales que cumplir, lo que impide a ignorantes como yo aplaudir la idea y cantar sus alabanzas. Yo solo hablo por mí y por mi experiencia: hice mis primeros palotes en una escuela pública de pueblo en cuya biblioteca no había más de veinte libros; cuando aprendí a leer los devoré casi todos en menos de un curso gracias al estímulo de unos inolvidables profesores. Admito que sigo siendo un ignorante, pero no cambiaría el gozo que me produjeron las novelas de Julio Verne que leí en esa escuela por todos los videojuegos del mundo.
¿Qué tal si fomentamos más la lectura en las aulas y dejamos en paz a los marcianitos? A lo mejor, andando el tiempo, seríamos un poco más cultos, estaríamos mejor formados para encontrar un empleo y no sería tan sencillo engañarnos con baratijas. Aunque igual el equivocado soy yo y el futuro de las nuevas generaciones de canarios pasa por aprender a matar marcianitos con eficiencia y eficacia y jugar virtualmente al fútbol mejor que Ronaldo. Seguramente va a ser eso.
Dice también en su defensa el Gobierno que los eSports deben considerarse una modalidad deportiva más, aunque lo único que puede llegar a sudar durante su práctica sean los dedos gordos de las manos. Para tranquilidad general promete que el proceso estará acompañado y supervisado muy de cerca por docentes y padres, los primeros que arrugaron la nariz cuando la Consejería de Educación anunció la iniciativa. Ya puestos, me permito sugerir que se incluyan también en las actividades deportivas escolares algunas competiciones de Whatsapp y subida de fotos a Instagram, dos entretenimientos a las que los chicos también dedican sus buenos ratos diarios y que, de acuerdo con los argumentos de la Consejería, deberían recibir el mismo trato de favor que los eSports.
No sé, a mí todo esto me parece muy extraño: no entiendo el empeño digno de mejor causa del Gobierno en continuar adelante con un proyecto del que recelan padres, profesores, partidos, pedagogos, pediatras y expertos en educación física. El decidido y tenaz apoyo a la idea por parte de un determinado medio de comunicación privado no es algo que me tranquilice precisamente, sino todo lo contrario. Me preocupa y me parecería reprobable - y así lo digo abiertamente - que lo que se pretenda sea sencillamente meter el caballo de Troya en las aulas disfrazado con seudoargumentos pedagógicos y sociológicos que no convencen más que a quienes están detrás de la idea.
Puede ser también que tanto a mí como a otras muchas personas que desconfiamos de este plan, nos falten los conocimientos de los videojuegos que sí parece atesorar el presidente del Gobierno, no digo yo que no. Tal vez sea eso, junto al convencimiento de que la escuela tiene metas y objetivos mucho más elevados y trascendentales que cumplir, lo que impide a ignorantes como yo aplaudir la idea y cantar sus alabanzas. Yo solo hablo por mí y por mi experiencia: hice mis primeros palotes en una escuela pública de pueblo en cuya biblioteca no había más de veinte libros; cuando aprendí a leer los devoré casi todos en menos de un curso gracias al estímulo de unos inolvidables profesores. Admito que sigo siendo un ignorante, pero no cambiaría el gozo que me produjeron las novelas de Julio Verne que leí en esa escuela por todos los videojuegos del mundo.
¿Qué tal si fomentamos más la lectura en las aulas y dejamos en paz a los marcianitos? A lo mejor, andando el tiempo, seríamos un poco más cultos, estaríamos mejor formados para encontrar un empleo y no sería tan sencillo engañarnos con baratijas. Aunque igual el equivocado soy yo y el futuro de las nuevas generaciones de canarios pasa por aprender a matar marcianitos con eficiencia y eficacia y jugar virtualmente al fútbol mejor que Ronaldo. Seguramente va a ser eso.
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