Había una vez dos reputados economistas de Harvard que publicaron un librito en el que sostenían que si la deuda pública de un país supera el 90% del PIB, la economía se reciente automáticamente y deja de tirar. Basaron su teoría en una larga serie de datos estadísticos y la adornaron con unas tablas de excel para darle mayor credibilidad. El librito en cuestión no tardó en convertirse en la biblia en verso de quienes ven en el gasto público no una manera de redistribuir socialmente la riqueza de un país, sino un intolerable despilfarro que ahoga el crecimiento económico. Era hasta ahora la excusa perfecta para ajustar y reformar, términos todos ellos intercambiables y que se traducen en uno solo: desmontar el estado del bienestar construido con el esfuerzo de todos.
De la profecía supuestamente científica de esos economistas se ha nutrido el discurso del austericidio que caracteriza a los ultraliberales europeos y estadounidenses: gastar recursos públicos en sanidad, educación o servicios sociales es malo para la economía y, mucho más, destinar dinero de las arcas comunes a la recuperación de la actividad económica, ni siquiera cuidando mantener un déficit público manejable; lo sabio y sensato – “como demuestran los estudios económicos más avanzados” – es recortar, no interferir en el sabio juego de equilibrios del mercado, adelgazar el estado de bienestar, poner los “ineficientes” servicios públicos en manos de las “eficientes” empresas privadas y trasnacionales, dejar hacer y dejar pasar. Esa es la fórmula mágica para crecer y crear empleo, pregonaban y siguen pregonando los republicanos estadounidenses o los halcones europeos del déficit con la canciller Merkel y el gélido comisario Rehn a la cabeza.
Como borregos encantados de ser conducidos al matadero de la austeridad, los países de la Unión Europea, especialmente los del Sur, han seguido la receta sin rechistar con los resultados que están a la vista de todos. No nos vayamos a Portugal o a Grecia, quedémonos en España: paro y pobreza galopantes, miles de ciudadanos desahuciados de sus casas, ahorradores estafados ayudando con sus ahorros a salvar a los bancos que les timaron, recortes sociales en todos los ámbitos, subidas de impuestos, falta de crédito, congelación de la actividad y el consumo y más paro y pobreza.
Sin embargo, al oráculo de Delfos en el que se convirtió el librito de marras entre todos aquellos que ven en la deuda pública y el déficit los grandes males de la economía, le han descubierto otros economistas dos fallas importantes que lo cuestiona seriamente: se tergiversaron los datos para tomar sólo los que respaldaban la hipótesis de que por encima del 90% de deuda pública la economía cae y, lo que es más chusco, los cálculos con excel tenían fallos clamorosos.
De la noche a la mañana, el cuento de la austeridad se ha convertido en las burdas mentiras de la austeridad, aunque eso ya lo habían advertido por activa y por pasiva otros reputados economistas a los que los adalides de la disciplina fiscal han ignorado para no desvelar que detrás de su discurso supuestamente científico – “es necesario”, “no hay otro remedio” – sólo hay ideología ultraliberal. Pero, sobre todo, lo saben los ciudadanos que sufren en sus vidas los efectos de una mentira mil veces repetida y que, ni aún así, ha conseguido convertirse en verdad: las consecuencias de esa ideología disfrazada de ciencia la desmienten cada día.
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