No es que Jean Marie Le Pen, el fundador e inspirador ideológico del francés Frente Nacional, confíe en el “Sr. Ebola” para acabar con el “problema” de los inmigrantes en tres meses. Tampoco es que el gran Nicolás Sarkozy – en sentido figurado lo de grande, claro – abogue por congelar el Tratado de Schengen que consagra la libre circulación de personas en la inmensa mayoría de los países de la Unión Europea. No es siquiera que el nuevo y flamante primer ministro francés, Manuel Valls, saque pecho en un mitin socialista en Barcelona, la tierra de sus ancestros familiares, y diga que en Francia su gobierno “no hace política de austeridad como en España”, después de rebanarle 50.000 millones de euros al gasto público galo.
Es todo eso y mucho más que eso. Es, por ejemplo, el ridículo mundial que supone gastarse 15.000 millones de euros en comprar la friolera de 2.000 vagones de tren nuevecitos que, sin embargo, tienen un pequeño problema: no caben en más de mil estaciones del país, demasiado antiguas y demasiado estrechas para recibirlos como se merecen, al son de la campanilla, y despedirlos adecuadamente a golpe de silbato y banderazos. A los españoles, tan acostumbrados a tener aeropuertos sin aviones, bibliotecas sin libros, auditorios sin público y estaciones de AVE por las que no circula ningún tren, este tipo de noticias apenas nos sorprenden. Es más, hasta puede que nos regocijemos levemente al comprobar como en todos lados cuecen habas, que no íbamos a ser sólo los incompetentes del sur los que nos tengamos que llevar todos los palos y las mofas y sufrir como castigo todos los recortes habidos y por haber.
Pero ¿cómo puede pasar una cosa así en Francia, la revolucionaria y douce France? A mí no me pregunten pero me malicio que alguien se tomó unos burdeos o unos coñacs de más el día que dibujó sobre el papel el ancho de los vagones y mandó el encargo a la fábrica constructora sin antes cerciorarse de si coincidía con el de las estaciones. O pensó que por unos centímetros de más o de menos tampoco iba a pasar nada: ya se ajustaría el vagón a la vía o la vía al vagón, nada en definitiva que no se pudiera solucionar con otros 15.000 millones de euros del erario público. Eso, o que el tren se dé la vuelta antes de entrar en la estación y deje a los pasajeros unos metros más allá para que estiren las piernas y respiren aire puro.
En cualquier caso no creo que esta monumental pifia ferroviaria, que ha provocado el asombro y la rechifla de medio mundo, desemboque en una nueva revolución francesa o en otro mayo del 68, que se derrumbe la torre Eiffel, que se jubile Aznavour, que dimita Hollande o que Valls, que ahora se tendrá que gastar otros 50 millones para arreglar este descarrilamiento, tenga que hacer las maletas y tomar el primer tren que pase cerca del Elíseo. Eso sí, sospecho que rodarán cabezas o deberían de hacerlo si Francia no ha dejado de ser un país serio, que todo puede ser.
La ministra de Ecología, después de ponerse azul, blanca y roja tras conocer la noticia a través de un periódico llamado El Pato Encadenado – para más escarnio –, ha pedido responsabilidades. Un alto cargo del ministerio de Transportes ha empezado a engrasar la guillotina y ha encargado una sesuda investigación interna para saber quién fue el/la lumbreras que ideó, encargó y pagó tanto vagón de vía estrecha. Por su parte, los responsables de las empresas públicas que gestionan la red ferroviaria francesa (RFF) y los trenes (SNCF) ya se han calado la gorra de jefes de estación para llevar a sus respectivas locomotoras a vía muerta y evitar ser arrollados. Se sospecha que fue la descoordinación entre ambas empresas públicas la que ha generado esta ridícula situación que tiene a los franceses abochornados, algo nada fácil de conseguir en el país de la grandeur. ¡Señores pasajeros, próxima estación: la Bastilla!
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