Empieza a ser difícil reconocerse en la imagen que viene proyectando desde hace unos meses la cuna del liberalismo político. Gran Bretaña, un país cuyas virtudes políticas y sociales, aún distando un buen trecho de ser perfectas, muchos hemos envidiado sanamente, está entrando en una espiral de xenofobia y populismo que no augura nada bueno. El referéndum que un político mediocre llamado David Cameron se sacó del bombín para arrebatar un puñado de votos a la derecha eurófoba y xenófoba es el culpable de la deriva que está tomando el problema. Creyó que su farol funcionaría y haría pleno: arrancarle concesiones exclusivas a la Unión Europea y luego ganar también el referéndum. Pero lo perdió porque la Inglaterra profunda se terminó creyendo a pies juntillas las patrañas de quienes culpan a los extranjeros de todos los males del país y abogan por cerrarles las fronteras con siete llaves; "extranjeros", una palabra que en boca de quienes la pronuncian y en el contexto político en el que lo hacen tiene matices incluso siniestros y arrastra recuerdos sobrecogedores.
Ahora, cuatro meses después de que una mayoría relativamente estrecha de los británicos decidiera que Gran Bretaña debe abandonar la Unión Europea, la muy conservadora Theresa May hace bueno incluso a un Cameron al que no le quedó más remedio que salir de la escena política después de su clamoroso fracaso. Su propuesta sobre los extranjeros acaba de encender todas las alarmas y la califica a la perfección el hecho de que haya merecido la felicitación entusiasta de ultraderechista Frente Nacional francés y que recoja en síntesis lo que siempre había venido exigiendo el eurófobo Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP), al que los conservadores le acaban así de robar de un plumazo el meollo de su rancio discurso político.
Con el argumento de que los extranjeros son los responsables de que haya británicos en paro - dejando así en evidencia en qué granero electoral está buscando votos el Partido Conservador - la señora May se propone reducir a 100.000 el número de inmigrantes que estaría dispuesto a aceptar anualmente el país. Nótese que no habla de comunitarios ni de extracomunitarios - los inmigrantes procedentes de las colonias del viejo imperio británico son con diferencia los más numerosos frente a los de otros países de la Unión Europea - sino de "extranjeros" de manera vaga e imprecisa.
Y oculta, además, de manera interesada que esos extranjeros que ahora no son bienvenidos no están en su país viviendo de la sopa boba sino trabajando, por ejemplo, en una sanidad pública que sufre una carencia crónica de médicos y enfermeros o en trabajos que los ingleses ya no quieren desempeñar. En otras palabras, estos "extranjeros " pagan impuestos, y generan riqueza y puestos de trabajo en beneficio de la economía británica. La audacia xenófoba de la señora May incluía también obligar a las empresas británicas a publicar un listado con nombres y apellidos de los trabajadores extranjeros contratados. Sin embargo se ha visto obligada a recular ante el rechazo de la patronal británica porque, en verdad, de ahí a exigir que llevaran también una estrella amarilla cosida a la ropa para ser reconocidos por la calle y convenientemente cacheados y detenidos sólo había un paso.
Si esta es la declaración de intenciones con la que Londres se quiere sentar el año que viene con Bruselas a negociar el brexit me temo que vamos a asistir a un doloroso y largo divorcio en el que los más perjudicados pueden terminar siendo los más de tres millones de emigrantes que viven y trabajan actualmente en el Reino Unido. En las grandes capitales comunitarias - entre los que como siempre no está Madrid a pesar del elevado número de españoles que reside y trabaja en Gran Bretaña - se advierte al gobierno británico que no sueñe con tener acceso al mercado único comunitario si no cumple uno de sus requisitos básicos: la libre circulación de personas, además de la de bienes, capitales y servicios.
Ignoro hasta qué punto las posiciones de Berlín o de París van en serio o son sólo declaraciones para el consumo interno de sus respectivos ciudadanos que buscan en los líderes europeos algún gesto de firmeza ante la campante arrogancia del conservadurismo británico. Sin embargo, me puede la desconfianza y sospecho que el sacrosanto interés de las grandes corporaciones económica junto a los beneficios que tiene para ambas partes preservar sin trabas los intercambios comerciales, terminará imponiéndose de nuevo a ese discurso cada vez más huero sobre la ciudadanía europea que nos han vendido durante décadas en Bruselas y en el que cuesta un gran esfuerzo seguir creyendo.
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