Recuerdo el paso de Adolfo Suárez por la política con algo de nostalgia por una época clave en la historia reciente de este país en la que, los que empezábamos entonces a llegar a la universidad, nos metíamos de coz y de hoz en el debate público y pontificábamos sobre lo que estaba mal – casi todo – y lo que estaba bien – casi nada. Esa nostalgia se agranda un poco más si cabe si comparamos la politización de entonces – en el mejor sentido del término – con la abulia política de hoy entre amplias capas de la sociedad. Entonces se entremezclaban sentimientos encontrados entre la necesidad de dar pasos mucho más largos hacia un país democrático, culto, plural y participativo con el miedo a que una excesiva aceleración del proceso sacara de sus guaridas a los fantasmas del pasado.
Ese miedo cobró todo su vigor el 23F, apenas un mes después de que Suárez abandonara la presidencia del Gobierno. Muchos temimos entonces que lo poco que había avanzado la democracia en España volvería a quedar aplastado bajo las pesadas botas militares. Afortunadamente no fue así a pesar de que, en medio de una crisis política que volvió a poner en duda la gobernabilidad del país, Adolfo Suárez había presentado su dimisión como presidente del Gobierno. No le sobraban razones para hacerlo con un partido que había saltado pero los aires pero, en cualquier caso, seguro que muchas menos que las que otros tienen en la actualidad para seguir su ejemplo.
Le sucedió durante unos meses Leopoldo Calvo Sotelo – ya fallecido – y llegó después el triunfo arrollador del PSOE y del felipismo. Podía decirse que lo peor había pasado, que la democracia empezaba a consolidarse en un país que no la conocía desde hacía casi medio siglo, toda una rareza en Europa. Con la llegada del PSOE al poder concluyó ese agitado periodo de la historia de España que todos ya conocemos como Transición. Uno de los más complicados de cuantos ha vivido este país en el último medio siglo, incluida la actual crisis económica y sus consecuencias en forma de paro, pobreza, exclusión, recortes y leyes que, en algunos casos, amenazan con hacernos viajar en el tiempo a etapas anteriores incluso a las que protagonizó Suárez al frente de la vida pública española.
Suárez, con sus luces y sus sombras y con su pasado vinculado a los estertores del franquismo, llenó el espacio público durante cinco años decisivos para España, los que van de 1976 como presidente preconstitucional a 1981, fecha de su dimisión, atosigado por los conflictos en su partido, la oposición, las críticas de la prensa, la presión de los militares y la Iglesia y hasta la pérdida de confianza del Rey. A partir de ahí comenzó su declive político con aquel proyecto imposible llamado Centro Democrático y Social que fue incapaz de resucitar de sus cenizas a la extinta UCD.
Como presidente dio un paso de gigante para acabar con las “dos Españas” al legalizar al PCE de Santiago Carrillo, una de las causas probables de lo ocurrido el 23F, y que ya puso entonces a los cuarteles en estado de alerta máxima y a muchos españoles con el corazón en un puño. Ese paso hizo posible también una Constitución de amplio respaldo y que, a pesar de sus achaques y desajustes y de su necesidad imperiosa de reformas, aún sigue cumpliendo mal que bien la función para la que fue pensada: hacer de España un estado social y democrático de Derecho.
Ese modelo de Estado está hoy amenazado por quienes pretenden convertir buena parte de los avances que la Carta Magna ha hecho posibles en coto de intereses privados. Podrá discutirse legítimamente todo lo que se quiera sobre si no tuvo entonces el pueblo español la opción de elegir entre Monarquía o República, pero no es cuestionable el papel decisivo desempeñado por la Constitución en la vida de los españoles.
Por lo demás y después de las primeras elecciones democráticas en décadas, Suárez afrontó desde la presidencia del Gobierno una grave crisis económica, si no tan profunda como la actual, sí de la suficiente potencia como para generar un clima de protestas laborales y tensiones sociales inéditas desde hacía décadas. Los Pactos de la Moncloa impulsados con tenacidad por Suárez consiguieron calmar y dar salida a aquella situación, no sin ácidas críticas desde la izquierda extrema – aún con fuerza aunque dispersa - a los partidos y sindicatos que suscribieron los acuerdos, entre ellos el propio PCE.
Ahora bien: este es un país de gusto inmoderado por la hagiografía de todo tipo, incluida la política. En la hora en la que el primer presidente de la democracia española ha dicho adiós sin acordarse siquiera de la decisiva etapa que protagonizó al frente del país, se suceden las alabanzas y se exacerban las virtudes. Como cualquier otro ser humano, Suárez cometió errores políticos, pero su enumeración depende del color del cristal con el que se mire su paso por la política. Así, para unos, el mayor de todos fue la puesta en marcha de un estado cuasi federal con 17 autonomías que no había ni hay forma de financiar adecuadamente y que cuatro décadas después amenaza de nuevo con romper sus costuras. Para otros nunca se desprendió de su pasado franquista y para los de más allá, entre ellos los militares, fue un traidor al antiguo régimen que nunca debió haber legalizado los partidos políticos y convocar elecciones democráticas.
Las figuras providenciales en política hace tiempo que están desacreditadas por la Historia. Los procesos de cambio nunca son obra de una sola persona por visionaria o valiente que sea, sino el fruto de la conjunción de factores, agentes y circunstancias diversas y a menudo contrapuestos. Es seguro que Suárez no habría conducido a buen puerto la transición española contra las resistencias franquistas sin el apoyo de la Corona y de las fuerzas políticas y sociales pero, sobre todo, sin el respaldo de los ciudadanos. Con él al frente, todos ellos fueron partícipes de ese paso histórico de una dictadura decadente a un régimen de libertades, todo lo imperfecto que se quiera, pero democrático.
A nadie dejó indiferente la figura de este hombre singular, algo seco y estirado en su sobriedad castellana, pero con una capacidad de diálogo y consenso que ya la quisiéramos para los tiempos actuales de mayorías apisonadoras y oídos sordos al clamor social. Por eso, hoy más que nunca, cobra toda su vigencia una frase suya pronunciada en el Congreso de los Diputados en una fecha tan lejana como octubre de 1977: “La Constitución y el marco legal de los derechos y libertades públicas no deben constituir el logro de un partido, sino la plataforma básica de convivencia”. Algunos deberían de tomar buena nota.
Prevalecen las luces con grandes reflejos que iluminaron los caminos de salida a los túneles de aquellos tiempos y del que todos estamos muy satisfechos.
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