Propongo que a partir de ahora las leyes y reformas las hagan expertos en todos los ámbitos posibles, pero especialmente en todos aquellos que afectan a la vida cotidiana de los ciudadanos de este país: pensiones, mercado de trabajo, impuestos, sanidad, educación, justicia, igualdad, etc. Créanme, es lo mejor a la vista de la impericia y desidia de nuestros diputados y senadores elegidos en las urnas, a lo que se ve, incapaces de proponer y consensuar las reformas que necesita España para salir de la crisis.
La designación de esos expertos correría a cargo del Gobierno que, a su vez, quedaría sometido a sus decisiones y a la posibilidad de que algún ministro particularmente torpe pueda ser removido del puesto y sustituido por un brillante experto en la competencia correspondiente. De esa vigilancia no estaría exento tampoco el presidente, al que igualmente se le puede apartar de sus funciones, eso sí, después de un completo informe científico cuajado de complejas fórmulas matemáticas que demuestren que es un peligroso zote y un riesgo inasumible para el país.
Es muy importante que estos tecnócratas sean unas eminencias en sus respectivas disciplinas, con muchos títulos, premios, masters en Estados Unidos y condecoraciones, y que tengan bien claros sus objetivos. Si se trata de acabar con el sistema de pensiones para convertirlas en caridad para pobres, es imprescindible que sean personas vinculadas directa o indirectamente a los bancos y a las aseguradoras privadas; si hablamos de reforma laboral para flexibilizar al máximo los despidos, nada mejor que unos cuantos cerebros grises salidos de los think tank conservadores o de la patronal; para reformar el sistema fiscal nada mejor que algunas de las grandes fortunas del país; para la reforma y derribo de la sanidad pública son fundamentales las opiniones y propuestas de los expertos en la sanidad privada y para la contrarreforma educativa no pueden faltar las de los obispos.
Con el fin de dotar de algo de color y animar los debates, es conveniente incluir a algún experto discordante pero asegurándose siempre de que sus opiniones sean claramente minoritarias. La misión de este parlamento experto en la sombra sería la de marcarle con claridad y sin ambigüedades ni contradicciones la agenda política al Gobierno, que ya no se vería obligado a someterse a las Cortes y solo tendría que aplicar las medidas y reformas propuestas mediante el BOE, sin más engorros legislativos, debates, enmiendas y votaciones.
Puesto que estos acreditados expertos cobrarían ya de las empresas cuyos intereses defienden, podríamos así suprimir el Congreso y el Senado y, por supuesto, los parlamentos autonómicos. Los españoles nos ahorraríamos así un pastizal en campañas electorales, sueldos, dietas y viajes, nos evitaríamos perder un domingo de campo o playa para ir a votar, tendríamos un Gobierno decidido y competente y cumpliríamos holgadamente con el objetivo de déficit. ¿Qué más se puede pedir?
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