La última gran campaña propagandística del Gobierno se llama reforma de las administraciones públicas. Rajoy – tan alérgico a los micrófonos cuando hay que hablar de Gürtel o Bárcenas – la presentó en sociedad y dos días después la aprobó el Consejo de Ministros. De encomiarla como es debido se encargó la vicepresidenta Sáenz de Santamaría con el inapreciable apoyo de Montoro, una vez resuelta la crisis de identidad fiscal de la infanta. Dos horas largas invirtieron vicepresidenta y ministro en loar lo felices que nos hará a todos la reforma y lo mucho que nos vamos a ahorrar con ella: 37.700 millones de euros hasta 2015 “si las cuentas de Hacienda están bien hechas y es seguro que lo estaaán”, dijo con retintín Saénz de Santamaría mientras Montoro sonreía.
En estas cuentas del Gran Capital que hace el Gobierno y en las que no hay un solo desglose de datos que permita demostrar la cifra, ya se incluye la supresión de la paga de Navidad de los empleados públicos y el ahorro que supuso la destrucción de 375.000 trabajos en el sector público en el primer año de la era Rajoy. El resto es un mero desiderátum sin base argumental alguna por mucho que la vicepresidenta asegure que no habrá más destrucción de empleo público y que el ahorro en ese capítulo – la mitad del total estimado – se conseguirá con la extensión de la jornada, la tasa cero de reposición o la supresión de días libres.
En realidad, toda la reforma en sí es un desiderátum, ya que más de la mitad de las “recomendaciones” para eliminar duplicidades entre administraciones dependen de la voluntad de las comunidades autónomas para su puesta en práctica. Algunas de ellas ya han dicho “nones” y han criticado que se les presente una reforma en cuya elaboración no han sido escuchadas. Así que lo de suprimir defensores del pueblo, audiencias de cuentas, consejos consultivos, agencias meteorológicas, institutos de estadística o número de diputados autonómicos va a ser que no.
Le recriminan al Gobierno, además, una mal disimulada querencia jacobina con su afán por recentralizar competencias y le recuerdan que muchas de esas instituciones están recogidas en sus respectivos estatutos de autonomía, leyes orgánicas que sería necesario modificar. Por lo demás, le afean que pretenda adelgazar mucho más la administración autonómica que la estatal y le recuerdan la inutilidad de las diputaciones, por no hablar del Senado o las delegaciones del Gobierno en las comunidades autónomas, provincias e islas.
En todo caso, al Gobierno siempre le queda la opción del palo para meter en cintura a las autonomías díscolas y parece dispuesto a emplearlo llegado el caso: autonomía que no adelgace autonomía a la que se le pondrán las cosas muy difíciles en materia de déficit público o financiación. De eso ya se encargará Montoro a su debido tiempo.
La reforma de la administración pública es una de las promesas estrella de Rajoy. Sin embargo, sólo la ha puesto sobre la mesa cuando empezaron a meterle prisa en Bruselas. Ahora quiere hacernos creer que se ha pasado ocho meses elaborándola en los que, no obstante, no ha habido tiempo para una sola reunión con las autonomías ni con la oposición. Como Juan Palomo, el presidente se ha sacado de la chistera una reforma administrativa con la que quedar bien en Bruselas y ante Merkel – a la que la obediente Santamaría se la presenta hoy – pero cuyas posibilidades de aplicación son remotas.
Y no es que los ciudadanos de este país no demanden racionalidad y claridad en sus relaciones con unas administraciones engorrosas, confusas y difusas, que generan molestias y gastos que repercuten directamente sobre la actividad económica. Sólo que la presentada hace unos días por el Gobierno está viciada de falta de consenso y ambición y huele a centralismo trasnochado en un país complejo y diverso como España.
Se trata de una reforma más preocupada por lo que sobra que por lo que se puede hacer mucho mejor, más atenta al ahorro a ojo de buen cubero que a la eficacia y a la eficiencia, más celosa de preservar sus reductos de poder – diputaciones – que de la profesionalización y la independencia política de la función pública. Toda reforma de un edificio tan complejo como el de la administración pública debe comenzar por unos cimientos firmes y duraderos y la “reforma Soraya” no cumple esa condición.
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