Poco cabe añadir a lo que se ha dicho y escrito en los últimos días a propósito de la conmemoración de los diez años transcurridos desde los atentados del 11M en Madrid, más allá de expresar el máximo respeto y solidaridad para con los familiares de las víctimas mortales y para con los heridos en aquella masacre. Sin embargo, por terrible que resulte, una década después de la matanza en los trenes de cercanías hay aún sectores sociales y políticos de este país que no tienen reparos en continuar alimentando la teoría de la conspiración para explicar la autoría de los atentados.
Lo hemos comprobado en los últimos días en determinados artículos de opinión en algunos de los medios que dieron pábulo a esa descabellada teoría desde el minuto uno de la tragedia y que, aún hoy, parecen seguir con credulidad digna de mejor causa líderes políticos como María Dolores de Cospedal. En una estudiada posición de ambigüedad, la número dos del PP vino a decir un día antes de celebrarse este nuevo aniversario de los atentados que nunca se puede cerrar la puerta a “nuevos datos” que permitan esclarecer lo ocurrido.
Es admirable la falta de respeto que algunos dirigentes políticos muestran ante las decisiones judiciales adversas a sus intereses para centrarse en los hechos y en las pruebas y la facilidad con la que aplauden en cambio cuando les son favorables. Un proceso judicial y una vista oral desarrolladas con todas las garantías procesales para los acusados y una sentencia condenatoria ejemplar no son para estos sectores y dirigentes políticos argumentos suficientes para hacerles desistir de la idea de que, detrás de los atentados, maniobró una mano negra aliada con ETA que conspiró para torcer el resultado de las urnas y arrebatarle al Gobierno saliente el triunfo que ya daba por descontado.
Aquel mismo día, fruto de la torpeza de un Ejecutivo empeñado en ocultar la realidad a los ciudadanos para que los hechos no le pasaran factura en las elecciones, nació la teoría de la conspiración. La alimentó el propio Gobierno en sus inicios y la ha venido apoyando sin muchos escrúpulos durante todos estos años el PP y otros sectores de la derecha española cuando el testigo pasó a los medios de comunicación que la siguen sosteniendo. Hasta hoy mismo, sin ir más lejos, aunque afortunadamente con fuerza muy decreciente y esperemos que terminal.
Así, la instrucción del caso, la evaluación de las pruebas y la vista oral tuvieron que desarrollarse en medio de un clima enrarecido, sembrado de bulos malintencionados y de una inusitada presión mediática sobre el tribunal que, a pesar de todo, dictó una sentencia que nadie ha podido rebatir por mucho que lo hayan intentado y lo sigan intentando aún.
Y en medio las víctimas y sus familiares, a las que no ha habido reparo en utilizar políticamente durante todos estos años e incluso en clasificarlas en función de si comulgaban más o menos con ruedas de molino y, según ese criterio, atenderlas mejor o peor, como si creer más o menos en la conspiración fuera aval y requisito imprescindible para recibir el trato que cualquier víctima de una tragedia de aquellas dimensiones requiere y merece.
Ignoro si es un problema congénito de la sociedad española pero lo cierto es que, diez años después de los atentados, no puede seguir el país abierto en canal cada vez que llegan estas fechas porque algunos sectores políticos continúen resistiéndose a aceptar los hechos tal y como fueron y se juzgaron y no como tal vez les hubiera gustado que fueran. El primer paso para acabar con esa obsesión que dura ya una década lo han dado las asociaciones de víctimas que en esta ocasión y por primera vez han conmemorado conjuntamente el aniversario, aunque sus respectivos planteamientos sigan estando distantes. Sería muy saludable para la vida de este país que quienes aún se empeñan en propalar dudas sobre lo ocurrido una fría y trágica mañana de marzo de 2004 en Madrid siguieran su ejemplo.