Dejémonos de medias tintas: los mensajes insultantes, injuriantes u ofensivos en razón del sexo, el color de la piel, el credo religioso o la ideología política son igual de intolerables tanto fuera como dentro de las redes sociales. Corresponde a las fuerzas de seguridad y a la Justicia perseguirlos y castigarlos sea cual sea el soporte que se use para su difusión. Con un matiz importante: difundirlos a través de las redes sociales, que por su propia naturaleza son abiertas y tienen la capacidad de propalarlos a velocidad de vértigo, debe ser un agravante de las penas que ya se prevén en la legislación para este tipo de comportamientos. Lo que no es de recibo es que el Gobierno pretenda aprovechar la alarma social que han generado los mensajes de odio y de incitación a la violencia para aplicarle una nueva vuelta de tuerca al ya manoseado Código Penal y volver a modificarlo a golpe de titulares y declaraciones políticas interesadas.
No quisiera uno ser mal pensado, pero a veces se tiene la sensación de que al Gobierno sólo le preocupan estos comportamientos cuando se ve directamente afectado. Pilar Manjón, la presidenta de una de las asociaciones de víctimas del terrorismo que nunca ha ocultado su desacuerdo con el Gobierno, ha sido literalmente machacada en las redes sociales sin que nadie hiciera nada por evitarlo. La hoy candidata socialista al Parlamento Europeo, Elena Valenciano, canceló su cuenta en Twitter harta de recibir insultos contra ella y su familia. Nadie tampoco puso entonces el grito en el cielo ni se rasgó las vestiduras ni pregonó que había que endurecer el Código Penal para castigar a los violentos. Podrían citarse aquí unos cuantos casos más muy similares.
Ahora ocurre todo lo contrario: a raíz de la riada de basura que anegó las redes tras el asesinato de la presidenta de la Diputación de León, el ministro del Interior sí ve la necesidad imperiosa y urgente de modificar y endurecer el Código Penal e incita al ministerio de Justicia y al Fiscal General del Estado para que actúen. Por lo demás, se han disparado también las detenciones de internautas por hacer comentarios ofensivos o incitar a la violencia a través de las redes, como si estuviéramos ante un fenómeno nuevo y desconocido.
Puede que no lo sea, pero esa actitud de Interior huele a doble vara de medir en función de quién es la persona agraviada o amenazada. La inmensa mayoría de los juristas de los que he tenido la oportunidad de leer sus opiniones a raíz de la basura que circuló por la red tras el asesinato de Isabel Carrasco o de la final de baloncesto que perdió el Real Madrid, coinciden en que la legislación actual se basta y sobra para sancionar debidamente estos comportamientos reprobables de tantos pigmeos intelectuales que por desgracia pululan por las redes sociales, y que me perdonen los pigmeos.
Coinciden también algunos expertos en que, puestos a cambiar o modificar algunos aspectos del Código Penal, tal vez debería pensarse en corresponsabilizar penalmente a determinados prestadores de servicios en Internet. Hablo sobre todo de Twitter y Facebook, sobre los que apenas recae responsabilidad alguna cuando sus usuarios difunden esos deleznables mensajes a través de sus cuentas. Identificar los perfiles de los usuarios y expulsar de la red a los cobardes que se esconden tras el anonimato para injuriar, justificar la violencia e incitar a practicarla debería ser una de sus responsabilidades. A ella cabe añadir mostrarse mucho más ágil en el bloqueo de cuentas con contenido racista y violento y en la eliminación de esos mensajes para evitar en tanto sea posible su propagación.
Por tanto, piénsese más en las lagunas legales que impiden perseguir y castigar de forma adecuada los abominables comportamientos en la red de los violentos – afortunadamente minoritarios, no lo olvidemos – y menos en aprovechar el río revuelto para buscar la manera de silenciar las críticas contra el Gobierno por la vía de Código Penal, tentación autoritaria a la que este Gobierno y en particular su ministro de Interior parecen muy proclives. Calíbrese bien dónde acaba el derecho a la libertad de expresión y donde empieza el acto delictivo y aplíquese la ley vigente en todo su rigor salvaguardando el primero y castigando el segundo con ejemplaridad y sin contemplaciones. En otras palabras, un Estado de derecho tiene que afrontar este tipo de repulsivos comportamientos en las redes sociales con prudencia, rigor, cabeza fría y cero de hipocresía política.
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