¿Qué futuro
tiene un país en el que 8 de cada 10 niños en situación de pobreza seguirán
siendo pobres cuando sean mayores y probablemente nunca abandonarán esa
condición? ¿Hay esperanza fundada en un país en el que la pobreza se hereda
como se hereda una casa o un coche o una colección de arte? Lo ignoro pero dudo
que sea muy halagüeña si tenemos en cuenta que, por ejemplo, en España hay
cerca de un millón de niños que viven en hogares en los que nadie trabaja y
que, probablemente, la mayoría arrastrará de por vida la condición de
excluidos sociales. Los datos los acaba
de dar a conocer la ONG Save the Children y vuelven a poner el foco en uno de
los segmentos de la población más castigados por la crisis y, paradójicamente,
más olvidados: los niños.
A los niños
pobres de este país la crisis económica, de la que algunos aseguran eufóricos
que ya hemos salido, les ha golpeado cinco veces más fuerte que a los niños
ricos. Dicho de otra manera, mientras que en los años más duros de la crisis la
renta de los niños ricos se reducía en un 6,5%, la de los niños del 20% más
pobre de la población lo hacía en más del 32%. En ese mismo periodo, la brecha
de la pobreza se ha agrandado y por ella se han colado 424.000 niños más que
han pasado a engrosar las estadísticas de la pobreza infantil en nuestro país, que
con nada más y nada menos que 1,6 millones de niños pobres es uno de los más
desiguales de toda la Unión Europea.
Nada más lejos
de la verdad que suponer que esa dura realidad es el efecto indeseado pero
inevitable de una profunda crisis económica que ha alcanzado a todos los
sectores sociales. En primer lugar porque – como demuestran estos datos de Save
the Children y otras muchas estadísticas que podríamos traer aquí – los efectos
de la crisis han golpeado con mucha más fuerza a quienes ya se encontraban en
los últimos peldaños de la riqueza y, además, han empujado al fondo de las estadísticas a
una buena parte de lo que hasta hace no mucho tiempo conocíamos como “clase
media”, hoy muy tocada.
En segundo
lugar, también es radicalmente falsa la inevitabilidad de las nefastas
consecuencias de la crisis sobre la imprescindible cohesión que tendría que
presidir una sociedad en la que impere un mínimo de justicia redistributiva de
la riqueza. Un sistema fiscal como el español, escasamente progresivo y lleno
de remiendos, apaños, rincones y gateras por el que se evaden y esquivan
cantidades ingentes de recursos que deberían contribuir al mayor bienestar
común posible, no es la mejor manera de luchar ni contra la pobreza ni contra
la exclusión.
Añádamos a esa
injusta política fiscal los inmisericordes recortes y copagos sanitarios y las restricciones
del gasto en servicios sociales para cumplir con un déficit público leonino, y tendremos las causas centrales por las que
España disfruta del dudoso honor de situarse a la cabeza de la desigualdad social
de la Unión Europea. De hecho – dice Save the Children – el gasto en España
para nivelar la desigualdad social se codea con el de Bulgaria
o el de Eslovaquia y está a años luz del de Alemania, Dinamarca o Finlandia.
¿Cómo pueden entonces salir esos niños de la pobreza si no hay suficientes
políticas públicas de protección de la infancia y si la mayor parte del empleo
que la economía genera para sus padres es de tan escasa calidad y con salarios tan bajos que, en el caso
de que alcancen un trabajo, ni siquiera les
permitirá salir de pobres?
Un país que no
hace todo lo necesario para reducir desigualdades sociales tan clamorosas
como las que padecen los niños españoles es un país que dilapida de forma irresponsable una parte esencial de su propio futuro. Los poderes públicos
tienen la obligación irrenunciable de aminorar al máximo la creciente brecha de la pobreza para revertir esta situación injusta, más injusta si cabe cuando
quien la padece es la parte más débil e indefensa de la sociedad.
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