Érase una vez un país otrora
grande pero venido a mediano tirando a chico. Tenía un rey puesto en el trono por un general
bajito y con muy mala leche. Con el fin de evitar males mayores, los súbditos
aceptaron el apaño y tiraron para adelante; incluso aprobaron una constitución
que consagraba que el rey en cuestión era el jefe del estado aunque nadie lo había elegido.
Fue pasando el tiempo y aquel
rey hizo algunos importantes servicios a sus súbditos en momentos muy
delicados. "Es todo un demócrata", decía el país casi al unísono. Pero
el monarca tenía algunas debilidades - ¿y quién no? – y cada vez que podía se
escapaba del país sin decírselo a nadie para practicar uno de sus pasatiempos
favoritos: la caza, a ser posible de bichos descomunales como osos o elefantes.
Pero como las cosas iban
razonablemente bien, los súbditos no le daban mayor importancia a aquellas
aficiones y hasta consideraban que era lógico que todo un rey se solazara como
tuviera por conveniente en su tiempo libre para descansar del peso de la púrpura.
Incluso estaba mal visto criticar al rey y apenas se hablaba de aquellas
escapadas y, si se hacía, era más bien con la boca pequeña y durante poco
tiempo.
Por circunstancias diversas
al país de marras empezaron a irle mal las cosas: la gente no tenía trabajo y
los que lo tenían, temían perderlo. El rey les pedía sacrificios y esfuerzos y les engordaba el ego y el orgullo diciéndoles que el país era fuerte y que sus súbditos habían
demostrado muchas veces que eran capaces de vencer todas las dificultades que
se les presentaran en el camino.
Sin embargo, al mismo tiempo
que les pedía más esfuerzos y sacrificios, él no se privaba de su hobby y se
tomaba frecuentes vacaciones que seguía sin comunicar a nadie y que se pagaba
con el dinero de aquellos súbditos cada día más angustiados por los problemas
de la economía.
En una de esas escapadas a un país lejano para cazar elefantes,
el rey tuvo la mala pata de romperse una cadera y fue entonces cuando todo el
país se enteró de que, mientras los súbditos las pasaban canutas, su rey se
divertía cazando.
Y se enfadaron: le afearon
la conducta y le pidieron una disculpa porque en tiempos de incertidumbre el
rey debe ser el primero en dar ejemplo. Además, le recordaron otras cosas poco
edificantes que habían hecho él mismo y algún miembro muy allegado de su
familia. El rey, enterado del malestar de sus súbditos, no le dio mayor
importancia y siguió con sus aficiones sin comunicárselas a nadie. Pero un día,
cuando volvió de una de sus cacerías en tierras lejanas encontró que en el
frontispicio de su palacio ya no ponía "Casa Real" sino
"Presidencia de la República".
Moraleja: Reyes o
gobernantes no son los que llevan cetro, sino los que saben mandar (Sócrates)
No hay comentarios:
Publicar un comentario