Ninguno de los ajustes y
recortes anunciados hasta ahora por el Gobierno español han merecido todavía
una explicación detallada y profunda a los ciudadanos por parte del presidente
Rajoy.
Primero fue la subida de un
IRPF que nunca se iba a subir; después llegó la injusta y desequilibrada
reforma laboral con su correspondiente huelga general; enseguida fueron los
duros Presupuestos Generales del Estado con su hachazo a las inversiones y
ahora ha sido el recorte añadido de 10.000 millones de euros en sanidad y
educación que se ha despachado con una simple nota de prensa como si
estuviésemos hablando de calderilla y como si no afectase a servicios públicos
esenciales.
Fallan pues las formas, la
obligación que tiene el presidente del Gobierno de explicarle a los españoles,
a todos los españoles, a los que confiaron en él y a los que no, las medidas
concretas, los plazos para ponerlas en práctica y los objetivos que se
persiguen.
Lo más que se le ha
escuchado ha sido alguna declaración de pasillo o alguna respuesta
parlamentaria; no ha habido una sola comparecencia ante los medios ni en el
Parlamento para explicar con detalle qué pretende hacer el Gobierno con este
país, hasta dónde deben llegar los sacrificios que se nos exigen, quiénes deben
hacerlos y, sobre todo, si van a servir para algo más que para conducirnos por
el mismo camino de Grecia, Portugal o Irlanda.
Los ciudadanos no parecemos
contar en este torbellino de recortes más que para verlas venir y echarnos a
temblar un poco más, meras víctimas de una política económica obsesionada con
los recortes y los ajustes. No hay en los mensajes de los ministros, que tienen
que dar la cara para que Rajoy no se queme en la hoguera de sus medidas aunque
lo hagan habitualmente en medios de comunicación y foros extranjeros y para
contradecirse con frecuencia entre ellos, ni un sólo ápice de optimismo, ni un
pequeño mensaje de esperanza de que todo esto no nos llevará al abismo y a la
destrucción de una cohesión social ya precaria con un aumento galopante de las
desigualdades sociales, del paro, de los índices de exclusión, de la ausencia
de perspectivas.
Los ciudadanos tenemos la
creciente sensación de habernos convertido en víctimas propiciatorias de los
sacrosantos mercados, a los que se intenta "calmar" a toda costa
aunque sin conseguirlo; así las cosas, nos sentimos abatidos e indefensos –
"no hay alternativa", "esto o el rescate", "hay que
apretarse el cinturón porque hemos vivido muchos años por encima de nuestras
posibilidades", "heredamos una situación terrible", etc., etc.
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Este discurso simplista y
falaz está llevando al país a la calle de la amargura y a la desesperanza ante
un futuro sin horizonte en el que – dicen – "nada podrá volver a ser como
era antes". Si la economía es también un estado de ánimo, nunca antes este
había estado tan bajo.
Más ¿qué importamos los
ciudadanos que pagamos nuestros impuestos sin amnistía fiscal, que sufrimos el
paro o el miedo a perder el empleo, que no podemos hacer frente a las hipotecas
o que no llegamos a fin de mes? Los mercados son los que importan y a ellos
brinda el Gobierno nuestro sacrificio. Un vistazo superficial a Grecia – a las
puertas de su ¡tercer rescate! - o Portugal bastaría para comprobar que es un
sacrificio inútil que sólo generará más dolor y sufrimiento. Pero eso parece
ser lo de menos para el Gobierno.
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