Y nos quejamos en España de llevar más de 300 días sin gobierno en plenitud de funciones. En Venezuela llevan también desde diciembre del año pasado con una crisis política e institucional de dimensiones infinitamente mayores que la nuestra y que, lejos de acercarse a su desenlace, parece acercarse más bien a su nudo gordiano. Cuando en las elecciones legislativas de diciembre de 2015 la oposición puso fin a casi dos décadas de chavismo con mayoría absoluta en la Asamblea Nacional, se abrió para Venezuela un panorama político en el que muchos vieron al alcance de la mano el fin de la promiscuidad entre los poderes del Estado, la vuelta de los productos de primera necesidad a las estanterías de los supermercados y la recuperación de una economía por los suelos.
Pero los opositores, con algunos de sus líderes como Leopoldo López aún entre rejas, erraron los cálculos al suponer que Nicolás Maduro, el heredero político de Chávez, sería desalojado sin grandes complicaciones del palacio presidencial de Miraflores. Para conseguirlo y después de perder un tiempo más que considerable dándole vueltas a cuál era la mejor opción, eligieron poner en marcha un complejo proceso político que debería haber desembocado antes de que acabe este año en la convocatoria de un referéndum revocatorio en el que los venezolanos pudieran decidir si desean que Maduro continúe o no siendo el presidente del país hasta las próximas elecciones presidenciales previstas para 2019.
Su gozo en un pozo porque, después de poner todo tipo de trabas e impedimentos para cumplir con los requisitos de la consulta, el poder electoral, controlado por el chavismo, ha suspendido todo el proceso haciendo materialmente imposible que la votación se celebre antes del próximo año. En la práctica eso supone la continuidad o no de Maduro al frente del Gobierno y la celebración o no de nuevas elecciones que la oposición, obviamente, confía en ganar.
La galopante crisis económica y el enroque del chavismo han marcado el clima político de este año, ahora exacerbado tras la decisión de las autoridades electorales. La oposición no ha dudado en hablar de golpe de estado y ha dado por rotos los débiles puentes de diálogo con el Gobierno para desbloquear la situación. Es cierto que la discreta mediación del papa Francisco con el propio Maduro ha conseguido en las últimas horas que oposición y oficialismo hayan aceptado sentarse a negociar el próximo domingo en isla Margarita. No hay muchas esperanzas, pero cualquier acercamiento que se produzca, por débil y poco significativo que pueda ser, siempre sería bienvenido en un contexto político de creciente polarización entre chavistas y antichavistas.
Muestra de esa tensión en aumento es la llamada a "tomar Venezuela" que ha hecho para mañana la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), que agrupa a la oposición. Se trata de protestas callejeras en todo el país en una nueva demostración de fuerza con la que la oposición pretende revertir la decisión de las autoridades electorales sobre el revocatorio. Ante estas protestas ha corrido el bulo de que la oposición pretende llegar al palacio de Miraflores y ocuparlo aprovechando que Nicolás Maduro se encuentra de viaje en el extranjero.
Sería un gravísimo error en el que la oposición no puede caer si quiere que su causa siga contando con el apoyo y el respeto internacional de quienes apuestan por una salida pacífica y democrática a la interminable crisis política, institucional y económica por la que atraviesa el pueblo venezolano. No es aventurado suponer que el oficialismo, que ya ha demostrado con creces el concepto que tiene de la separación de poderes y del respeto que profesan sus seguidores ante los derechos y las libertades de quienes no piensan y actúan como ellos, aprovechará el más mínimo incidente para atrincherarse en su posición numantina y acusar a la oposición de golpista y "lacaya de los intereses imperialistas", como le gusta calificarla a Maduro a toda hora.
Sólo una salida de esta situación por cauces pacíficos y democráticos es garantía de que Venezuela recupere un régimen democrático digno de ese nombre, ponga en pie una economía ruinosa y mejore la vida de millones de venezolanos para los que casi dos décadas de chavismo han sido más que suficientes.
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