Lamento ser tan pesimista aunque en realidad creo que solo soy realista: la libertad de los palestinos es una causa irremisiblemente perdida. Creo que en setenta años de lucha y sufrimiento, los mismos que acaba de cumplir el estado de Israel, nunca antes sus esperanzas habían caído tan bajo. Lo acaba de ver el mundo con indiferencia el pasado lunes en las franjas de Gaza y Cisjordania: un ejército israelí desatado y de gatillo fácil abrió fuego contra miles de manifestantes acabando con la vida de 60 e hiriendo a casi 3.000. No fue la suya una heroica hazaña en una batalla militar entre dos fuerzas razonablemente similares: fue una masacre, una más, aunque en este caso la más grave desde 2004. El delito de los muertos y heridos fue unirse a las manifestaciones de protesta contra la decisión del prepotente Donald Trump de trasladar la embajada de EEUU desde Tel Aviv a Jerusalén.
Se da así carta de naturaleza como capital israelí a la ciudad considerada santa por cristianos, judíos y musulmanes y se genera un conflicto gratuito para agradar al socio israelí. El respeto a ese estatus cuasi sagrado de Jerusalén había sido hasta ahora una frontera que ningún presidente norteamericano se había atrevido a cruzar, sabedor del significado y de las repercusiones que podría tener un gesto como ese. Trump desprecia esas jerigonzas, en parte por ignorancia y en parte por soberbia, y atiza más si cabe un conflicto en el que solo cabe un vencedor: Israel. El brutal régimen de Netanyahu ha quedado con las manos libres para masacrar a conciencia al pueblo palestino, ahora que nadie en Washington le va a llamar más a capítulo por su política de tierra quemada en la zona. Es más, incluso se verá alentado y respaldado para que concluya el trabajo de someter a sangre y fuego a los palestinos.
Foto: El Comercio |
Tel Aviv se convierte en el gendarme de Trump en esa explosiva parte del mundo y eso es garantía de muchas cosas y ninguna buena: más mano dura con los palestinos, más tensión militar con Siria e Irán y más yihadismo en todo el mundo. Sobre todo después de que el energúmeno de la Casa Blanca decidiera romper de forma unilateral el pacto nuclear con Irán dejando a sus aliados europeos, cofirmantes del acuerdo, literalmente en la estacada y preguntándose si pueden seguir confiando en la protección del primo americano. En medio, un pueblo palestino desgarrado política y geográficamente, que asiste impotente y en directo a su propia destrucción. Mientras, apenas si se escucha el apagado y confuso rumor de esa entelequia llamada comunidad internacional. Nadie parece querer dar la cara ante Trump y sus matones israelíes, de manera que lo único que se oye en la ONU, en la UE o en la Liga Árabe son farisaicos golpes de pecho al tiempo que se derraman lágrimas de cocodrilo por el torturado pueblo palestino.
Palestina y los palestinos son un pueblo, uno más, abandonado a su suerte como lo es, sin ir más lejos, el saharaui: víctimas de los intereses geoestratégicos de las potencias mundiales, su causa es ya la de la utopía y la de quienes creen todavía que la justicia puede florecer en medio de la ambición y la razón de estado. No sé cuál es el futuro del pueblo palestino pero me aventuro a decir que no va camino de ser el estado libre y soberano al que lleva tanto tiempo aspirando y por el que tanto ha sufrido y padecido. El palestino es un pueblo perseguido y sojuzgado paradójicamente por los dirigentes del pueblo más perseguido y sojuzgado de la Historia de la Humanidad. Este hecho terrible e incomprensible trasciende la política y las luchas entre estados para situarse mucho más allá, incluso en el plano de la banalidad del mal que de manera magistral describió Hanna Arendt en su día.
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