Un territorio
pequeño y fragmentado como Canarias, caracterizado además por valores
ambientales únicos en el mundo, requiere una gestión del suelo capaz de
compatibilizar con exquisito equilibrio lo público y lo privado. El enconado
debate que sigue suscitando el proyecto de Ley del Suelo aprobado por el
Gobierno de Canarias y que esta semana inicia su trámite en el parlamento
autonómico, con partidarios entuasiastas y críticos irreductibles, es un buen
ejemplo de los intereses en liza y de lo que nos jugamos los canarios en este
envite: nada más y nada menos que hasta dónde pueden llegar los intereses
privados en esta materia y hasta dónde los públicos.
Gobierno,
oposición y agentes económicos y sociales comparten el objetivo de podar la
maraña normativa sobre el suelo con el fin de agilizar los procedimientos
administrativos y no demorar sine die proyectos de cuantiosas inversiones,
supuestamente generadores de riqueza y puestos de trabajo. Las discrepancias
surgen desde el momento en el que se intentan identificar las causas del
problema y las soluciones para resolverlo. Los detractores achacan al Gobierno demasiada
prisa a la hora de impulsar un proyecto que hubiera requerido de un análisis
previo mucho más profundo sobre el suelo y su vinculación con la economía
canaria, así como de un esfuerzo mucho mayor de pedagogía para que los
ciudadanos podamos tener suficientes elementos de juicio sobre un asunto vital
para el futuro de estas islas.
Por desgracia,
a fecha de hoy sigue predominando por parte de todos – detractores y favorables
al proyecto de ley - el trazo grueso y la consigna antes que el
análisis reposado de un problema muy
complejo y la búsqueda consensuada de soluciones. Culpar a la COTMAC (Comisión
de Ordenación del Territorio y Medio Ambiente de Canarias) se ha convertido
casi en un tópico entre quienes defienden la iniciativa gubernamental y abogan
por la desaparición de este organismo al que culpan de lento, ineficaz y
superfluo. De esa crítica a la COTMAC participa el propio Gobierno de Canarias,
decidido a descargarla de las funciones que ahora tiene encomendadas para que
sean los ayuntamientos los que puedan desarrollar su propio planeamiento
urbanístico si más controles medioambientales y de legalidad que los que en su
caso establezcan los tribunales de justicia.
Es cierto que
CC y el PSOE han sellado un acuerdo para que la COTMAC o el órgano que la
sustituya en la nueva ley se ocupe al menos de la llamada evaluación
estratégica ambiental. Sin embargo, causa inquietud que la responsabilidad
primera y última sobre el planeamiento urbanístico quede en manos de
ayuntamientos que en su inmensa mayoría carecen de los mínimos medios
técnicos y humanos para ejercerla. Si llamativo resulta que la Comunidad
Autónoma abdique sus competencias en instituciones que difícilmente las podrán desempeñar
salvo que se dote a la ley de una adecuada ficha financiera, no lo es menos la
posibilidad que se reserva el Gobierno de suspender el planeamiento bajo el
amparo del interés general, algo que la ley debería precisar con el máximo
cuidado para cerrar la puerta a cualquier posibilidad de especulación.
En ese mismo
sentido, autorizar usos complementarios en suelo rústico con el argumento de
mejorar las rentas del sector primario puede tener un efecto perverso si no se
delimita bien el alcance de la medida: que lo complementario se convierta en
principal y lo principal – la ganadería y la agricultura – en secundario. Del
mismo modo es imprescindible que quede meridianamente claro que la principal
joya de la corona de esta tierra, sus espacios naturales, no pueden albergar
usos incompatibles con sus valores culturales, ambientales y paisajísticos.
El Gobierno, que presume de lo participativa que ha sido la ley, tiene tiempo aún de hacer un nuevo esfuerzo para que la norma que quiere que el Parlamento apruebe antes de que acabe el año cuente con el máximo consenso. En caso de que no fuera posible, debería plantearse la posibilidad de retirarla y acordar un nuevo plazo para lograrlo, por más que la demora decepcione a determinados intereses económicos que aguardan ansiosos y que ya empiezan a revolverse contra los cambios que podrían introducirse en el trámite parlamentario. Un cambio legal del calado y la trascendencia que se propone, bien merece el esfuerzo de buscar el mayor respaldo social y político posible sobre lo que se puede y no se puede hacer en el suelo de todos los canarios.
El Gobierno, que presume de lo participativa que ha sido la ley, tiene tiempo aún de hacer un nuevo esfuerzo para que la norma que quiere que el Parlamento apruebe antes de que acabe el año cuente con el máximo consenso. En caso de que no fuera posible, debería plantearse la posibilidad de retirarla y acordar un nuevo plazo para lograrlo, por más que la demora decepcione a determinados intereses económicos que aguardan ansiosos y que ya empiezan a revolverse contra los cambios que podrían introducirse en el trámite parlamentario. Un cambio legal del calado y la trascendencia que se propone, bien merece el esfuerzo de buscar el mayor respaldo social y político posible sobre lo que se puede y no se puede hacer en el suelo de todos los canarios.