No deseo ser aguafiestas ni restarle trascendencia al multitudinario adiós que hoy se le ha brindado a Nelson Mandela en Soweto. Que se lo merecía y que los elogios que ha recibido esta mañana de políticos tan dispares como Raúl Castro o Barak Obama no son exagerados está fuera de discusión. Sin embargo, tengo la sensación de que Mandela tal vez habría deseado un adiós diferente, menos plagado de jefes de estado, presidentes de gobierno, reyes y príncipes. Él fue un hombre que derrochó vitalidad por los cuatro costados, al que le gustaba cantar y bailar, que sonreía con una sonrisa amplia y sincera que alegraba el alma de quien la contemplaba y que se sentía cómodo y expansivo entre los suyos, los desheredados a los que el régimen del apartheid que él derribó con su valentía y determinación persiguió, torturó y asesinó.
No fue Mandela un político al uso, al menos tal y como lo entendemos por estas latitudes. Aunque por su condición de jefe de estado tuvo que codearse con testas coronadas y homólogos de otros países, jamás pareció que el cargo se le había subido a su venerable cabeza; nunca se alejó de su pueblo, que para él lo integraban blancos y negros por igual y, aunque también disfrutaba de los baños de multitudes como en los grandes conciertos solidarios o en las grandes citas deportivas, siempre prefirió el suelo al palco, la gente sencilla a la estirada y encumbrada, la risa a la circunspección, la cercanía a la rigidez.
Mucho y bien han hablado todos hoy y en los últimos días de Mandela y todos coinciden en su inspirador ejemplo y se declaran en deuda con Madiba; incluso el presidente del Gobierno español, que no ha sentido rubor ni vergüenza alguna en sacar a colación en un día como este el triunfo de España en el mundial de Sudáfrica y hasta de echar mano del legado del líder africano para defender la unidad nacional. Obama ha sido tal vez el más emotivo y él más certero, dada la habilidad retórica del primer presidente negro de Estados Unidos, aunque desgraciadamente esa facilidad de palabra que le adorna no suele ir acompañada de la misma determinación con la que Mandela consiguió reconciliar a los sudáfricanos.
Dijo entre otras cosas el presidente norteamericano que muchos de los líderes a los que estos días se les llena la boca alabando las virtudes de Mandela, jamás permitirían la disidencia en sus respectivos países. Es posible que se refiriera entre líneas, ente otros, al vicepresidente chino Li Yuanchao, al presidente Mugabe de Zimbabue o al cubano Raúl Castro, al que incluso saludó durante la ceremonia, aunque lo más importante no es a quién iba dirigido el mensaje sino el mensaje en sí. Si de verdad todos estos presidentes y jefes de estado que hoy se han dado cita en Sudáfrica creyeran como dicen en la grandeza de Mandela deberían de ser los primeros en respetar su legado y su grandeza humana y contribuir a expandirlo y perpetuarlo hasta donde alcancen sus responsabilidades políticas.
En realidad, para la inmensa mayoría de ellos Mandela está muerto y dentro de poco enterrado y tras las declaraciones rimbombantes de los últimos días echaran sobre su vida ejemplar toneladas de olvido. Es la ciudadanía mundial que ve en la gigantesca figura humana y política de Mandela un ejemplo de valor y dignidad merecedor de emulación y respeto la verdadera heredera de su obra y la única que puede hacer que su luz jamás se apague bajo el peso del cinismo, el olvido y la indiferencia.