Once años después de la catástrofe y tras nueve meses de juicio, la Audiencia Provincial de La Coruña ha parido hoy un ratón. Una sentencia incomprensible que libera de toda responsabilidad penal a los acusados y sólo impone nueve meses de cárcel al capitán del viejo petrolero por desobediencia, condena que ni siquiera cumplirá dada su avanzada edad. El entonces director general de la Marina Mercante se va a casa con las manos limpias de piche al igual que el jefe de máquinas del petrolero. Tampoco cabía esperar otra cosa de un juicio en el que apenas hubo presencia de las empresas del intrincado entramado del que dependía el buque ni, por supuesto, ninguna autoridad gallega o nacional relacionada con aquella catástrofe ecológica, la mayor sufrida por nuestro país.
Aunque la Fiscalía calcula en más de 4.300 millones de euros los daños de la catástrofe, el fallo deja en el aire las indemnizaciones de un vertido fruto de un cúmulo de decisiones que califica de “legales”, lo que no implica que fueran acertadas. De hecho, para muchos fue un suicidio ecológico el empeño de Francisco Álvarez Cascos, entonces ministro de Fomento, de alejar lo más posible el barco – “hasta el quinto pino “ e incluso hasta Canarias, según relató una abogada en el juicio - con lo que consiguió contaminar a conciencia más de 2.000 kilómetros de costas y cerca de 2.000 playas. Por no hablar de las drásticas y disparatadas intenciones de Federico Trillo, titular de Defensa, que llegó a proponer bombardear el buque.
El descontrol y la ocultación de la tragedia por parte del gobierno de Aznar – éste, por cierto, literalmente ausente durante los primeros días de aquel desastre - alcanzaron tales cotas de irresponsabilidad que el Prestige, una chatarra flotante cargada con 77.000 toneladas de fuel ruso de la peor calidad, estuvo seis días dando vueltas por las costas gallegas y derramando su pestilente y contaminante carga hasta conseguir teñir de negro las costas gallegas y extenderse hasta las francesas.
Después se partió en dos y desde el fondo del mar empezó a soltar “unos pequeños hilitos con aspecto de plastilina” que solidificarían rápidamente, según la ridícula e inolvidable descripción de Mariano Rajoy, entonces vicepresidente del Gobierno de Aznar. Ninguno de ellos ni de los responsables de la Junta de Galicia, con Manuel Fraga al frente haciendo incluso bromas sobre lo que estaba ocurriendo en las aguas y costas de su propia comunidad, merecen ni tan siquiera la más mínima mención o amonestación en esta sentencia.
Los miles de afectados directos, los voluntarios que acudieron de toda España a limpiar las playas y los ciudadanos de este país sentimos hoy que, después de once años de espera y nueve meses de juicio, no se ha hecho justicia, por no decir que se ha cometido una injusticia. Suena a escarnio y a burla que el fallo alabe la rapidez con la que se han regenerado las zonas afectadas por el chapapote como si todo hubiera sido obra de la Naturaleza indomable y no de decisiones humanas erróneas. Echarle la culpa a los fallos de estructura del barco después de reconocer la deficiencia de las inspecciones es como responsabilizar a un árbol por haberse quemado en un incendio.
Si el Supremo, en donde es previsible que se termine ventilando judicialmente este asunto, determina que el Estado es responsable civil por los daños causados no serán ni Álvarez Cascos, ni Trillo, ni Rajoy, ni Aznar, ni por supuesto las empresas relacionadas con el barco las que paguen la factura. La pagaremos todos de nuestros bolsillos y, lo que es aún peor, no podremos tener la seguridad de que una catástrofe similar no se repita en cualquier momento.
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