No es difícil leer o
escuchar estos días comentarios desencantados sobre el balance de la
gestión de Barak Obama como presidente de los Estados Unidos, sobre
lo que prometió hace cuatro años y no ha cumplido o sólo ha
cumplido a medias. En ese balance han influido de manera decisiva
varios factores.
En primer lugar, la
deteriorada situación económica de la todavía primera potencia
mundial, con un elevado paro, un abultado déficit público y un
sistema financiero desregulado al que tampoco ha sido capaz de meter
en cintura a pesar de las multimillonarias ayudas públicas
recibidas; ha influido también la propia indeterminación de un
presidente a menudo dubitativo o atrapado en las redes de los
poderosos grupos de presión
económica de Estados Unidos; la enconada oposición de un
Partido Republicano, aliado natural de esos mismos grupos de presión,
ante las reformas emprendidas por el presidente – véase lo
ocurrido con la sanidad pública - es otro elemento a tener muy
presente en el recuento final; y, por último, las a todas luces
exageradas expectativas que puso en él medio mundo cuando llegó a
la Casa Blanca.
La conjunción de todos
esos factores permiten comprender mejor porque Obama ha llegado a su
reelección para un segundo mandado sin el aura renovadora e
ilusionante que mostró a su país y al mundo hace cuatro años. Si
en política interna, en definitiva la que más le interesa a los
votantes estadounidenses, el balance de Obama arroja al menos tantas
luces como sombras, ocurre lo mismo en política internacional, que
es la que más le interesa al resto del mundo.
Obama no ha podido acabar
con la ignominia de Guantánamo, no ha conseguido avanzar lo más
mínimo en la resolución del conflicto palestino-israelí, ha
abandonado a Irak a su suerte y dentro de poco hará lo mismo con
Afganistán. Es verdad que son dos conflictos que él no inició pero
que tampoco ha sido capaz de concluir con éxito. Por otro lado,
siendo muy benevolentes, su compromiso en la lucha contra el cambio
climático ha sido más que tímido a pesar de ser Estados Unidos uno
de los países más contaminantes del mundo.
En su haber hay que
contabilizar, no obstante, una visión multilateral de la realidad
mundial, con varios países emergentes que empiezan a hacerle sombra
a la que seguirá siendo la primera potencia del mundo al menos por
algún tiempo más. Aunque sólo fuera por el hecho de que, por
primera vez en muchas décadas, un presidente de Estados Unidos ha
dejado de mirar al resto del mundo por encima del hombro, Obama
merece ganar la reelección.
Pero también porque, a
pesar de su balance de claroscuros, ha demostrado una sensibilidad
desconocida en su rival de hoy Mitt Romney, ante una sociedad
norteamericana que sufre una profunda brecha de desigualdad social y
económica entre los cada vez menos y más ricos y los cada vez más
numerosos y más pobres en el ya mítico país de las oportunidades.
Es esa actitud la que le
lleva también a comprender que la suicida política de masoquismo
fiscal que impera en la Unión Europea es el camino contrario al que
se debe seguir para superar la crisis y, Estados Unidos – como el
propio Obama ha reconocido –, se juega mucho en que Europa salga de
la crisis. Frente a él, el multimillonario Mitt Romney – una
especie de Merkel made in USA – al
que no se le conoce ni una sola idea de política internacional,
barre para casa y únicamente predica austeridad fiscal y más rebajas de impuestos. Y
aunque sólo fuera también por ese discurso plano, cansino y
monótono de la derecha estadounidense más conservadora, Obama
merece ser reelegido hoy por sus compatriotas. De lo que no cabe
ninguna duda es de que, a pesar del justificado desencanto, Obama
tendría la reelección asegurada por aplastante mayoría si el resto
del mundo pudiera votar en Estados Unidos.
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