El PP y el Gobierno están hoy de enhorabuena y cuando eso ocurre España también está feliz. Después de un amplio debate social y mucho diálogo con todas las partes implicadas, mucho consenso, mucha cintura política por parte del esforzado y excelente ministro Wert y sin apenas contestación social en la calle o en las aulas, el Congreso de los Diputados ha aprobado hoy por fin la reforma educativa tanto tiempo demandada. A partir de ahora, las nuevas generaciones actuales y venideras podrán disfrutar de un sistema educativo que hará de nuestros estudiantes de hoy y de mañana la envidia de los países más avanzados.
Admira esta reforma, sin duda llamada a durar y perdurar en el tiempo como una potente luz que guíe los pasos de nuestros jóvenes, por su férrea defensa de la escuela pública, por su decidida opción en favor de la laicidad, su rechazo a las injerencias de los obispos, su apoyo a las comunidades educativas y su franca y valiente defensa de una educación en libertad con la que chicos y chicas adquieran juntos las herramientas necesarias para ser ciudadanos y ciudadanas mejores, con más capacidad de pensar y decidir por sí mismos y, en definitiva, mucho mejor formados que sus padres y abuelos.
Ésta es, sin duda alguna, la reforma educativa que estaba necesitando España desde hacía décadas y el hecho de que haya contado con tanto respaldo social y político, algo que no ocurría desde los tiempos gloriosos de la Formación del Espíritu Nacional, ofrece más que sobradas garantías de que será muy difícil, por no decir del todo imposible, que un próximo gobierno de color distinto al actual se atreva a cambiarle una sola coma. Por su parte, los que pretendían aprovechar la reforma para introducir por la puerta de atrás la enseñanza de religión, perpetuando así su histórico control sobre la formación de las nuevas generaciones, ya se pueden dar por vencidos porque han perdido definitivamente la batalla.
Entre los innumerables aspectos positivos que acompañan esta reforma, aunque no formen parte directa de ella, hay que subrayar también la bajada generalizada de las tasas de matrícula, la generosa política de becas que proclama, la desaparición de filtros absurdos y apolillados como las reválidas o el extraordinario esfuerzo que se realizará a partir de ahora para reforzar los programas de apoyo a los alumnos que por sus condiciones o circunstancias especiales los necesiten.
Mención aparte merece el ambicioso programa de construcción de más escuelas, institutos, centros de FP y universidades para dar cabida a la avalancha de alumnos que esta histórica reforma educativa va a propiciar desde los primeros años de su aplicación. Son tantas las nuevas posibilidades que abre al estudio y la formación que los actuales centros no tardarán en quedarse pequeños e insuficientes más pronto que tarde. Todo el mundo podrá estudiar a partir de ahora, sobre todo y en primer lugar los alumnos de familias con menos recursos, y podrán hacerlo, además, en modernas instalaciones equipadas con las últimas tecnologías y con los más avanzados métodos pedagógicos.
Si las escuelas, institutos y universidades de este país tuvieran campanas hoy deberían de estar repicando a gloria tras la aprobación definitiva de la reforma. Por ahora pueden hacerlo en su lugar, y no sin motivos sobrados para ello, las de iglesias y catedrales, ermitas y conventos mientras un coro de voces blancas entona el “Si tú me dices Wert”, himno de alabanza al hombre que sabía que había que “hacer algo con la educación de este país” y lo ha hecho, ¡vaya si lo ha hecho!.
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